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– No está sucio -decía Ramlogan-. Parece que está sucio. Te sientes, sahib. Te sientes. No tienes que sacudir el polvo ni nada. Te sientes ahí, en el banco contra la pared, y vamos a charlar un rato. Yo no soy hombre de estudios, pero me gusta escuchar a la gente que sí los tiene.

Sentándose de mala gana, Ganesh no respondía de inmediato.

– No hay nada como una buena charla -empezaba a decir Ramlogan, levantándose del taburete para quitar el polvo del mostrador con sus gruesas manos-. Me gusta escuchar a la gente educada y con ideas.

Al tropezarse de nuevo con el silencio, Ramlogan volvía a encaramarse al taburete y hablaba sobre la muerte.

– Sahib, tu padre era un buen hombre. -Su voz estaba cargada de aflicción-. Pero le hicimos un buen funeral. El primer funeral al que asisto en Fourways, a ver si me entiendes, sahib. En mi época vi bien de funerales, pero digo, y bien alto que lo puedo decir, que como el de tu padre no he visto otro igual. Fíjate, hasta Léela -ya sabes, mi hija, la segunda-, hasta Léela dice que es el mejor funeral que ha visto. Dice que contó hasta más de quinientas personas de toda Trinidad en el funeral, y que había muchos coches siguiendo al cadáver. La gente le tenía cariño a tu padre, sahib.

Después guardaban silencio, Ramlogan por respeto hacia el difunto, Ganesh porque no sabía qué debía decir, y así acababa la conversación.

– Me gustan estas charletas que tenemos, sahib -decía Ramlogan mientras acompañaba a Ganesh hasta la puerta-. Yo no tengo estudios, pero me gusta escuchar a las personas que sí tienen, con sus ideas. Bueno, sahib, ¿por qué no te vuelves a pasar por aquí algún día? ¿Mañana, por ejemplo?

Más adelante, Ramlogan solucionaba el problema de la conversación fingiendo que no sabía leer para que Ganesh le leyera los periódicos, y prestaba atención, con los codos sobre el mostrador, las manos en el grasiento pelo, los ojos desbordados de lágrimas.

– Esto de leer es una cosa estupenda, estupenda, sahib -dijo Ramlogan en una ocasión-. Fíjate. Tú coges este periódico que para mí es una hoja sucia llena de garabatos negros -soltó una risita, burlándose de sí mismo-, lo coges y ¡anda!, en menos que canta un gallo te oigo leyéndolo y enterándote de lo que dice. Una cosa estupenda de verdad, sahib.

Otro día dijo:

– Lees divinamente, sahib. Es que podría escucharte con los ojos cerrados. ¿Sabes lo que me dijo Léela anoche, cuando cerré la tienda? Me dice: "¿Quién es el hombre que hablaba esta mañana en la tienda, papá? Es que parece como lo de la radio que oigo de San Fernando." Yo le digo, digo: "Niña, que lo que estabas oyendo no era la radio. Era Ganesh Ramsumair. El pandit Ganesh Ramsumair", eso le dije.

– Vamos, no me tomes el pelo.

– Ah, sahib. ¿Por qué iba yo a tomarte el pelo? ¿Viene Léela y se lo preguntas directamente a ella?

Ganesh oyó una risita tras las cortinas de encaje. Miró al suelo, lleno de paquetes de cigarrillos vacíos y bolsas de papeclass="underline"

– Quia, quia. Deja en paz a la chica.

Una semana más tarde, Ramlogan le dijo a Ganesh:

– Léela tiene algo en el pie, sahib. Digo yo que si no te importaría echarle un vistazo.

– Pero hombre, si yo no soy médico. No sé nada sobre pies. Ramlogan se echó a reír y le faltó poco para darle palmaditas en la espalda a Ganesh.

– Pero hombre, ¿cómo puedes decir una cosa así, sahib? ¿No eres tú el que ha estado venga a aprender en el colegio de la ciudad? Y además, no te creas que me olvido yo de que tu padre era el mejor sanador que hemos tenido.

