Ramlogan tenía los ojos empequeñecidos y rojos por el llanto.
– "Baba", le digo, "ven dentro a comer algo." ¿Y sabes lo que me dijo?
Una mujer abrazó a Ganesh y preguntó:
– ¿Qué?
– ¿Que qué dijo? ¿Queréis saber lo que me dijo? -Ramlogan abrazó a la mujer-. Pues dijo: "No, Ramlogan. ¡Hoy no quiero comer!"
Apenas pudo terminar la frase.
La mujer dejó a Ganesh y se llevó las manos a la cabeza. Chilló, un par de veces, y después gimió:
– "No, Ramlogan. ¡Hoy no quiero comer!"
Ramlogan se enjugó los ojos con un dedo grueso, velludo.
– Y hoy -sollozó, tendiendo ambas manos hacia el dormitorio-, hoy ya no puede comer.
La mujer volvió a emitir unos chillidos.
– ¡Hoy ya no puede comer!
Tan angustiada estaba que se arrancó el velo y Ganesh reconoció a una tía suya. Le puso una mano en el hombro.
– ¿Crees que podría ver a papá? -preguntó.
– Ve a papá, antes de que se vaya para siempre -dijo Ramlogan, mientras las lágrimas le corrían por las gruesas mejillas, hasta la barbilla sin afeitar-. Ya hemos lavado el cuerpo y lo hemos vestido y todo.
– No entrar conmigo -dijo Ganesh-. Quiero estar solo.
Cuando cerró la puerta, los lamentos sonaron lejanos. Habían colocado el ataúd sobre una mesa en el centro de la habitación, y no veía el cadáver desde donde estaba. A la izquierda había una lamparita de aceite con la llama baja que proyectaba sombras monstruosas en las paredes y el techo de hierro galvanizado. Al aproximarse a la mesa sus pisadas resonaron en los tablones del suelo y la lámpara parpadeó. El bigote del anciano estaba aún hirsuto, desafiante, pero se le había desmoronado la cara, que parecía débil y cansada. El aire estaba fresco alrededor de la mesa, y Ganesh vio que era por el revestimiento de hielo que rodeaba el ataúd. Era la habitación de los muertos, extraña por el olor a bolas de alcanfor, y no había nada vivo salvo Ganesh y la llama de la lamparilla, achaparrada y amarilla, y ambos guardaban silencio. Sólo, de vez en cuando, el plof del hielo al derretirse y caer en las cuatro cacerolas al pie de la mesa rompía el silencio.
No sabía qué pensar ni qué sentir, pero no quería llorar, y abandonó la habitación. Estaban esperando a que saliera, y le rodearon inmediatamente. Oyó decir a Ramlogan: "Venga, venga, dejar al chico en paz. Es su padre quien ha muerto. Su único padre." Y se reanudaron los gemidos.
Nadie le preguntó nada sobre la cremación. Todo parecía estar ya solucionado, y Ganesh se alegró de que así fuera. Dejó que Ramlogan le sacara de la casa, llena de sollozos, chillidos y lamentos, lámparas de gas, de petróleo, lamparillas, luces brillantes por todas partes salvo en el pequeño dormitorio.
– Aquí no se cocina esta noche -dijo Ramlogan-. Te vienes a cenar a la tienda.
Ganesh no durmió aquella noche, y todo lo que hizo le pareció irreal. Más adelante, recordó la solicitud de Ramlogan… y de su hija; recordó haber vuelto a la casa donde no se podía encender fuego, recordó los tristes cánticos de las mujeres, que prolongaron la noche; después, a primeras horas de la mañana, los preparativos para la cremación. Tenía muchas cosas que hacer, y las hizo sin pensar ni preguntar, todo lo que le pidieron el pandit, su tía y Ramlogan. Recordaba haber andado alrededor del cadáver de su padre, recordaba haber puesto las últimas marcas de casta en la frente del anciano y haber hecho muchas cosas más, hasta que le dio la impresión de que el ritual sustituía a la pena.
Cuando acabó todo -su padre ya incinerado, las cenizas esparcidas- y se marcharon todos, incluida su tía, Ramlogan dijo:
– Bueno, Ganesh. Ya eres un hombre.
