– No hace falta mucho para ver que no es un libro grande. Y tampoco hace falta mucho para saber que todos tenemos que empezar por algo pequeño. Como tú. Anda que la vieja máquina que tenías antes, y fíjate ahora, lo que tienes.
Basdeo no replicó. Se metió en la jaula y volvió a salir con un programa de cine y un lápiz rojo desmochado. Se puso serio, en plan de hombre de negocios e, inclinándose sobre una mesa ennegrecida, empezó a escribir cifras en el envés del programa, parándose de vez en cuando para soplar el polvo inexistente de la hoja o sacudirlo con la mano derecha.
– A ver. ¿Tú sabes algo de esto?
– ¿De imprimir?
Inclinado sobre la mesa, Basdeo asintió, sopló otra vez para quitar el polvo y se rascó la cabeza con el lápiz. Ganesh sonrió.
– Lo tengo un poco estudiado.
– ¿Qué tipo quieres? Ganesh no sabía qué decir.
– Ocho, diez, once, doce, ¿o qué?
Ganesh estaba pensando a toda velocidad en el coste. Contestó con firmeza:
– El ocho me va bien.
Basdeo movió la cabeza y se puso a tararear.
– ¿Quieres interlineado doble?
Era como un barbero de Puerto España haciendo publicidad de un champú. Ganesh dijo:
– No. Sin eso.
Basdeo no se lo podía creer.
– ¿Un libro de este tamaño, con esta impresión? ¿Seguro que no quieres interlineado?
– Sí, sí. Seguro. Pero oye, antes de nada, vamos a ver en qué tipo vas a imprimir el libro.
Era "times". Ganesh soltó un gemido.
– Es lo mejor que tenemos.
– Bueno, vale -dijo Ganesh, sin ningún entusiasmo-. Ah, y otra cosa. Quiero mi foto en la tapa.
– Aquí no hacemos fotograbado, pero lo puedo arreglar. Serán doce dólares más.
– ¿Para una foto pequeñita?
– Un dólar los seis centímetros y medio cuadrados.
– Oye, es muy caro.
– Bueno, ¿y qué quieres? ¿Que los demás paguen tu foto? Pues ya está. Todo junto es… un momento, ¿cuántos ejemplares quieres?
– Mil para empezar. Pero nada de desarmar el molde. Nunca se sabe qué puede pasar.
Basdeo no parecía especialmente impresionado.
– Mil ejemplares -murmuró abstraído, haciendo cálculos en el programa de cine-. Ciento veinticinco dólares.
Y tiró el lápiz sobre la mesa.
Así empezó el proceso, el proceso de hacer un libro: emocionante, tedioso, decepcionante, excitante. Ganesh corrigió las pruebas con Beharry, y los dos se quedaron pasmados ante lo diferentes que parecían las palabras impresas.
– ¡Qué poderosas parecen! -exclamó Beharry.
La mooma de Suruj no salía de su asombro.
Por fin se terminó el libro y, jubiloso, Ganesh llevó a casa los mil ejemplares en un taxi. Antes de marcharse de San Fernando, le dijo a Basdeo:
– Que te acuerdes de guardar el molde. Nunca se sabe con qué rapidez se venderá el libro, y no quiero que toda Trinidad lo pida a gritos y yo no tener ninguno.
– Claro -dijo Basdeo-. Claro. Que la gente los quiere, que tú los quieres, pues yo los imprimo. Claro que sí, hombre.
Aunque el júbilo de Ganesh era enorme, sufrió una decepción que no llegó a superar. Su libro parecía tan pequeño… No tenía sino treinta páginas, treinta páginas pequeñas, y era tan fino que no se podía imprimir nada en el lomo.
– Es ese chico, Basdeo -le explicó Ganesh a Beharry-. Mucho hablar sobre interlineados y tipografía, y al final resulta que no sólo me pone ese tipo tan feo, que él llama "times", sino que encima lo pone muy pequeño.
La mooma de Suruj dijo:
– Es que el libro se ha quedado en nada.
– Ese es el problema de los indios de Trinidad -dijo Beharry.