El anciano señor Ramsumair tuvo tal fama durante años hasta que, por mala suerte, le dio masaje a una jovencita y la mató. El médico de Princes Town diagnosticó apendicitis, y el señor Ramsumair tuvo que gastarse mucho dinero para no meterse en líos. A partir de entonces no volvió a ejercer de sanador.

– No fue culpa suya -dijo Ramlogan, llevando a Ganesh detrás del mostrador, hacia la puerta encortinada-. De todos modos, era el mejor sanador que hemos tenido, y yo me siento pero que muy orgulloso de conocer a su único hijo.

Léela estaba sentada en una hamaca hecha con un saco de azúcar. Llevaba un vestido limpio de algodón, y su pelo, largo y negro, parecía lavado y peinado.

– ¿Por qué no le echas un vistazo al pie de Léela, sahib? Ganesh miró el pie de Léela, y pasó algo curioso. "Me dio la impresión de que, apenas tocarlo, se puso bien", escribió. Ramlogan no pudo ocultar su admiración.

– Lo que yo te decía, sahib. De tal palo, tal astilla. Sólo las personas especiales pueden hacer una cosa así. No sé por qué no te dedicas a sanador.

Ganesh recordó la extraña sensación de estar aislado de la gente de la aldea, y pensó que Ramlogan tenía algo de razón.

No sabía qué pensaba Léela, porque en cuanto le hubo curado el pie soltó una risita y echó a correr.

A partir de entonces Ganesh empezó a ir más a gusto a casa de Ramlogan, y en cada visita observaba mejoras en la tienda. La más espectacular fue la aparición de una vitrina. Le habían concedido lugar de preferencia en medio del mostrador; estaba tan brillante y tan limpia que no pegaba allí.

– En realidad, es idea de Léela -dijo Ramlogan-. Protege las pastas de las moscas y es más moderna.

Las moscas se congregaban dentro de la vitrina. Uno de los cristales acabó por romperse y lo arreglaron con papel de estraza. Entonces, la vitrina sí pegaba en la tienda.

Ramlogan dijo:

– Yo hago lo que puedo para que Fourways sea un pueblo moderno, como ves, pero es difícil, ¿sabes, sahib?

Ganesh siguió dando paseos en bicicleta, con los pensamientos perdidos entre su persona, su futuro y la vida misma; y fue durante una de aquellas excursiones de mediodía cuando conoció al hombre que ejercería una influencia decisiva en su vida.

El primer encuentro no fue agradable. Tuvo lugar en la polvorienta carretera que empieza en Princes Town y se retuerce como una serpiente negra entre el verdor de las plantaciones de caña de azúcar hasta Debe. No esperaba ver a nadie en la carretera a aquellas horas muertas del día, cuando el sol caía casi de plano y el viento dejaba de susurrar entre las cañas. Había cruzado el paso a nivel y bajaba la cuesta a rueda libre, justo antes de la pequeña aldea de Parrot Trace, cuando un hombre se puso en medio de la carretera, al final de la cuesta, y le hizo señas para que se parase. Era alto y parecía raro, incluso para Parrot Place. Iba cubierto, en algunas partes del cuerpo, con una túnica amarilla de algodón, como un monje budista, y llevaba un bordón y un hatillo.

– ¡Hermano! -gritó aquel hombre en hindi. Ganesh se detuvo porque no podía hacer otra cosa, y como se asustó, respondió con grosería.

– Pero ¿tú quién eres, eh?

– Soy indio -contestó aquel hombre en inglés, con un acento que Ganesh no había oído nunca. Su cara, delgada y alargada, era más pálida que la de los indios y tenía mala dentadura.

– Mentira -dijo Ganesh-. Vete. Me dejes en paz. El hombre distendió el rostro con una sonrisa.

– Soy indio. De Cachemira. Y además, hindú.

– Pues entonces, ¿por qué llevas eso amarillo?

El hombre jugueteó un poco con el bordón y se miró la túnica.

– ¿Quieres decir que no está bien llevar esto?

– A lo mejor en Cachemira sí. Aquí no.

– Pero los dibujos… son así. Me gustaría muchísimo hablar contigo -añadió, con repentino entusiasmo.

– Vale, vale -dijo Ganesh en tono conciliador, y antes de que el hombre pudiera añadir nada más, ya estaba subido al sillín, pedaleando.