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– Yo no sé nada de moscas. Ramlogan sonrió y volvió a intentarlo.

– ¿Cómo te va de casado, sahib?

– Estas chicas modernas son el mismísimo diablo. No saben dónde está su sitio.

– Te lo tendría que haber contado, sahib. Sólo tres días casado y ya lo has descubierto. Es la educación de los valores. ¿Quieres un poco de salmón, sahib? Es tan bueno como cualquier salmón de San Fernando.

– No me gusta la gente de San Fernando.

– ¿Cómo te van las cosas allí, sahib?

– Mañana, Dios mediante, veremos qué pasa.

– ¡Ay, Dios mío! Sahib, anoche no quise decir nada malo. Estaba un poquito borracho, sahib. Nada más. Soy viejo y no me sienta bien el alcohol, sahib. No me importa cuánto quieres que te dé. Soy buen hindú, sahib. Si te lo llevas todo me da igual, siempre que me dejes con mi carácter.

– Eres un tipo muy curioso, ¿sabes?

Ramlogan intentó matar otra mosca y se le escapó.

– ¿Qué va a pasar mañana, sahib?

Ganesh se levantó del banco y se sacudió los fondillos del pantalón.

– Ah, mañana. Es un gran secreto.

Ramlogan frotó el borde del mostrador con las manos.

– ¿Por qué lloras?

– Ay, sahib. Yo soy un hombre pobre. Debes compadecerte de mí.

– Léela estará bien conmigo. No tienes que llorar por ella.

Encontró a Léela en la cocina, acuclillada ante el fogón de chulha, removiendo el arroz hirviendo en una cacerola de esmalte.

– Léela, vengo decidido a quitarme el cinturón y darte unos buenos azotes antes incluso de lavarme las manos o hacer nada.

Léela se arregló el velo en la cabeza antes de volverse hacia él.

– ¿Y ahora qué pasa, hombre?

– Mira chica, ¿cómo dejas que toda la mala sangre de tu padre te corra por las venas? ¿Por qué haces como si no supieras nada cuando vas contando mis cosas a todo el mundo?

Léela volvió a mirar la chulha y a remover el arroz.

– Oye, si empezamos a discutir ahora se quedará blando el arroz y ya sabes que no te gusta así.

– Vale, pero quiero que me contestes más tarde.

Después de comer Léela confesó y se llevó una sorpresa cuando Ganesh no le dio una paliza. De modo que se envalentonó y preguntó:

– Oye, ¿qué has hecho con la foto de papá?

– Creo que ya le he arreglado las cuentas a tu padre. Mañana no habrá nadie en Trinidad que no le conozca. Mira, Léela, como te pongas a llorar otra vez, te vas a enterar. Empieza a hacer las maletas. Nos mudamos mañana mismo a Fuente Grove.

Y a la mañana siguiente aparecía esta noticia en la quinta página de The Trinidad Sentineclass="underline"

INSTITUTO CULTURAL FUNDADO POR UN BENEFACTOR

Shri Ramlogan, comerciante de Fourways, cerca de Debe, ha donado una considerable suma de dinero con el fin de fundar un instituto cultural en Fuente Grove. El objetivo de dicho instituto, que aún no tiene nombre, consistirá en la promoción de la cultura y la ciencia del pensamiento hindúes en Trinidad.

El presidente del instituto, según se sabe, será Ganesh Ramsumair, licenciado.

Y en lugar destacado, aparecía una fotografía de un Ramlogan bien vestido y más delgado, con una maceta al lado, sobre fondo de ruinas griegas.

El mostrador de la tienda de Ramlogan estaba cubierto de ejemplares de The Trinidad Sentinel y de The Port of Spain Herald. Ramlogan no alzó la vista cuando Ganesh entró en la tienda. Miraba fijamente la fotografía e intentaba fruncir el ceño.

– No te molestes con The Herald -dijo Ganesh-. Yo no les he contado la historia.

Ramlogan continuaba sin alzar la vista. Frunció el ceño con más intensidad y dijo:

– ¡Hum! -Volvió la página y leyó un breve artículo sobre el peligro de las vacas tuberculosas-. ¿Te han pagado algo?

