– ¿Por qué, Roi? -quise saber-. ¿Por qué todo esto?
– Por dinero, mi querido Peón, por mucho dinero. ¿Por qué otra cosa podría ser si no…? Vladimir sólo desea el Salón de Ámbar. Tiene planes muy ambiciosos y lo necesita. Lo demás, todo lo que hay en esta nave, es para mí. De hecho, es mío -recalcó con un brillo acerado en los ojos-. Verás, Peón, ya lo había perdido todo mucho antes de que llegara esta última y monstruosa crisis económica. Tenía, incluso, hipotecado el castillo y sólo me quedaba la pequeña fortuna que Rook me invertía en bolsa con más o menos habilidad. En este momento ni siquiera tengo ese dinero. No tengo nada. Ni un franco. Las deudas han acabado con todo mi capital.
– ¿Y dónde has metido todo el dinero que hemos ganado con nuestras operaciones? ¡Es mucho, Roi! No puede ser que hayas llegado a estar tan arruinado.
– Sí, mi querida niña -confirmó, dulcificando por fin el gesto y la voz-. Completamente arruinado. Había especulado peligrosamente en ciertos mercados de alto riesgo y salió mal. Aguanté todo lo que pude, pero, al final, me hundí.
– Armas -declaró lacónicamente Melentiev.
– ¿Armas…? -No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Roi metido en el tráfico de armas?
– Bueno, armas y algunas otras cosas -nos aclaró un poco azorado-. No importa. El caso es que salió mal. Entonces recibí la visita de Vladimir. Conocía la existencia del Grupo de Ajedrez desde muchos años atrás, prácticamente desde que lo fundé en los años sesenta con ayuda de tu padre, Cávalo, y también del tuyo, Peón. El KGB siempre ha sabido que yo era un ladrón de obras de arte, aunque no me vincularon con el Grupo hasta más tarde. -¡Saben quiénes somos! -exclamó José, aterrado. La seguridad de Amalia se me atravesó en el estómago: ¡la niña podía estar en peligro!
– ¡No, eso no! -profirió Roi-. Sólo me conocían a mí. En aquellos tiempos, yo no trabajaba únicamente con el Grupo de Ajedrez. De hecho, si lo fundé, fue para encubrir otras actividades que llevaba a cabo yo solo. Vuestros padres, por ejemplo, nunca supieron que realizaba operaciones al margen. A veces, incluso, preparaba para ellos algún robo que me servía para ocultar otro más importante.
– El príncipe Philibert de Malgaigne-Denonvilliers -silabeó lentamente Melentiev con su acusado acento ruso- era una celebridad en el KGB. Creíamos que actuaba solo, hasta que los ordenadores relacionaron los robos del Grupo de Ajedrez con sus movimientos. Estaba muy vigilado -terminó.
– ¡No puedo creer lo que estoy oyendo! -tronó José, apretándome los brazos con más fuerza-. ¡No puedo, Ana, no puedo creerlo! ¡Nos ha traicionado!
– ¿Y de qué conocías a Melentiev? -pregunté exasperada-. ¿Por qué nos metiste en esto? ¿Por qué ahora?
La idea de la muerte no entraba en mi duro cerebro. No recuerdo haber creído ni por un instante que iba a morir. Quizá, eso sí, me angustiaba que le hicieran daño a José. Perderle tan pronto no entraba en mis planes. No sé si es que la mente tiene extraños recursos defensivos y no ve lo que no quiere ver, o que yo sabía, por alguna premonición inexplicable, que todavía no había llegado mi hora. -Bueno, lo cierto es que a Melentiev lo conozco desde hace mucho tiempo. Hemos trabajado juntos en alguna ocasión, ¿verdad, Vladimir? -El ruso asintió con Ja cabeza y se cerró el cuello de la discreta americana verde con una mano. El desgraciado tenía un frío de mil demonios-. Mi viejo amigo es un ruso cabal y orgulloso. Su espíritu capitalista no soporta la miseria de sus compatriotas. Cree que Yeltsin es un inepto, un pelele puesto al frente de su país por Estados Unidos, que le mantiene en el poder a cualquier precio, ayudándole a salir de los atolladeros en los que él sólito se mete por su incompetencia. Vladimir cree que la salud de Yeltsin no aguantará hasta las elecciones presidenciales del año 2000. Por eso necesita urgentemente el Salón de Ámbar… -Se quedó en suspenso unos instantes, como dudando, y luego continuó-. Pocos días antes de morir en Barczewo, Erich Koch le habló del Jeremías. Le dijo que muchos años atrás, antes de ser capturado, había pintado