Robert Silverberg
El Salón de la Fama de la Ciencia Ficción
La mirada que había en sus remotos ojos grises era obsesionada, aterrorizada y vencida cuando llegó corriendo, procedente del Proyectorium. Sus hombros aparecían abatidos; nunca le había visto traicionar el menor signo de rendirse a la desesperación, pero ahora sentí escalofríos al contemplar su capitulación. Con una mano temblorosa, me tendió una delicada hoja amarilla de información, marcada en rojo con los arcanos símbolos del cómputo cósmico.
—No vale la pena —murmuró—. No sirve absolutamente de nada tratar de seguir luchando.
—¿Acaso quieres decir…?
—Esta noche —dijo con brusquedad—, esta misma noche, el universo penetra irrevocablemente en la penumbra del punto cero.
El día en que Armstrong y Aldrin descendieron sobre la superficie de la luna —era el domingo 20 de julio de 1969, ¿recuerdan?—, me quedé en casa, con la intención de observarlo todo en la televisión. Pero ocurrió que en la fiesta que dieron la noche anterior León y Helena me encontré con una mujer interesante, y ella se vino a casa conmigo. Su nombre se ha borrado de mi mente, si es que lo supe alguna vez; pero recuerdo muy bien el aspecto que tenía: pelo largo, suave y dorado, rostro en forma de corazón, con mejillas rojizas y prominentes, suaves ojos de un gris azulado, pechos rollizos, piernas delicadas. También recuerdo cómo deambuló por mi apartamento, estudiando las estanterías abarrotadas de viejos libros encuadernados en rústica y revistas.
—Trabajas realmente en cosas de ciencia ficción, ¿verdad? —me preguntó al final. Se echó a reír y añadió—: Supongo que éste debe ser tu gran fin de semana. ¡Vaya! ¡La luna!
Pero, para ella, seguía siendo una gran burla que los hombres estuvieran divirtiéndose por allá arriba, mientras que aún había tantas cosas que faltaba por hacer en la tierra. Nos duchamos, preparé algo de comer y nos sentamos frente al aparato de televisión, en espera de que los hombres salieran de su módulo y —muy fácilmente, sin sensación de transición—, nos encontramos apretándonos y seguimos haciéndolo, en uno de esos apretones imposibles, impersonales, mecánicos, en que el cuerpo se aprieta contra el otro durante siglos, sin sensaciones, sin excitación, y mientras me balanceaba rítmicamente sobre ella, incapaz de llegar al final ni de separarme, escuché a Walter Cronkite comunicándole al mundo que se acababa de abrir la escotilla del módulo. Deseaba librarme de ella para poder observar, pero ella se aferraba a mi espalda. Con un esfuerzo inequívoco, me elevé sobre mis codos, giré la parte superior del cuerpo, de modo que pudiera ver la pantalla, y esperé a sentirme invadido por el éxtasis. En el instante en que apareció en la pantalla la primera imagen oscilante de un hombre del espacio, tomado desde arriba hacia abajo, ella gimió y apretó los labios furiosamente y experimentó un climax frenético. Yo no sentí nada. Nada. Finalmente ella me dejó, y yo me duché, tomé algo frío y observé la imagen repetida del paseo sobre la luna en el noticiario de las once. Y seguía sin sentir nada.
—¿Cuál es la respuesta? —preguntó Gertrude Stein, a punto de morir.
Alice B. Toklas guardó silencio.
—En tal caso —siguió diciendo la Stein—, ¿cuál es la pregunta?