Ganesh reflexionó sobre su situación. En primer lugar, pensó en el dinero. Le debía a la señora Cooper once dólares por dos semanas de pensión, y descubrió que sólo tenía dieciséis dólares y treinta y siete centavos. Tenía que recoger unos veinte del colegio, pero había decidido no pedirlos y devolverlos si se los enviaban. En su momento, no se paró a pensar quién había pagado la cremación; hasta más adelante, justo antes de casarse, no se enteró de que la había pagado su tía. El dinero no era un problema inminente, ahora que tenía los derechos del petróleo -casi sesenta dólares al mes- que le hacían prácticamente rico en un sitio como aquel. Pero los derechos podían agotarse en cualquier momento, y aunque tenía veintiún años y estudios, carecía de medios para ganarse la vida.
Había algo que le dio esperanzas. Como escribiría más adelante en Los años de culpa: "En una conversación con Shri Ramlogan me enteré de un hecho curioso. Mi padre había muerto aquel lunes por la mañana entre las diez y cinco y las diez y cuarto, en definitiva, más o menos cuando yo discutía con Miller y estaba decidiendo dejar el trabajo de maestro. Me sorprendió mucho la coincidencia, y fue la primera vez que empecé a tener la sensación de que me esperaba algo grande. Porque sin duda fue una singular conjunción de acontecimientos lo que me empujó a abandonar el vacío de la vida urbana y regresar a la paz y la tranquilidad del campo, tan estimulantes."
A Ganesh le alegró marcharse de Puerto España. Había pasado cinco años allí, pero nunca se había acostumbrado a la ciudad ni se había sentido parte de ella. Era demasiado grande, demasiado ruidosa, demasiado ajena. Mejor vivir en Fourways, donde le conocían y le respetaban, con el doble atractivo de una educación y un padre muerto recientemente. Le llamaban sahib, y algunos padres alentaban a sus hijos a llamarle "profesor Ganesh", pero eso le traía malos recuerdos y les obligó a dejar de hacerlo.
– No está bien que me llamen así -decía, y añadía crípticamente-: Creo que enseñaba lo que no debía a las personas que no debía.
Se dedicó a gandulear durante dos meses. No sabía ni qué quería ni qué podía hacer, y empezó a dudar sobre el valor de hacer nada. Comía en casa de sus conocidos, y se limitaba a haraganear durante el resto del día. Se compró una bicicleta de segunda mano y daba largos paseos por los accidentados senderos cercanos a Fourways.
La gente decía: "Está pensando mucho ese chico, Ganesh. Tiene muchas preocupaciones, pero se pasa el día venga a pensar."
A Ganesh le habría gustado que sus pensamientos fueran profundos, y le molestaba que fueran simplezas, trivialidades pasajeras. Empezó a sentirse un poco extraño y temió estar volviéndose loco. Conocía a las gentes de Fourways, y ellos le conocían a él y les caía bien, pero a veces se sentía aislado.
Pero no podía librarse de Ramlogan. Ramlogan tenía una hija de dieciséis años a la que quería casar, y quería casarla con Ganesh. Era un secreto a voces en la aldea. Ganesh recibía regalitos de Ramlogan constantemente -un aguacate especial, una lata de salmón canadiense o mantequilla australiana-, y siempre que pasaba por delante de la tienda, Ramlogan le llamaba.
– ¡Eh, sahib! ¿Qué es eso de pasar por aquí sin decir ni mu? Se van a pensar que estamos peleados.
Ganesh no tenía valor para rechazar las invitaciones de Ramlogan, aunque sabía que cada vez que mirase la puerta que daba a la trastienda vería a la hija de Ramlogan husmeando tras las mugrientas cortinas de encaje. La vio la noche de la muerte de su padre, pero no le prestó demasiada atención. Después, empezó a darse cuenta de que la chica tras las cortinas era alta; a veces, cuando se acercaba demasiado, le veía los ojos, llenos de malicia, sencillez y respeto, todo al mismo tiempo.
Ganesh no relacionaba a la chica con su padre. Era delgada y de piel blanca; Ramlogan gordo y casi negro. Al parecer, Ramlogan sólo tenía una camisa, una especie de trapo sucio de rayas azules que llevaba sin cuello, abierta hasta el peludo pecho, justo donde empezaba a abultarse su redonda tripa. Formaba una unidad con la tienda. A Ganesh le daba la impresión de que por la mañana alguien pasaba un trapo grasiento por todo: la balanza, Ramlogan, todo.