un cuadro en el que había escondido las claves para encontrar sus tesoros, pero que ni él ni nadie lo encontraría jamás. Le dijo que estaba muy bien escondido detrás de otro cuadro. Vladimir no informó a sus superiores acerca de esta última fanfarronada de Koch, que muy bien podía ser cierta. Durante años realizó investigaciones por su cuenta hasta que descubrió la existencia de Helmut Hubner. Hubner fue quien pilotó desde Kónigsberg a Buchenwald el Junker 52 a bordo del cual viajaron los paneles del Salón de Ámbar. -Se detuvo de nuevo y miró a su alrededor-. Todas estas maravillas que veis aquí llegaron por tierra, en camiones, pero el Salón de Ámbar vino volando desde Prusia. Era la forma más segura y discreta. Hubner nunca supo lo que transportó en aquel vuelo, pero Vladimir ató cabos y Ib adivinó. De ahí al regalo de Koch, el Mujiks de Krilov, como agradecimiento a Hubner por haberle alojado en su casa de Pulheim, en Colonia, durante cuatro años (hasta que fue detenido por los aliados), no había más que un paso. Cuando vino a verme, hacía ya mucho tiempo que Vladimir conocía la existencia del Jeremías detrás del Mujiks. Pero Hubner se había negado en redondo a vender el lienzo de Krilov y, además, aunque lo hubiera vendido, habría sido imposible para Melentiev descifrar las claves de Koch y llegar hasta este magnífico escondite. Era un desafío que el Grupo de Ajedrez sí podía afrontar, y yo le aseguré que nosotros lo conseguiríamos, que encontraríamos el Salón de Ámbar. Y ya veis que no me equivoqué -sonrió con orgullo-. Ahora, Vladimir podrá entregar el salón a su propio candidato a la presidencia de Rusia, Lev Marinski, del Partido Nacional Liberal (de corte ultranacionalista, debo añadir), a quien, sin duda, este increíble golpe de efecto ayudará mucho en las próximas elecciones. Seguro que se hará con la victoria y que sabrá ayudar a sus amigos cuando tenga el poder.
– ¡SUÉLTALOS, ROÍ! -gritó a pleno pulmón la voz de Láufer-. ¡SUÉLTALOS AHORA MISMOo MATO A MELENTIEV!
Me había llevado un susto de muerte. José también se sobresaltó ostensiblemente a mi espalda. ¡Láufer! ¡Láufer estaba allí! Aquello empezaba a parecer una reunión del Grupo. El bueno de Heinz había entrado sigilosamente en la nave mientras Roi se explayaba a gusto contándonos los entresijos de la que empezó siendo Operación Krilov y, aprovechando la colocación rezagada de Melentiev, le había apresado, poniéndole al cuello un peligroso punzón que había cogido del almacén de comida y herramientas. A partir de ese instante, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente: el desconcierto creado por la sorprendente aparición de Láufer fue muy bien utilizado por José, que se abalanzó sobre Roi y le desarmó fácilmente. Roi era un viejo de setenta y cinco años, helado de frío y falto de reflejos, así que no opuso ninguna resistencia, rindiéndose sin forcejeos. También yo aproveché bien la situación, desarmando de una certera patada a uno de los guardaespaldas de Melentiev, mientras el otro se quedaba paralizado como una estatua por miedo a que Láufer atravesara el cuello de su jefe con el afilado pincho de hierro.
Así que, en cuestión de unos segundos, la situación había dado un giro completo. Ahora, José amenazaba a Roi con la pistola, Láufer seguía reteniendo a Melentiev y yo estaba maniatando, con las correas de cuero de unos fardos cercanos, a los muchachotes rusos.
– No te atreverás a matarme, Cávalo -afirmó Roi muy sonriente, mirando fijamente a su guardián.
– No apuestes nada por ello -le respondió José, clavándole el cañón de la pistola en las costillas.
Yo sabía que Roi tenía razón, quejóse no sería capaz de hacerlo, por eso me apresuré con las ataduras de Pável y Leonid y corrí a maniatar al príncipe. Quería que José soltara el arma; me repugnaba verle con esa cosa negra en la mano. También sabía que Láufer no podría hacerle daño a Melehtiev, así que me di mucha prisa con el príncipe Philibert y fui rápidamente hacia el mafioso. En un santiamén todos estaban maniatados y sentados en el suelo, apoyados contra una montaña de cajas llenas de cuadros.