– Ya sabes, no todos son como el poopa de Suruj -intervino la mooma de Suruj-. El poopa de Suruj quiere lo mejor para ti. Beharry continuó:
– Verás, Ganesh. A mí no me chocaría que alguien le hubiera dado dinero a ese chico, a ese Basdeo, para hacer lo que ha hecho con tu libro. Porque otro impresor, de no tenerte envidia, te habría puesto sesenta páginas y con un papel bien grueso.
– Pero tú no te preocupes -dijo la mooma de Suruj-. Algo es algo. Mucho más de lo que hace la mayoría de la gente de por aquí. Beharry señaló la portada y se mordisqueó los labios.
– Pues tu foto queda bonita, Ganesh.
– Parece un profesor de verdad -dijo la mooma de Suruj-. Tan serio, y así, con la mano apoyada en la barbilla, como pensando profundamente.
Ganesh cogió otro ejemplar y señaló la página de la dedicatoria.
– Pues a mí me parece que el nombre del poopa de Suruj también queda muy bien en letra impresa -le dijo a la mooma de Suruj. Beharry se mordisqueó los labios, avergonzado.
– Quia. Estás de broma.
– Pues yo creo que todo es bonito -dijo la mooma de Suruj.
Un domingo, a primeras horas de la tarde, Léela estaba junto a la ventana de la cocina en la trastienda de Ramlogan, en Fourways.
Fregaba los platos, y estaba a punto de tirar agua sucia por la ventana cuando vio una cara debajo. Conocía aquella cara, pero no la traviesa sonrisa.
– Léela -susurró aquella cara.
– Ah… Eres tú. ¿Qué haces aquí?
– He venido a buscarte, chica.
– Pues ya te estás yendo de aquí ahora mismo, ¿me oyes?, o te tiro esta sopera de agua sucia a la cara, a ver si se te quita la sonrisita.
– Mira, Léela, que no vengo sólo por ti. Tengo algo que contarte, y eso es lo primero.
– Pues lo digas rápido. Pero por mí, si te lo has podido callar durante tanto tiempo… A ver. Casi tres meses que me echaste de tu casa y ni siquiera me has mandado un recado para saber si estoy viva o muerta ni nada de nada. Así que ¿a qué vienes ahora, eh?
– Pero Léela, si fuiste tú quien me dejó. No te he podido mandar un recado porque estaba escribiendo.
– Eso te vas a contárselo a Beharry, ¿me oyes? Mira, que voy a llamar a papá, y ya verás lo que es bueno.
La sonrisa de aquella cara se hizo más traviesa, y el susurro más conspirador.
– Léela, he escrito un libro.
Léela se debatió entre creérselo y no creérselo.
– Es mentira.
Ganesh lo enseñó con un amplio ademán.
– Mira, el libro. Y mira mi nombre, y mi foto, y mira todas estas palabras que he escrito con mi mano. Están impresas, pero que te enteres que me sentaba a la mesa del salón y las escribía en papel normal con un lápiz normal.
– ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Has escrito el libro de verdad!
– ¡Cuidado! No lo toques con la mano llena de jabón.
– Voy corriendo a decírselo a papá. -Se dio la vuelta y entró. Ganesh la oyó decir-: Y se lo tenemos que contar a Soomintra. No le va a hacer pero que ninguna gracia.
A solas bajo la ventana, a la sombra del tamarindo, Ganesh se puso a tararear y se fijó brevemente en el patio trasero de la casa de Ramlogan, aunque en realidad no vio nada, ni el barril de cobre, herrumbroso y vacío, ni los toneles de agua llenos de larvas de mosquito.
– ¡Sahib! -Era la áspera voz de Ramlogan dentro de la casa-. ¡Sahib! Entra, hombre, sahib. ¿Por qué haces como si fueras un desconocido y te quedas ahí de pie? Entra, sahib, entra y siéntate como antes en la hamaca. Ah, sahib, es un verdadero honor. Estoy pero que muy orgulloso de ti.
Ganesh se sentó en la hamaca, que otra vez estaba hecha con un saco de azúcar. Los calendarios chinos habían desaparecido de las paredes, que parecían tan mohosas y mugrientas como antes.
Ramlogan pasó las manos, gruesas y peludas, por la cubierta, y sonrió hasta que las mejillas casi le cubrieron los ojos.