A continuación, los tres lloraron un ratito. Léela preparó la comida, comieron, y la Gran Eructadora volvió con sus penas. Mientras se preparaba para marcharse se puso a eructar y a frotarse los pechos, gimiendo:
– ¡Pero qué disgusto, Ganesh! Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. ¡Ay, Ganesh, qué disgusto!
Y se marchó, quejándose.
Dos semanas más tarde apareció con un paquete envuelto en algodón rojo salpicado de pasta de sándalo y se lo entregó a Ganesh con el debido ceremonial. Cuando Ganesh deshizo el paquete vio libros de diversos tamaños y diversos tipos. Todos eran manuscritos: unos en sánscrito, otros en hindi; unos en papel, otros en tiras de hojas de palmera. Las tiras de palmera parecían abanicos plegados.
Ganesh le advirtió a Léela:
– Ni se te ocurra tocar estos libros, chica. Si no, no sé qué te puede pasar.
Léela lo entendió y abrió los ojos de par en par.
Y más o menos al mismo tiempo, Ganesh descubrió a los hindúes de Hollywood. Los hindúes de Hollywood viven en Hollywood o en los alrededores. Son hombres santos, cultos, que dan frecuentes partes sobre el estado de su alma, cuyas complejidades y variaciones son infinitas y siempre dignas de mención. Ganesh se sentía un poco molesto.
– ¿Tú crees que yo podría hacer esto en Trinidad y no pasarme nada? -le preguntó a Beharry.
– Hombre, supongo que si realmente sabes hacerlo… Lo que tú les tienes es envidia.
– Oye, si me pongo a ello, puedo escribir un libro así todos los días.
– Ganesh, ya eres un hombre hecho y derecho. Ha llegado el momento de olvidarte de los demás y pensar en ti mismo.
De modo que intentó olvidarse de los hindúes de Hollywood y se dispuso a "prepararse", como él decía. Pronto se puso de manifiesto que el proceso le llevaría tiempo.
Léela empezó a quejarse otra vez.
– Mira, quien te vea no diría que hay guerra y que todo el mundo está sacando dinero. Han venido los americanos a Trinidad, y regalan el trabajo, con unos sueldos bien buenos.
– Estoy en contra de la guerra -replicó Ganesh.
Fue durante aquella época de preparación cuando mi madre me llevó a ver a Ganesh. Nunca supe cómo se había enterado de su existencia, pero mi madre era muy sociable y me imagino que habría conocido a la Gran Eructadora en una boda o un funeral. Y, como decía al principio, si hubiera sido más despierto, habría prestado más atención a las frases que Ganesh murmuraba en hindi mientras me aporreaba la pierna.
Al pensar en aquella visita que le hice a Ganesh cuando era un muchacho, lo único que me choca ahora es mi egoísmo. Nunca se me pasó por la cabeza que las personas que veía a mi alrededor tuvieran su propia vida, muy importante; que, por ejemplo, yo le resultara tan poco importante a Ganesh como me resultaba a mí curioso, y desconcertante. Pero cuando Ganesh publicó su autobiografía, Los años de culpa, la leí casi con la esperanza de encontrar algunas referencias a mi persona. Por supuesto, no había ninguna.
Ganesh dedica su buena tercera parte del libro a la época, relativamente corta, de su preparación, y quizá sea eso lo más valioso del texto. Un crítico anónimo de Letras, de Nicaragua, escribió lo siguiente: "Este capítulo no contiene mucho de lo que popularmente se considera autobiografía. Por el contrario, nos encontramos con una especie de relato de misterio espiritual, con una técnica que no hubiera deshonrado al creador de Sherlock Holmes. Se constatan todos los hechos, se despliegan con todo lujo de detalles las claves espirituales, pero el lector se mantiene en suspenso sobre el resultado hasta la última revelación, cuando salta a la vista que no podría ser otro que el que es."
Sin duda, Ganesh se inspiró en los hindúes de Hollywood, pero lo que dice no les debe nada a ellos. Cuando lo dijo Ganesh era algo bastante nuevo, pero el sendero que siguió ya está demasiado trillado a estas alturas, y no tiene mucho sentido revisarlo aquí.
