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Léela llevó el cuaderno y el lápiz, y Ganesh escribió: Llevarme su hacienda con los pies por delante. Debajo escribió la fecha. No tenía ninguna razón especial para hacer semejante cosa, pero estaba asustado y pensó que algo tenía que hacer.

Léela chilló:

– ¡Le estás haciendo magia a mi padre! Ganesh dijo:

– Léela, ¿por qué estás asustada? No nos vamos a quedar aquí mucho tiempo. Dentro de unos días nos vamos a Fuente Grove. Tú no tengas miedo de nada.

Léela siguió gritando y Ganesh se quitó el cinturón y le pegó. Ella gritó:

– ¡Ay, Dios, ay, Dios mío! ¡Que me mata hoy mismo!

Fue su primera paliza, un formalismo, sin ira por parte de Ganesh ni rencor por parte de Léela, y aunque no formaba parte de la ceremonia de la boda propiamente dicha, significaba mucho para los dos. Significaba que habían crecido y eran independientes. Ganesh ya era un hombre; Léela, una esposa tan privilegiada como cualquier otra mujer adulta. También ella podría contar detalles sobre las palizas de su marido, y cuando volviera a casa podría parecer triste y taciturna, como debía parecer toda mujer.

Fue un momento único.

Léela lloró un ratito y dijo:

– Me estoy empezando a preocupar por papá, hombre.

Otro comienzo: ella le había llamado "hombre". Ya no cabía duda: eran adultos. Tres días antes, Ganesh era poco más que un muchacho, nervioso y apocado. De repente había perdido tales características, y pensó: "Mi padre tenía razón. Tendría que haberme casado antes."

Léela dijo:

– Mira, me estoy empezando a preocupar de verdad por papá. Esta noche no te va a hacer nada. Gritará un montón y se irá, pero no te va a olvidar. Una vez le vi dar zurriagazos a un hombre en Penal.

Oyeron a Ramlogan gritando en la carretera:

– ¡Ganesh, te lo advierto por última vez! Léela dijo:

– Mira, tienes que hacer algo para calmar a papá, hombre. Si no, no sé yo…

Ramlogan había enronquecido de tanto gritar:

– ¡Ganesh, esta noche voy a afilar un machete para ti! Te voy a mandar al hospital, y yo iré a la cárcel, lo tengo decidido. Ten cuidado: te estoy avisando.

Y a continuación, como había previsto Léela, se marchó.

A la mañana siguiente, después de que Ganesh hubo hecho puja y tomado la primera comida que Léela le preparaba, dijo:

– Léela, ¿tienes alguna fotografía de tu padre? Estaba sentada a la mesa de la cocina, limpiando arroz para la comida del mediodía.

– ¿Para qué la quieres? -preguntó preocupada.

– Te olvidas de quién eres, chica. ¿Es que eres policía, para hacerme preguntas a mí? ¿Es una foto vieja? Léela lloró sobre el arroz.

– Pues no tan vieja. Hace dos o tres años papá fue a San Fernando y Chong hizo una foto a papá él solo y otra a papá, Soomintra y yo. Justo antes de casarse Soomintra. Eran unas fotos muy bonitas, con pinturas y plantas delante.

– Sólo quiero una foto de tu padre. Lo que no quiero es que llores.

La siguió hasta el dormitorio, y mientras se ponía la ropa de ciudad -pantalones caqui, camisa azul, sombrero marrón, zapatos marrones- Léela sacó su maleta, regalo de los cupones de los cigarrillos Anchor, de debajo de la cama y buscó la fotografía.

– Dámela -dijo Ganesh, y se la quitó-. Con esto le arreglo yo las cuentas a tu padre.

Léela corrió tras él hasta la escalera.

– ¿Pero adonde vas?

– Mira, Léela, para ser una chica que no lleva casada ni tres días, eres muy descarada.

Ganesh tenía que pasar por delante de la tienda de Ramlogan. Puso buen cuidado en balancear el bastón de su padre, y actuó como si la tienda no existiera.

Y, sin duda, oyó a Ramlogan gritando:

– ¡Ganesh! Conque haciéndote el hombrecito esta mañana, ¿eh? Moviendo el bastón y todo, como si fueras un maestro. Pues mira, chico, cuando vaya a por ti, te va a faltar tiempo para salir corriendo.

