– Deja de llorar y escucha. Cuando lo del kedgeree, me lo como rápido, y así no te da vergüenza. No demasiado rápido, porque entonces la gente va a pensar que eres más pobre que un ratón de sacristía. Pero no te voy a sacar mucho.
Ramlogan sonrió entre lágrimas.
– Es que tú eres así, sahib. No esperaba menos de ti. Así te viera Léela y supiera qué hombre le he elegido para marido.
– Pues a mí también me gustaría ver a Léela.
– Mira, sahib, sé que ahora hay gente moderna que ni siquiera les gusta esperar por el dinero para terminar de comerse el kedgeree.
– Pero, hombre, es la costumbre.
– Sí, sahib, la costumbre. Pero yo pienso que es una lástima en esta época moderna. De casarme yo, pues nada de dote, y diría: "¡A dejarse de bobadas y de kedgeree!"
En cuanto les dieron las invitaciones, Ganesh tuvo que dejar de ir a ver a Ramlogan, pero no estuvo mucho tiempo solo en su casa, que fue invadida por docenas de mujeres con sus hijos. No tenía ni idea de quién era la mayoría de ellas; de vez en cuando reconocía una cara y le costaba trabajo creer que aquella mujer rodeada de niños fuera la misma prima que no era más que una niña cuando él se marchó a Puerto España.
Los niños trataban a Ganesh con desprecio.
Un chiquillo con los mocos colgando le dijo un día:
– Me han dicho que eres tú el que se casa.
– Sí, soy yo.
Y el niño dijo: "¡Vaya, vaya!", y echó a correr riéndose y burlándose.
La madre del chico dijo:
– Hay que enfrentarse a esto hoy día: que los niños se están haciendo modernos.
Un día, Ganesh descubrió entre las mujeres a su tía, la que desempeñó un papel fundamental en el funeral de su padre. Se enteró de que no sólo lo había preparado todo, sino que además lo había pagado todo. Cuando Ganesh se ofreció a devolverle el dinero, ella se enfadó y le dijo que no fuera tonto.
– Esta vida es curiosa, ¿no? -dijo-. Un día se muere alguien y lloras. Dos días después alguien se casa y entonces te ríes. Ay, Ganesh, hijo, en un momento como este quieres tener a la familia al lado, pero, ¿qué familia tienes tú? Tu padre, muerto; tu madre, también muerta.
Estaba tan emocionada que no podía llorar; y Ganesh se dio cuenta, en aquel preciso momento, de lo importante que era su boda.
A Ganesh le parecía poco menos que un milagro que tantas personas pudieran vivir felizmente en una casa pequeña sin ninguna clase de organización. A él le habían dejado el dormitorio, pero pululaban por el resto de la casa y se las arreglaban como podían. Al principio la convirtieron en una especie de gran merendero; después, en una incómoda zona de acampada. Pero parecían contentos, y al final Ganesh descubrió que la anarquía sólo era superficial. Entre las docenas de mujeres que deambulaban libremente por la casa había una, alta y silenciosa, a quien se había acostumbrado a llamar Rey Jorge. Quizá fuera su verdadero nombre; él nunca la había visto. Rey Jorge mandaba en la casa.
– Rey Jorge tiene mano -dijo la tía de Ganesh un día.
– ¿Cómo que tiene mano?
– Que tiene mano para repartir las cosas. Tú le das a Rey Jorge un pastelito de nada para repartirlo entre doce niños y te puedes apostar hasta el último dólar que Rey Jorge lo reparte como es debido.
– O sea, que la conoces.
– ¡Que si la conozco! Soy yo quien ha traído a Rey Jorge. Pero mira, creo que he tenido mucha suerte de conocerla. Ahora me la llevo a todas partes.
– ¿Es de la familia nuestra?
– Más o menos. Phulbassia es una especie de prima de Rey Jorge y tú una especie de primo de Phulbassia.
Su tía soltó un regüeldo, no el eructo de cortesía después de haber comido, sino un ruido prolongado, balbuceante.