La Gran Eructadora volvió. Parecía haberse recobrado de la deserción de Rey Jorge, y nada más ver a Ganesh le dijo:
– Quiero hablar contigo a solas, a ver cómo vas con los libros de tu tío. -Tras el examen dijo que se sentía satisfecha-. Sólo hay una cosa que siempre debes recordar. Es algo que decía tu tío. Si quieres curar a la gente, tienes que creerlos, y ellos tienen que saber que les crees. Pero lo primero, la gente tiene que saber quién eres.
– ¿Cómo? ¿Con una furgoneta con altavoces en San Fernando y Princes Town? -sugirió Ganesh.
– Quia, hombre, vaya a ser que lo confundan con las elecciones municipales. ¿Por qué no imprimes unas octavillas y que te las reparta Bissoon? Tiene mucha experiencia y no se las daría a cualquiera.
Leela dijo:
– No pienso dejar que ese hombre toque nada en esta casa. Es una ruina.
– Curioso -dijo Ganesh-. La última vez era una señal. Ahora es una ruina. No le hagas caso a Léela. Voy a ir a ver a Basdeo, a que imprima unas octavillas, y Bissoon las repartirá.
Basdeo estaba un poco más rollizo cuando Ganesh fue a verle por lo de los catálogos -así los llamaba, por consejo de Beharry-, y lo primero que le dijo a Ganesh fue lo siguiente:
– ¿Todavía quieres guardar el molde de tu primer libro? Ganesh no contestó.
– Tengo una sensación rara contigo -dijo Basdeo, rascándose debajo del cuello de la camisa-. Algo me dice que no lo debo desarmar, y ahí lo tengo. Sí. Contigo tengo una sensación rara. -Ganesh siguió sin decir palabra, y Basdeo se animó más-. Una noticia. Ya sabes cuántas invitaciones de boda imprimo y a mí nadie me invita a una boda. Y mira que yo hablo por los codos. Así que he pensado que me voy a invitar a una boda, o sea que me caso.
Ganesh le dio la enhorabuena y a continuación le explicó fríamente lo que deseaba para su catálogo ilustrado -la ilustración era su fotografía-, y cuando Basdeo leyó el original, donde se describían las aptitudes espirituales de Ganesh, movió la cabeza y dijo:
– Pero vamos a ver, ¿me puedes decir por qué está tan loca la gente en un sitio tan pequeño como Trinidad?
Y después de aquello, Bissoon se negó a hacerse cargo de los catálogos y soltó un largo discurso al respecto.
– No me puedo hacer cargo de ese tipo de cosas impresas. Yo soy vendedor, no repartidor. Y mira lo que te digo. Yo empecé de muy pequeño en este negocio, repartiendo programas de teatro. Después me fui a San Fernando, a vender calendarios. No es que tenga yo nada ni contra ti ni contra tu mujer, pero es que tengo que cuidar mi reputación. En esto del negocio del libro hay que andarse con cuidado.
Léela se disgustó más que Ganesh.
– ¿Ves lo que te digo? Ese hombre es una ruina. Menuda charla nos ha dado. Eso es lo que pasa con los indios de Trinidad: que enseguida se les sube a la cabeza.
La Gran Eructadora se lo tomó por el lado bueno.
– Bissoon no es lo que era. Ya no tiene tan buena mano, desde que se marchó su mujer. Se escapó con Jhagru, el barbero de Siparia, hace unos cinco o seis meses. ¡Y Jhagru es un hombre casado, con seis hijos! Bissoon se fue de la boca, diciendo que si iba a matar a Jhagru y que tal, pero no ha hecho nada. Se ha dado a la bebida, nada más. Ganesh, además tú eres un hombre moderno, con estudios, y creo que deberías hacer las cosas a la moderna: poner un anuncio en los periódicos, hijo.
– ¿Un cupón para rellenar? -preguntó Ganesh.
– Pues bueno, pero tienes que poner una foto tuya. La misma del libro.
– Lo mismo que digo yo desde el principio -dijo Léela-. Lo mejor es lo de anunciarse en los periódicos. Así que no hay necesidad de catálogos con eso.
Beharry y Ganesh se aplicaron con el original y al final les salió aquel anuncio, tan provocador: ¿QUIÉN ES ESE TAL GANESH?, que llegaría a ser famoso. Lo de "ese tal" fue idea de Beharry.
Y había algo más. A Ganesh no le hacía ninguna gracia que dijeran que era un simple pandit. Pensaba que era algo más y que tenía derecho a una palabra más importante. Así que, acordándose de los hindúes de Hollywood, clavó un anuncio en el mango: GANESH, místico.