Di un paso adelante. Luego otro más. Y luego otro y otro… hasta quedar situada en el centro de la altísima y descomunal sala. Una leve capa de polvo cubría las negras maderas del suelo, suavizando el brillo charolado del barniz.
– Jamás… -musité-. Jamás había visto nada tan bello.
– Es un poco rococó para mi gusto -observó José, junto a mí-, pero, sí, bello. Infinitamente bello.,
Durante un buen rato permanecimos mudos, absortos en la contemplación de aquella maravilla que había enamorado el corazón de un zar. El ámbar desprendía un olor especial, como de sándalo y violeta. Quizá había estado expuesto mucho tiempo a tales aromas y los había conservado en su propia materia. De pronto me sobresalté: me había parecido escuchar un rumor sordo a lo lejos.
– ¿Has oído algo, José? -pregunté con el ceño fruncido.
– ¿ Algo…? No, no he oído nada -repuso tranquilamente, cogiéndome de la mano y arrastrándome hacia adelante-. Vamos, que todavía tenemos muchas cosas que ver.
Las cuatro puertas del salón estaban abiertas. Una de ellas, a nuestra espalda, era la que habíamos utilizado para entrar; las dos laterales dejaban ver detrás el muro de roca de la mina. La de enfrente, sin embargo, mostraba una nueva cámara iluminada.
Esta vez sí. Esta vez se materializó la imagen mental que tenía del lugar en el que debían estar escondidas todas las obras de arte y los objetos de valor robados por el gauleiter de Prusia, Erich Koch, durante la invasión de la Unión Soviética. En mil ocasiones había imaginado -aunque mucho más pequeña- esa nave que ahora tenía delante, con todas esas pilas de embalajes que casi llegaban al techo. En realidad, era una galería de piedra escarpada, de proporciones descomunales (debía serlo, pues albergaba perfectamente los elevados paneles de ámbar del salón), cuyo final no podía descubrirse detrás de los cúmulos de cajas y fardos que, poco más o menos, ocultaban todo el piso de tierra.
Un primer y trastornado vistazo nos hizo comprender el alcance del valor de lo que allí había escondido: más de un millar de cuadros de Rubens, Van Dyck, Vermeer, Caneletto, Pietro Rotari, Watteau, Tiepolo, Rembrandt, El Greco, Antón Raphael Mengs, Cari Gustav Carus, Ludwig Richter, Egbert van der Poel, Bernhard Halder, Ilia Yefímovich Krilov, Ilia Repin, Max Slevogt, Egon Schiele, Gustav Klimt, Corot, David… Además de otro millar de dibujos, grabados y láminas de valor semejante. Joyas, objetos de arte egipcio, iconos rusos, tallas góticas, armas, porcelanas, instrumentos de música antiguos, monedas, trajes de la familia imperial rusa, vestiduras de patriarcas, coronas, medallas de oro y plata… Ni siquiera era posible pensar en el precio incalculable de alguno de aquellos objetos sin sentir un desvanecimiento.
Estábamos atónitos, boquiabiertos, deslumhrados. Apenas podíamos creer lo que veíamos. Finalmente, José se me acercó por detrás y me abrazó. Yo sostenía en la mano una lámina de Watteau con el apunte a sanguina de un joven pierrot.
– ¡Los del Grupo no querrán creernos cuando se lo contemos!-me dijo al oído.:,
– Pues tendrán que hacerlo -afirmé, muy decidida-. Aquí hay un montón de trabajo para todos. Piensa por un momento en lo que va a supo ner organizar la salida de todo este material y el transporte a lugares seguros.
– Bueno… -comentó José, pensativo-, para eso tenemos a Roi. Él es el cerebro del Grupo de Ajedrez. ¡Mayores problemas ha resuelto con éxito! Y, por cierto, son casi las once de la noche, cariño. Deberíamos subir para cenar algo y contactar con él. Debe de estar preocupado.
– No, Cávalo, no lo estoy. No estoy preocupado en absoluto.
