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– Tengo que escribir el libro -dijo Ganesh en voz alta-. Tengo que hacerlo.

Pero se entretuvo en otras cosas. Empezó a apasionarse por los cuadernos de notas. Cuando Léela se quejó, dijo:

– Los hago y después los guardo. Nunca se sabe cuándo te van a hacer falta.

Llegó a ser un auténtico experto en los olores del papel. Le dijo a Beharry: "Fíjate, con sólo oler un libro, puedo decirte cuántos años tiene." Sostenía que el libro con mejor olor era el diccionario de francés e inglés de Harrap, que había comprado, según le contó a Beharry, sencillamente por su olor. Pero oler papel era sólo una parte de su reciente pasión, y cuando sobornó a un policía de Princes Town para que robara una grapadora del Palacio de Justicia, su júbilo fue total.

Al principio, rellenar los cuadernos de notas suponía un serio problema. Por entonces, Ganesh leía cuatro, a veces cinco libros a la semana, y mientras leía señalaba una palabra, una frase, o incluso un párrafo entero, en preparación para el domingo, que se había convertido en un día de ritual y absoluto júbilo. Se levantaba temprano, se bañaba, hacía puja, comía; después, mientras aún hacía fresco, iba a la tienda de Beharry. Leían el periódico y hablaban, hasta que la mooma de Suruj asomaba la cabeza, toda enfadada, por la puerta de la tienda y decía: "Poopa de Suruj, siempre abriendo la boca. Si no es para comer, es para hablar. Pues se acabó la charla. Es hora de comer."

Ganesh entendía la indirecta y se marchaba.

La parte menos agradable del domingo era la vuelta a casa. El sol caía implacable y los bultos del tosco asfalto se notaban blandos y calientes al pisar. Ganesh jugueteaba con la idea de cubrir toda Trinidad con un enorme toldo de lona para protegerla del sol y recoger el agua de la lluvia. Estos pensamientos le tenían entretenido hasta que llegaba a casa. Después comía, volvía a bañarse, se ponía la ropa hindú buena, dhoti, camiseta y koortah, y se dedicaba a sus cuadernos de notas.

Sacaba el montón de un cajón de la cómoda que había en el dormitorio y copiaba los párrafos que había señalado durante la semana. Había ideado un sistema para tomar notas. Parecía sencillo al principio -papel blanco para las notas sobre el hinduismo, azul claro para la religión en general, gris para la historia, y así sucesivamente- pero con el tiempo le resultó difícil mantener ese sistema y lo dejó.

Nunca utilizaba un cuaderno hasta el final. Empezaba cada uno con las mejores intenciones, escribiendo con letra fina, inclinada, pero al llegar a la tercera o la quinta página perdía interés por el cuaderno, la escritura se reducía a garabatos apresurados, cansados, y abandonaba el cuaderno.

Léela se quejaba del despilfarro.

– Nos vas a dejar en la miseria. Como Beharry a la mooma de Suruj.

– ¿Qué sabrás tú de estas cosas, chica? Lo que copio no es un anuncio, ¿te enteras? Vale, es copiar, pero pienso mucho al mismo tiempo.

– Ya me estoy cansando de oírte hablar y venga a hablar. Dices que viniste aquí a escribir tus maravillosos libros, y que si a sanar a la gente. ¿A cuántos has sanado? ¿Cuántos libros escribes? ¿Cuánto dinero sacas?

Eran preguntas retóricas y lo único que pudo responder Ganesh fue:

– ¿Lo ves? Cada día te pareces más a tu padre. Hablas como un abogado.

Más adelante, en el transcurso de una semana de lectura, se topó con la respuesta perfecta. Tomó nota en el mismo momento, y la vez siguiente que se quejó Léela, dijo:

– Mira, calla y escucha esto.

Rebuscó entre los libros y los cuadernos hasta encontrar uno de color verde guisante con el título de Literatura.

– Oye, me dejes sentar antes de empezar a leer.

– Y mientras escuchas no te duermas. Es una de tus desagradables costumbres, ¿sabes, Léela?

– Es que, mira, no lo puedo evitar. Es empezarme a leer y me entra el sueño. Sé de gente que les entra el sueño nada más ver una cama.

– Son personas de mente limpia. Pero chica, escucha esto: "Una persona puede remover media biblioteca para hacer un solo libro." Y no me lo he inventado yo.

– ¿Y cómo sé que no me estás engañando, lo mismo que con papá?

– ¿Y yo para qué iba a querer engañarte?

– Que te enteres: ya no soy la jovencita boba con quien te casaste.

Y cuando Ganesh le llevó el libro y le enseñó la cita en letra impresa, Leela guardó silencio, maravillada. Pues por mucho que se quejara y que le vilipendiara, no dejaba de pasmarse ante aquel marido suyo que leía páginas y páginas de letra impresa, capítulos enteros de letra impresa, bueno, hasta libros gordos; aquel marido que, despierto por la noche en la cama, hablaba, como si tal cosa, de escribir algún día un libro e ¡imprimirlo!

Pero Leela lo pasó mal cuando fue a casa de su padre, como le ocurría casi siempre en las vacaciones más importantes. Ya hacía tiempo que Ramlogan consideraba a Ganesh un perdido y encima un estafador. Y además, enfrentarse a Soomintra. Soomintra se había casado con un ferretero y era rica. Aún más: parecía rica. Tenía un hijo tras otro, y se estaba poniendo rolliza, con aspecto de matrona, de persona importante. A su hijo le había puesto el nombre de Jawaharlal, como el dirigente indio, y su hija se llamaba Sarojini, como la poetisa india.

– El tercero, el que estoy esperando, si es niño, le voy a poner Motilal; si es niña, Kamala.

No podía existir mayor admiración por la familia Nehru.

Soomintra y sus hijos cada día parecían más fuera de lugar en Fourways. Ramlogan estaba aún más mugriento y la mugre de la tienda iba a la par. Al quedarse solo, parecía haber perdido todo interés por el mantenimiento de la casa. El hule de la mesa estaba gastado, arrugado y tenía un montón de cortes; la hamaca hecha con un saco de harina se había puesto parda, los calendarios chinos estaban llenos de cagadas de moscas. Los hijos de Soomintra cada día llevaban ropa más cara y más aparatosa y hacían más ruido, pero cuando andaban por allí, Ramlogan no tenía ojos para nadie más. No paraba de acariciarlos y mimarlos, pero muy pronto dejaron bien claro que consideraban demasiado elementales sus tentativas de mimarlos. Querían algo más que unos caramelos recubiertos de azúcar de uno de los tarros de la tienda. De modo que Ramlogan les dio piruletas. Soomintra estaba más rolliza y parecía más rica, y a Leela le costaban grandes esfuerzos no fijarse demasiado cuando su hermana doblaba el brazo derecho y las pulseras de oro tintineaban o cuando, con la licencia que concede la riqueza, se lamentaba de que estaba cansada y necesitaba vacaciones.

– Ya he tenido el tercero -dijo Soomintra en Navidad-. Quería escribir para decírtelo, pero ya sabes lo difícil que es.

– Sí, sé lo difícil que es.

– Es una niña, y le he puesto Kamala, como te dije. Ay, chica, pero si se me olvidaba: ¿y tu marido? No he visto ningún libro de los que escribe. Pero la verdad es que yo no leo gran cosa.

– Todavía no ha terminado el libro.

– Ah.

– Es un libro muy, muy grande.

Soomintra hizo tintinear las pulseras de oro y carraspeó al mismo tiempo, pero no escupió; en ello reconoció Leela otra afectación de los ricos.