El director sudaba cuando volvió con Ganesh. Se enjugó la enorme cara con un pañuelo de color malva y dijo:
– Sí, como le iba diciendo, tiene usted suerte. La mayoría de las veces desperdician a un joven como usted en mitad del campo, en Cunaripo o cualquier sitio dejado de la mano de Dios. -Se echó a reír y Ganesh pensó que también debía reírse; pero en cuanto lo hizo el director se puso serio y dijo-: Señor Ramsumair, no sé qué ideas tiene usted sobre la educación de los jóvenes, pero quiero que sepa desde el principio, incluso antes de empezar, que el objetivo de este colegio es formar, no informar. Todo está organizado. -Señaló un horario enmarcado, en tinta de tres colores, colgado junto al retrato del rey Jorge V-. Lo hizo Miller, a quien usted va a sustituir. Está enfermo.
– Pues parece muy bueno, y siento que Miller esté enfermo -dijo Ganesh.
El director se arrellanó en la silla y dio un golpe con una regla en el papel secante de color verde que tenía ante él.
– ¿Cuál es el objetivo de este colegio? -preguntó de repente.
– Formar… -empezó a decir Ganesh.
– No… -continuó el director, como animándole.
– Informar.
– Señor Ramsumair, es usted muy despierto. Me cae muy bien. Nos vamos a llevar estupendamente, usted y yo.
A Ganesh le dieron la clase de Miller, la de apoyo. Era una especie de zona de descanso para los retrasados mentales. Los chicos permanecían en ella, desinformados, años y años, y algunos ni siquiera querían abandonarla. Ganesh probó con todo lo que le habían enseñado en la Escuela de Formación, pero los chicos no respondían bien.
– No les puedo enseñar nada -se quejó al director-. Les enseñas esta semana el teorema número uno y a la semana siguiente se les ha olvidado.
– Mire, señor Ramsumair. Me cae usted bien, pero tengo que ser firme. A ver, rápido: ¿cuál es el objetivo de este colegio?
– Formar, no informar.
Ganesh dejó de intentar enseñar a los chicos, y se conformó con consignar la mejora semanal en el cuaderno de notas. Según ese cuaderno, los alumnos de la clase de apoyo avanzaban desde el teorema número uno al número dos en sucesivas semanas, y después llegaban, sin dificultad, al teorema número tres.
Al tener mucho tiempo libre, Ganesh podía observar a Leep, el de la clase de al lado. Leep había estado en la Escuela de Formación con él, y seguía entusiasmado. Casi siempre estaba junto a la pizarra, escribiendo, borrando, informando sin cesar, salvo cuando -y no era poco frecuente- daba de azotes a un chico y desaparecía tras el panel de celotex que separaba su clase de la de Ganesh.
El viernes anterior al regreso de Miller (que se había fracturado la pelvis), el director llamó a Ganesh y le dijo:
– Leep está enfermo.
– ¿Qué le pasa?
– Nada, ha dicho que está enfermo y que no puede venir el lunes.
Ganesh se inclinó hacia delante.
– Bueno, no estoy seguro -dijo el director-. No estoy nada seguro, pero yo lo veo así. Si dejas a los chicos en paz, ellos te dejan en paz. Son buenos chicos, pero los padres… ¡Dios mío! Así que cuando vuelva Miller, tendrá que encargarse de la clase de Leep.
Ganesh accedió; pero sólo estuvo en la clase de Leep una mañana.
Cuando volvió al colegio, Miller se enfadó terriblemente con Ganesh, y durante el recreo del lunes por la mañana fue a quejarse al director. Llamaron a Ganesh.
– Dejo una clase buena, estupenda -dijo Miller-. Los chicos iban bien. Y, cuando vuelvo, después de una semana -bueno, dos o tres meses-, ¿con qué me encuentro? Pues resulta que los chicos no han aprendido nada nuevo y que hasta se han olvidado de las cosas que tardé un montón de tiempo en enseñarles. Esto de dar clase es un arte, pero hay mucha gente que se cree que puede dejar de cortar caña de azúcar y ponerse a dar clase en Puerto España.
Enfadado por primera vez en su vida, Ganesh dijo:
– ¡Te vayas a la mierda, hombre!
Y dejó el colegio para siempre.