– Son los gases -explicó sin disculparse-. Hace tiempo, desde que murió tu padre, ahora que lo pienso, que tengo estos gases.
– ¿Has ido al médico?
– ¿Al médico? Lo único que hacen esos es inventarse cosas. Uno me dijo, ¿no lo sabías?, que tengo el hígado perezoso. Es una cosa que me pregunto desde hace tiempo: ¿cómo puede un hígado ser perezoso, eh?
Volvió a regoldar, dijo: "¿Lo ves?", y se frotó los pechos con las manos.
Ganesh pensó en ponerle a aquella tía suya Doña Eructadora y después la Gran Eructadora. Al cabo de unos días, ejercía un efecto devastador sobre el resto de las mujeres de la casa. Todas empezaron a eructar y a frotarse los pechos mientras se quejaban de los gases. Todas menos Rey Jorge.
Ganesh se alegró cuando llegó el momento en el que debían ungirle con azafrán. Durante aquellos días estuvo encerrado en su habitación, donde había yacido el cadáver de su padre y donde se reunían la Gran Eructadora, Rey Jorge y varias mujeres anónimas para frotarle. Cuando salían de la habitación entonaban canciones de boda en hindi, sumamente pesimistas, y Ganesh se preguntaba cómo lo estaría pasando Léela con su propia reclusión y su ungimiento.
Se quedaba todo el día en su habitación, consolándose con la Revista de la ciencia del pensamiento. Había leído de cabo a rabo todos los números que le había dado el señor Stewart, algunos varias veces. Durante todo el día oía a los niños retozar, chillar y recibir azotes; las madres repartían azotes, gritaban y andaban con ruidosas pisadas.
El día antes de la boda, cuando las mujeres fueron a frotarle por última vez, le preguntó a la Gran Eructadora:
– No se me había ocurrido hasta ahora, pero, ¿qué come toda esa gente? ¿Quién lo está pagando?
– Tú.
Ganesh estuvo a punto de incorporarse de golpe en la cama, pero el fuerte brazo de Rey Jorge se lo impidió.
– Ramlogan dijo que no debíamos preocuparte con eso -dijo la Gran Eructadora-. Dice que no te calentemos la cabeza con más preocupaciones. Pero Rey Jorge se ocupa de todo. Tiene cuenta con Ramlogan. Ya lo arreglará contigo después de la boda.
– ¡Dios mío! ¡Todavía no me he casado con la hija de ese hombre y ya empieza!
Fourways estaba casi tan agitada con la boda como antes con el funeral. En casa de Ramlogan comían centenares de personas, de Fourways y de otros sitios. Había bailarines, percusionistas y cantantes para aquellos a quienes no les interesaban los detalles de la ceremonia, que duraría toda la noche. El patio trasero de la tienda de Ramlogan estaba hermosamente iluminado con toda clase de luces, salvo eléctricas, y los adornos -sobre todo frutas colgadas de arcos hechos con hojas de cocotero- resultaban agradables. Todo aquello por Ganesh, y Ganesh se daba cuenta y le gustaba. Al principio, la idea de casarse le daba vergüenza; después, al hablar con su tía, le asustó; al final, simplemente le ilusionaba.
En el transcurso de la ceremonia tuvo que fingir, como todos los demás, que nunca había visto a Léela. Ella estuvo sentada a su lado, velada de pies a cabeza, hasta que les pusieron la manta por encima y Ganesh descubrió el rostro de Léela. A la suave luz, bajo la manta rosa, ella parecía una desconocida. Ya no era la chica tontorrona que se ocultaba riéndose tras las cortinas de encaje. Ya parecía sumisa e impasible, como una buena esposa hindú.
Todo acabó poco después, y ya eran marido y mujer. Se llevaron a Léela, y Ganesh se quedó solo para enfrentarse a la ceremonia del kedgeree a la mañana siguiente.
Aún con los distintivos de novio, ropas de satén y corona de borlas, se sentó en el patio, sobre unas mantas, ante el plato de kedgeree. Era blanco y no parecía apetitoso, y se dio cuenta de que le resultaría fácil resistir la tentación de probarlo.