– Queda bien -dijo Beharry, mirándolo de cerca y mordisqueándose los labios mientras se frotaba el vientre bajo la camiseta-. Queda muy bien, pero ¿crees que la gente se va a creer lo de que eres místico?
– Hombre, el anuncio en los periódicos…
– Eso fue hace dos semanas. A la gente ya se le habrá olvidado. Si quieres que la gente se fíe de ti, tienes que empezar con una campaña. Sí, para anunciarte.
– O sea, que no se lo van a creer. Pues vale, vamos a ver si se lo creen o no.
Instaló un cobertizo en el patio, lo cubrió con hojas de carat que tuvo que traerse de Debe y colocó varios expositores, en los que puso unos trescientos ejemplares de sus libros, incluyendo el de Preguntas y respuestas. Léela retiraba los libros por la mañana y volvía a colocarlos por la noche.
– ¡O sea, que no se lo creen! -decía Ganesh.
Después esperó la llegada de los clientes, como él los llamaba.
La mooma de Suruj le dijo a Léela:
– Qué lástima te tengo, Léela, hija. Ganesh se ha vuelto loco esta vez.
– Bueno, es que son los libros, y a ver por qué no va la gente a verlos. Los hay que van por ahí en coches enormes para presumir.
– Pues yo estoy muy contenta de que el poopa de Suruj no lea mucho, y de no haber pasado del tercer grado. Beharry movió la cabeza.
– Sí. Esto de la educación y la lectura es una cosa muy peligrosa. Es de lo primero que le dije yo a Ganesh.
Ganesh esperó un mes. No apareció ni un solo cliente.
– Otros veinte dólares que has tirado con eso de los anuncios -se lamentó Léela-. Y lo del cartel y los libros. Por tu culpa, soy el hazmerreír de Fuente Grove.
– Mira, chica, aquí estamos en el campo, y si la gente no ve las cosas, pues qué le vamos a hacer. Desde mi punto de vista personal, pienso que hay que poner otro anuncio en los periódicos. O sea, una campaña como es debido. Léela dijo entre sollozos:
– Que no hombre, que no. ¿Por qué no dejas eso y coges un trabajo? Fíjate, el primo de la mooma de Suruj, o yo qué sé, Sookram. El chico ha dejado lo de dentista y Sookram lo de sanador y se ha puesto a trabajar como Dios manda. La mooma de Suruj me ha contado que se saca más de treinta dólares a la semana con los americanos. Venga, aunque sólo sea por mí, ¿por qué no te decides a coger un trabajo como Dios manda?
– Es que tú consideras este asunto desde otro punto de vista. Vamos a ver. ¿Tu ciencia del pensamiento te dice que la guerra va a durar siempre? ¿Qué les pasará a Sookram y los demás sanadores cuando los americanos se marchen de Trinidad?
Léela siguió sollozando.
Ganesh esbozó una sonrisa forzada y se puso mimoso:
– Venga, Léela, vamos a poner otro anuncio en los periódicos, con mi fotografía y la tuya. Juntas. Marido y mujer. ¿Quién es el tal Ganesh? ¿Quién es la tal Léela?
Léela dejó de llorar y se le iluminó la cara unos momentos, pero después se echó a llorar otra vez, muy en serio.
– ¡Dios, Dios! Si los hombres hicieran caso a las mujeres, nunca pasaría nada en este mundo. Tiene razón Beharry. La mujer arrincona al hombre. Pues vale. Me dejas otra vez y vuelves con tu padre. A ver si te crees que me importa.
Se metió las manos en los bolsillos y se fue a ver a Beharry.
– ¿No ha habido suerte? -preguntó Beharry, mordisqueándose los labios.
– Qué manía tienes de preguntar idioteces. Pero no te creas que estoy preocupado. Lo que tiene que ser, será.
Beharry se metió una mano debajo de la camiseta. Como bien sabía Ganesh, era la señal de que iba a dar algún consejo.
– Creo que vas a cometer un error pero que muy grande si no escribes la segunda parte del libro. En eso es en lo que te equivocas.