Ganesh pasó sin decir palabra.

Léela confesó más tarde que había ido a la tienda aquella mañana para avisar a Ramlogan. Le encontró encaramado en el taburete, hundido.

– Papá, te tengo que contar una cosa.

– Yo no tengo nada que ver ni contigo ni con tu marido. Sólo quiero que le des un recado. Le dices de mi parte que Ramlogan dice que sólo se va a llevar mi hacienda con los pies por delante.

– Anoche escribió eso en un cuaderno. Y esta mañana, va y me pide una foto tuya, y la tiene.

Ramlogan se deslizó, prácticamente se cayó, del taburete.

– ¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! No sabía que fuera esa clase de hombre. Parece tan tranquilo… -Se puso a pasear con fuertes pisadas tras el mostrador-. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le he hecho yo a tu marido para que me persiga de esta manera? ¿Qué va a hacer con la foto?

Léela sollozaba.

Ramlogan miró la vitrina del mostrador.

– Todo esto lo hice por él. Yo no quería una vitrina en mi tienda, Léela.

– No, papá, tú no querías una vitrina en la tienda.

– Fue por él por quien compré la vitrina. ¡Ay, Dios mío! Léela, sólo hay una cosa que puede hacer con la foto. Magia y obeah, Léela.

En su agitación, Ramlogan se tiraba del pelo, se daba palmadas en el pecho y el vientre y golpeaba el mostrador.

– Y encima quiere más cosas.

La voz de Ramlogan vibraba de auténtica angustia.

Léela chilló:

– ¿Qué le vas a hacer a mi marido, papá? Sólo hace tres días que me casé con él.

– Soomintra, la pobrecita Soomintra, ella me lo dijo cuando íbamos a hacernos las fotos. "Papá, creo que no deberíamos hacernos fotos." ¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío! Léela, ¿por qué no haría caso a la pobrecita Soomintra?

Ramlogan pasó una mano mugrienta por el trozo de papel de estraza de la vitrina y se secó las lágrimas de un manotazo.

– Y anoche me pegó, papá.

– Ven aquí, hija. Ven, Léela. -Se inclinó sobre el mostrador y apoyó las manos sobre los hombros de Léela-. Es tu destino, Léela. También es mi destino. No podemos luchar contra él, Léela.

– ¿Qué le vas a hacer, papá? -gimió Léela-. Es mi marido, tienes que entenderlo.

Ramlogan retiró las manos y se enjugó los ojos. Golpeó el mostrador hasta que la vitrina tembló.

– A eso le llaman educación hoy día. Enseñan una nueva asignatura. El robo.

Léela soltó otro grito.

– ¡Ese hombre es mi marido, papá!

Horas más tarde, cuando Ganesh volvió a Fourways, se sorprendió al oír gritar a Ramlogan:

– ¡Ah, sahib! ¿Qué pasa? ¿Aquí al lado de mi tienda y no me dices nada? Se van a pensar que estamos enfadados.

Ganesh vio a Ramlogan con una sonrisa de oreja a oreja tras el mostrador.

– ¿Qué quieres que te diga si tienes un machete afilado debajo del mostrador, eh?

– ¿Un machete? ¿Un machete afilado? Estás de broma, sahib. Venga, hombre, sahib, ven a sentarte un rato. Venga, vamos a echar una charla. Como en los viejos tiempos, ¿eh, sahib?

– Las cosas han cambiado.

– Venga, sahib. No me digas que estás enfadado conmigo.

– No estoy enfadado contigo.

– Enfadarse es para la gente tonta e inculta como yo. Y cuando la gente inculta se enfada se pone a pensar en hacer magia y todo eso. Las personas con estudios no hacen esas cosas.

– Te vas a llevar una sorpresa.

Ramlogan intentó que Ganesh se fijase en la vitrina.

– Es bonita y moderna, ¿verdad, sahib? Una cosita bien bonita y moderna. -Una mosca adormilada zumbaba fuera, deseosa de reunirse con sus compañeras de dentro. Ramlogan dio un rápido manotazo sobre el cristal y la mató. La quitó de un lateral y se limpió las manos en los pantalones-. Estas moscas son una molestación, sahib. ¿Cómo puede uno librarse de estas molestaciones, sahib?