¿Roi…? ¿Qué hacía Roi allí…? Giramos los dos al mismo tiempo, a la velocidad del rayo, para comprobar que, en efecto, detrás de nosotros, apuntándonos con una pistola, estaba Roi.
Roi no había venido solo. Tres hombres más le acompañaban. Uno de ellos, de una edad similar a la de Roi y vestido con una estrafalaria americana verde, nos miraba desde lejos con expresión risueña. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón (supongo que por el frío) y se mantenía un tanto apartado del grupo, como si aquello no tuviera nada que ver con él. Su aspecto era el de un nuevo rico que se divierte viviendo acontecimientos extravagantes. Tenía el rostro ancho y rubicundo, y los ojos, felinos, hacían juego con la chaqueta. Los otros dos, mucho más jóvenes, parecían sus guardaespaldas: altos, fornidos y musculosos hasta la exageración, mostraban en sus caras las marcas innegables de abundantes peleas. También ellos nos estaban apuntado con sus pistolas. Todos, incluso Roi, parecían estar pasando mucho frío; las ropas que llevaban no eran las adecuadas para las bajas temperaturas de las galerías. -¿Roi…? -balbucí incrédula. Mis ojos iban alternativamente desde su rostro al cañón de su arma, que me apuntaba-. ¿Qué significa esto, Roi?
– Significa lo que estás pensando, Peón.
A pesar de sus setenta y cinco años, Roi seguía teniendo un aspecto imponente. Era más alto que José y vestido con aquel pantalón y aquella chaqueta deportiva aparentaba veinte años menos. Sus ojos grises, tan familiares para mí, me observaban desde debajo de sus erizadas cejas con una insultante frialdad que me heló la sangre. ¿Era aquél el príncipe Philibert a quien conocía desde la infancia, que me había visto crecer, que había sido amigo de mi padre hasta el día de su muerte y que seguía preguntándome por mi tía Juana antes de cada reunión en el IRC…?
– No estoy pensando nada, Roi -murmuré con tristeza-. Me gustaría que me lo explicaras tú.
– ¡Sí, Roi, yo también quiero oír una explicación de tu boca! -confirmó José, desafiante.
– Antes, permitidme que cumpla con las más elementales normas de cortesía. Ana, José…-dijo, y se volvió hacia el hombre de la americana verde-, os presento a mi buen amigo Vladimir Melentiev, el cliente para el que habéis estado trabajando.
¡Melentiev! ¡Aquel viejo insolente era Vladimir Melentiev, el que nos había contratado para que robáramos el Mujiks de Krilov!
– A estos muchachos que están a mi lado no hace falta presentarlos -continuó-. Trabajan para él. Cuidan de su seguridad.
– ¡Pues no parecen cuidarle mucho en este momento! ¡Están bastante ocupados vigilándonos a nosotros! -le espetó José, que no me había soltado ni por un momento. Sentía la presión de sus dedos en mis brazos como si fueran garras crispadas.
Roi soltó una carcajada que reverberó en el túnel de la mina.
– Verás, Cávalo -le explicó cuando consiguió calmar su risa-. Vladimir y yo ya somos demasiado mayores para estas desagradables aventuras. Pável y Leonid se encargarán de terminar con vosotros cuando llegue el momento. Yo, sinceramente, no podría. Debo reconocerlo.
– ¡Menos mal que aún conservas algo de humanidad! -ironizó José. Podía notarle en la voz que, como yo, estaba herido en lo más hondo. Roi también había sido amigo de su padre. Además, tanto para él como para mí (y, por supuesto, para los demás miembros del Grupo), Roi siempre había sido una figura primordial, una personalidad emblemática, profundamente respetada. Él cuidaba de nosotros, cuidaba de que todo saliera bien, organizaba las operaciones, exigía la máxima seguridad… Y ahora nos apuntaba con su pistola como si no nos conociera, como si no le importara matarnos o como si no le importara que Pável y Leonid nos mataran. Aquello era de locos.