– Querían que yo pagara.

– Hijos de perra.

Ganesh hizo un ruido, a modo de asentimiento.

– Así que, sahib.… -Y Ramlogan alzó por fin la vista-. ¿Era para esto para lo que querías el dinero, de verdad?

– De verdad, de verdad.

– ¿Y de verdad que vas a escribir libros en Fuente Grove y todo eso?

– De verdad que voy a escribir libros.

– Sí, sí. Yo estoy leyendo, sahib. Es estupendo, y tú eres un gran hombre, sahib.

– ¿Cuándo has empezado a leer?

– Intento aprender todo el rato, sahib. Sólo sé leer un poquito. Mira, hay cien mil palabras que no me dicen nada. Mira, sahib, ¿me lo lees tú? Cuando tú lees, te escucho con los ojos cerrados.

– Después te portas raro. ¿Por qué no miras la foto y ya está, eh?

– Es una foto bonita, sahib.

– Pues a seguir mirándola. Yo me tengo que ir.

Ganesh y Léela se mudaron a Fuente Grove aquella tarde; pero justo antes de que se marcharan de Fourways llegó una carta. Contenía la documentación de los derechos del petróleo, y también la información de que el petróleo se había agotado y que no iba a recibir más dinero.

La dote de Ramlogan resultó providencial. Fue otra extraordinaria coincidencia que convenció aún más a Ganesh de que le esperaban grandes cosas.

– Van a pasar cosas pero que muy importantes en Fuente Grove -le dijo Ganesh a Léela-. Pero que muy importantes.

5 Pruebas

Durante más de dos años Ganesh y Léela vivieron en Fuente Grove sin que pasara nada importante ni esperanzados

Desde el principio, Fuente Grove parecía poco prometedora. La Gran Eructadora había dicho que era un sitio dejado de la mano de Dios. Era una verdad a medias. Fuente Grove prácticamente no existía. Era tan pequeña, tan remota y tan despreciable que sólo aparecía en los mapas grandes del Instituto Cartográfico; el Ministerio de Obras Públicas la trataba con desprecio, y ninguna aldea pensaba siquiera en pelearse con ella. Fuente Grove no podía gustarle a nadie. Durante la estación seca, la tierra se cocía, se cuarteaba, se calcinaba, y durante la estación de las lluvias era un auténtico barrizal. Siempre hacía calor. Con árboles, habría sido diferente, pero el único árbol que existía era el mango de Ganesh.

Los aldeanos iban a trabajar a las plantaciones de caña en la oscuridad del amanecer para no sufrir el calor del día. Cuando regresaban, mediada la mañana, el rocío se había secado en la hierba, y se ponían a trabajar en sus huertos como si no supieran que lo único que podía crecer en Fuente Grove era la caña de azúcar. Pocas emociones tenían. La población era escasa y no había nacimientos, bodas ni muertes suficientes como para mantenerlos entretenidos. Un par de veces al año, los hombres hacían una excursión, todos alborotados, a un cine de San Fernando, aquel lugar lejano y de perversión. Aparte de eso, poca cosa ocurría. Una vez al año, en la fiesta de la cosecha, cuando ya se había recogido la caña de azúcar, Fuente Grove osaba hacer un despliegue de alborozo. Adornaban la media docena escasa de carros tirados por bueyes con serpentinas de crespón de color rosa, amarillo y verde; incluso ponían a los bueyes, con sus tristes ojos de siempre, cintas de colores vivos en los cuernos, y hombres, mujeres y niños golpeaban los carros con las piquetas y tamborileaban sobre las cacerolas, cantando sobre la generosidad de Dios. Era como la alegría de un niño medio muerto de hambre.

Los hombres se reunían todos los sábados por la tarde en la tienda de Beharry y se atiborraban de ron barato. Se ponían lo suficientemente contentos con sus mujeres como para darles una paliza aquella misma noche. El domingo se despertaban malos, echaban pestes contra el ron de Beharry, seguían malos todo el día, y el lunes se levantaban estupendamente, frescos como una rosa, preparados para el trabajo de la semana.