Fue a dar un largo paseo por los muelles. Eran las primeras horas de la tarde y las gaviotas graznaban entre los mástiles de las balandras y las goletas. Vio los transatlánticos anclados a lo lejos. Dejó que le asaltase la idea de viajar y la dejó escapar con igual facilidad. Pasó el resto de la tarde en el cine, pero eso fue un auténtico martirio. Le molestaron especialmente los créditos. Pensó: "Toda esa gente con su nombre en letra bien grande en la pantalla se gana las lentejas. Incluso los de la letra pequeña. No como yo."
Necesitaba todo el consuelo que podía ofrecerle la señora Cooper cuando volvió a Dundonald Street.
– No soporto esas groserías -le dijo.
– Eres un poco como tu padre, a ver si me entiendes. Pero no te preocupes, muchacho. Yo noto tu halo. Es como una central eléctrica, ¿sabes? Pero has hecho mal dejando un trabajo tan bueno. No es que te mataras a trabajar precisamente.
Durante la cena, la señora Cooper dijo:
– No puedes ir a pedirle nada al director otra vez.
– No -se apresuró a replicar Ganesh.
– He estado yo pensando. Resulta que un primo mío trabaja en lo de los carnés de conducir. Creo que podría encontrarte un trabajo allí. ¿Sabes conducir?
– Ni un carro, señora Cooper.
– Da igual. El te puede sacar un carné y no tendrías que conducir mucho. Tienes que examinar a otros conductores, y si haces lo que mi primo, te puedes sacar un montón de dinero con cualquier bobo que quiera un carné y que tenga dinero. -Se quedó pensando un rato y añadió-: Ah, y conozco a un hombre que trabaja en lo de telégrafos. Pero anda, que no sé dónde tengo la cabeza últimamente. Te ha llegado un telegrama, esta tarde.
La señora Cooper fue al aparador y sacó un sobre de debajo de un jarrón lleno de flores artificiales.
Ganesh leyó el telegrama y se lo dio.
– ¿Quién es el imbécil que ha mandado esto? -dijo la señora Cooper-. Vamos, es que te puedes morir de un ataque al corazón.
Malas noticias ven a casa ahora mismo. ¿Quién es este tal Ramlogan, el que firma?
– Ni idea -contestó Ganesh.
– ¿Qué piensas que puede ser?
– Pues, ya sabe…
– Fíjate, qué curioso -interrumpió la señora Cooper-: Anoche, sin ir más lejos, soñé que alguien se moría. Sí, muy curioso.
3 Leela
Aunque eran casi las once y media cuando el taxi llegó aquella noche a Fourways, la aldea estaba llena de vida y Ganesh sabía que la señora Cooper tenía razón. Alguien había muerto. Notó la agitación y reconoció todas las señales. Había luces en la mayoría de las casas y las barracas, mucho movimiento en la carretera, y sus oídos percibieron el leve murmullo, como de un tumulto lejano. No tardó mucho en comprender que era su padre quien había muerto. Parecía que Fourways estuviera esperando el taxi, y en el momento mismo que vieron a Ganesh en el asiento de atrás empezaron los lamentos.
La casa era un caos. Apenas había abierto la puerta del taxi cuando se precipitaron hacia él docenas de personas que no conocía tendiéndole los brazos, dando voces, y le llevaron, casi en volandas, hasta la casa, que también estaba llena de dolientes a quienes no conocía o no recordaba.
Oyó al taxista, que decía una y otra vez: "Ya me imaginaba yo lo que pasaba, hace rato. Venimos apretando el acelerador desde Puerto España, conduciendo como locos en la oscuridad. Y el chico está tan destrozado que no puede ni llorar."
Un hombre gordo abrazó sollozando a Ganesh y dijo:
– ¿Recibiste mi telegrama? El primero que mando. Soy Ramlogan. Tú no me conoces, pero yo conocía a tu padre. Ayer sin ir más lejos… -Ramlogan se derrumbó y se echó a llorar otra vez-, ayer sin ir más lejos le decía: "Baba" (yo siempre le llamaba así), "baba", le digo, "ven dentro a comer algo". Es que he cogido la tienda de Dookhie. Sí, Dookhie murió hace casi siete meses y yo pues he cogido la tienda.