Extracto de la Historia del Imperio, Koeckert y Hallis, tercera edición (revisada):
El imperio galáctico fue organizado hace 190 siglos universales estandarizados mediante la resolución unida, simultánea y unánime de los cuerpos gubernamentales de mil cien mundos. En la actualidad, la hegemonía del imperio se ha extendido a trece sectores galácticos y abarca a muchos miles de planetas, todos los cuales entraron voluntariamente y con satisfacción a formar parte del imperio. El permanecer fuera del imperio significa confesar una locura cívica, puesto que el imperio es considerado incuestionablemente en todo el cosmos como la construcción más completamente cuerda jamás creada por mentes sensibles. Los procesos de toma de decisiones en el imperio vienen determinados invariablemente por el recurso de las ecuaciones de Hermosillo, que proporcionan una guía perfectamente clara e incontrovertiblemente racional en cualquier cuestión de política pública. Así, los numerosos mundos del imperio forman una sola unidad coherente, tan perfectamente relacionada desde los puntos de vista social, político y económico como están interrelacionados sus mundos componentes por las tareas de las leyes universales de la gravitación.
Quizá pasé demasiado tiempo en otros planetas y en galaxias remotas. Es un molesto y morboso hábito este de la ciencia ficción -¡horrible tintineo! Suena discordantemente en mi cerebro como la canción monótona de un idiota-. Sólo hay que ver mis estanterías de libros: cientos de gastadas obras encuadernadas en rústica, ordenadas alfabéticamente por autores: Aschenbach-Barger Capwell-De Soto-Friedrich… todos los grandes del género hasta Waldman y Zenger. La colección de revistas, con todos los números de todo, remontándose hasta el verano de 1953, una edición completa de Nova, la mayoría de los números de Espacio Profundo, una abultada hilera de Mañana. Supongo que algunas de esas revistas son raras en la actualidad, aunque nunca he investigado de cerca el mundo febril de los coleccionistas de ciencia ficción. Me limito, simplemente, a acumular las publicaciones que compro en el quiosco, no desprendiéndome nunca de ninguna. ¿Cómo podría separarme de ellas? Son fragmentos de mi pasado esas revistas, esos libros.
Puedo citar fechas de cambios en mi espíritu, de alteraciones en mi conciencia, simplemente tomando viejas revistas y reflexionando sobre las asociaciones que evocan en mi mente. Este número muestra el monstruo púrpura armado de viscosidad: se vendió el mismo mes en que descubrí el sexo. Este otro número, con la cubierta llena de naves espaciales pintadas en explosión: lo leí el primer mes que acudí a la universidad, como contraste y alivio frente a Aquino y Platón. Postes miliares, mojones, líneas de flotación. Sí, un molesto y morboso hábito.
Mis amigos se lo toman con buen humor. Creen que la ciencia ficción es una literatura para niños —Dios sabe que pueden tener razón— y soportan mi afición a ella de un modo afectuoso, regalándome alguna gruesa antología para Navidad, dejando un montón de revistas actuales sobre mi mesa de despacho, mientras he salido a almorzar. Pero se plantean preguntas con respecto a mí. A veces, yo también me las hago. A la edad de treinta y cuatro años, ¿debería ser capaz de reaccionar con un entusiasmo tan juvenil ante, digamos, las novelas de la Liga Solar de Capwell, o ante la series de las sanguijuelas mentales de Waldman? ¿Qué existe en el presente que me impulse tan obsesivamente hacia el futuro? El presente gris y vacío; el futuro atormentador e inaccesible.
Sus ojos brillaban con una excitación irreprimible mientras le tendió a ella el brillante cuenco amarillento que era el casco de transferencia de pensamiento.
—Póntelo —le dijo, cariñosamente.
—Siento miedo, Riik.
—No lo tengas. ¿Qué hay que temer?
—A mí misma. A mi verdadero yo. Estaré completamente abierta, Riik. Temo lo que puedas ver en mí, lo que eso puede significar para ti, para nosotros.
—¿Acaso es tan feo lo que hay en tu interior? —preguntó él.
—A veces… creo que sí.
—A veces todos pensamos eso de nosotros mismos, Juun. Es el viejo brote de odio neurótico contra uno mismo, los desperdicios a los que no podemos escapar a menos que estemos totalmente cuerdos. Tú también encontrarás esa clase de cosas en mí, una vez que nos hayamos puesto los cascos. Ignóralas; no son reales. No van a ser un factor determinante en nuestras vidas.