– Mira, Beharry. Hace ya un montón de tiempo que me juzgas como un magistrado de mierda, y me dices en qué me equivoco. Pues ¿sabes una cosa? Que leo un montón de libros de psicología sobre gente como tú, y que lo que dicen esos libros sobre ti no es precisamente agradable, te lo aseguro.
– Si yo sólo me preocupo por ti -dijo Beharry, sacando la mano de debajo de la camiseta.
La mooma de Suruj entró en la tienda.
– Ah, Ganesh. ¿Qué tal?
– ¿Cómo que qué tal? -espetó Ganesh-. ¿Es que no se ve? Beharry dijo:
– Te tengo que proponer algo.
– Pues vale, te escucho. Pero no me hago responsable de lo que pase después de oírte.
– En realidad, es idea de la mooma de Suruj.
– Ya.
– Sí, Ganesh. El poopa de Suruj y yo hemos pensado mucho en ti últimamente. Creemos que no debes llevar pantalones y camisa.
– A un místico no le quedan bien -dijo Beharry.
– Tienes que ponerte dhoti y koortah, como es debido. Anoche, sin ir más lejos, lo hablé con Léela, que vino a comprar aceite. A ella también le parece buena idea.
El enfado de Ganesh empezó a esfumarse.
– Sí, es una idea. ¿Crees que me traerá suerte?
– Eso dice la mooma de Suruj.
A la mañana siguiente, Ganesh se envolvió las piernas en un dhoti y llamó a Léela para que le ayudara a ponerse el turbante.
– Es bonito -dijo Léela.
– Era de mi padre. Me siento raro con él.
– Algo me dice que te va a traer suerte.
– ¿De verdad lo crees? -exclamó Ganesh, y estuvo a punto de besarla.
Ella se apartó.
– Oye, cuidado con lo que haces.
Después Ganesh, una figura vestida de blanco, extraña y chocante, fue a la tienda.
– Pareces un auténtico maharajá -dijo la mooma de Suruj.
– Sí, te queda muy bien -dijo Beharry-. Me pregunto por qué no hay más indios que lleven esta ropa. La mooma de Suruj le advirtió:
– No empieces, ¿me oyes? Ya tienes las piernas lo bastante flacas y parecen ridiculas incluso con pantalones.
– Queda bien, ¿eh? -dijo Ganesh sonriendo. Beharry contestó:
– Nadie diría que fuiste al colegio cristiano de Puerto España. Vamos, si pareces un brahmán de primera.
– Bueno, tengo un presentimiento. Que mi suerte va a cambiar desde hoy mismo.
Dentro, un niño se puso a llorar.
– Pues mi suerte no cambia -dijo la mooma de Suruj-. Cuando no es el poopa de Suruj, son los niños. Mira mis manos, Ganesh. ¿Ves lo gastadas que están? Ya no dejan ni huellas.
Suruj entró en la tienda.
– La niña está llorando, mamá.
La mooma de Suruj se marchó y Beharry y Ganesh se enzarzaron en una discusión sobre la ropa en el transcurso del tiempo. Beharry estaba defendiendo una atrevida opinión, que la ropa no era necesaria en un sitio tan caluroso como Trinidad, cuando se interrumpió bruscamente y dijo:
– Escucha eso.
Por encima del susurro del viento entre las cañas de azúcar se oyó el traqueteo de un automóvil por la carretera llena de baches. Ganesh se puso nervioso.
– Es alguien que viene a verme.
Después se quedó muy tranquilo.
Ante la tienda se detuvo un Chevrolet verde claro de 1935. En el asiento de atrás había una mujer que intentaba hacerse oír por encima del ruido del motor. Ganesh dijo:
– Ve tú a hablar con ella, Beharry.
El motor se apagó antes de que Beharry bajara la escalera de la tienda. La mujer dijo:
– ¿Quién es ese tal Ganesh?
– Ese es el tal Ganesh -contestó Beharry. Y Ganesh estaba de pie, digno y sin sonreír, en el umbral de la tienda.