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Cuando Ramlogan se enteró de lo de aquel encuentro, dijo:

– Era el señor Stewart.

– A mí me pareció loco de atar. Con unos ojos raros, de gato, que me asustaron, y tendrías que haber visto cómo le corría el sudor por la cara, toda roja. Como si no estuviera acostumbrado al calor.

– Yo le conocí en Penal -dijo Ramlogan-. Justo antes de mudarme aquí. Hace ocho o nueve meses. Todo el mundo dice que está loco.

Ganesh se enteró de que el señor Stewart había aparecido hacía poco en el sur de Trinidad vestido de mendigo hindú. Aseguraba ser de Cachemira. Nadie sabía de dónde era ni cómo vivía, pero en general pensaban que era inglés, millonario, y que estaba un poco loco.

– ¿Sabes, sahib? Es un poquito como tú. Piensa mucho. Pero, lo que yo digo, cuando tienes tanto dinero, bien que puedes permitirte el lujo de pensar mucho. Sahib, me da vergüenza de mi gente porque roban a ese hombre sólo porque tiene mucho dinero y lo regala. Llega a una aldea, regala el dinero, se va a otra, y lo mismo.

La siguiente vez que Ganesh le vio, en la aldea de Swampland, el señor Stewart estaba en apuros: le hostigaban unos chiquillos que intentaban quitarle la túnica amarilla. El señor Stewart no se resistía ni protestaba. Sólo miraba a su alrededor, aturdido. Ganesh se bajó de la bicicleta rápidamente y cogió un puñado de grava de un montón que había dejado Obras Públicas en el arcén y evidentemente había dado por perdido.

– ¡No les haga nada! -gritó el señor Stewart, mientras Ganesh perseguía a los chicos-. Sólo son niños. Deje esas piedras.

Los chicos huyeron en desbandada, y Ganesh se acercó al señor Stewart.

– ¿Está bien?

– Un poco de polvo en la ropa -admitió el señor Stewart-, pero por lo demás, perfectamente. -Se animó-. Sabía que volvería a verle. ¿Recuerda nuestro primer encuentro?

– Lo siento de verdad.

– No, si lo entiendo. Pero tenemos que hablar dentro de poco. Tengo la sensación de que puedo hablar con usted. No, no lo niegue. Noto las vibraciones.

Ganesh sonrió ante el cumplido y acabó por aceptar una invitación a tomar el té. Lo hizo por pura cortesía y no tenía intención de ir, pero cambió de idea tras una conversación con Ramlogan.

– Está muy solo, sahib -dijo Ramlogan-. Aquí no hay nadie a quien realmente le caiga bien, y puedes creerme, pienso que no está tan loco como dice la gente. Yo que tú, iría. Vas a llevarte bien con él, viendo que los dos sois personas con estudios.

Así que Ganesh fue a la choza con techo de paja a las afueras de Parrot Trace donde vivía por entonces el señor Stewart. Desde fuera parecía igual que cualquier otra barraca, con sus paredes de barro, pero dentro todo era orden y sencillez. Había una cama pequeña, una mesa pequeña y una silla pequeña.

– No se necesita nada más -dijo el señor Stewart. Ganesh estaba a punto de sentarse en la silla, sin que se lo pidieran, cuando el señor Stewart dijo:

– ¡No! En esa no. -Cogió la silla y se la enseñó-. La he hecho yo, pero me temo que es un poco inestable. Ya sabe, materiales de aquí.

A Ganesh le despertó más curiosidad la ropa del señor Stewart.

Iba vestido de forma convencional, con pantalones de color caqui y camisa blanca, y no se veía ni rastro de la túnica amarilla.

El señor Stewart adivinó el porqué de la curiosidad de Ganesh.

– No importa lo que te pongas. He llegado a la conclusión de que no tiene importancia espiritualmente.

El señor Stewart le enseñó a Ganesh unas estatuillas de arcilla de dioses y diosas hindúes que él había hecho, y Ganesh se quedó sorprendido, no por la calidad de la factura, sino porque las hubiera hecho el señor Stewart.

El señor Stewart señaló una acuarela en la pared.

– Llevo años trabajando en ese cuadro. Una o dos veces al año se me ocurre alguna idea y tengo que volver a pintarlo desde el principio.

La acuarela, en azules, amarillos y marrones, representaba una serie de manos marrones extendidas hacia una luz amarilla en el extremo superior izquierdo.

– Esto, me parece a mí, es bastante interesante. -Ganesh siguió con la mirada el dedo del señor Stewart y vio una mano azul encogida, alejándose de la luz amarilla-. Algunos ven la Iluminación -explicó el señor Stewart-. Pero a veces se queman y se apartan.

– ¿Por qué todas las manos marrones?

– Manos hindúes. Los únicos que hoy en día buscan lo indefinido. Parece usted preocupado.

– Sí, estoy preocupado.

– ¿Por la vida?

– Eso creo -respondió Ganesh-. Sí, creo que estoy preocupado por la vida.

– ¿Dudas? -tanteó el señor Stewart.

Ganesh se limitó a sonreír, porque no sabía a qué se refería.

El señor Stewart se sentó en la cama, a su lado, y dijo:

– ¿A qué se dedica usted? Ganesh se echó a reír.

– A nada en absoluto. Supongo que a pensar mucho.

– ¿Meditación?

– Sí, meditación.

El señor Stewart se levantó de un salto y se apretó las manos ante la acuarela.

– ¡Típico! -exclamó, y cerró los ojos, como extasiado-. ¡Típico! -Después abrió los ojos y dijo-: Pero bueno, el té…

Se había tomado muchas molestias para preparar la merienda. Había emparedados de tres clases, galletas y pastas. Y aunque a Ganesh empezaba a caerle bien el señor Stewart, se le rebelaron todos sus instintos de hindú y sintió asco al probar un emparedado frío de huevo y berros.

El señor Stewart lo comprendió.

– No importa -dijo-. Además, hace demasiado calor.

– No, si me gusta. Lo que pasa es que tengo más sed que hambre. Hablaron y hablaron. El señor Stewart estaba ansioso por saber cuáles eran los problemas de Ganesh.

– No crea que pierde el tiempo meditando -dijo-. Yo sé qué le preocupa, y pienso que algún día encontrará la respuesta. Un día, incluso podrá ponerlo por escrito, en un libro. Si no me diera tanto miedo comprometerme, a lo mejor yo también habría escrito un libro. Pero tiene que encontrar su ritmo espiritual antes de empezar a hacer nada. Tiene que dejar de preocuparse por la vida.

– De acuerdo -replicó Ganesh.

El señor Stewart hablaba como si llevara años ahorrando conversaciones. Le contó a Ganesh toda su vida, sus experiencias en la primera guerra mundial, sus decepciones, el rechazo del cristianismo. Ganesh quedó fascinado. Aparte de empeñarse en ser hindú de Cachemira, el señor Stewart estaba tan cuerdo como cualquier profesor del Queen's Royal College, y a medida que fue avanzando la tarde, sus ojos azules dejaron de darle miedo y le parecieron tristes.

– Entonces, ¿por qué no se va a la India? -preguntó Ganesh.

– La política. No quiero comprometerme con eso. No sabe cómo me tranquilizo aquí. Quizá un día vaya usted a Londres -espero que no-, y entonces comprobará el asco que da ver desde un taxi las caras crueles, de imbéciles, de las multitudes en las calles. Allí no puedes evitar comprometerte. Aquí no hace falta.

La noche tropical cayó de repente y el señor Stewart encendió una lámpara de petróleo. La choza parecía muy pequeña y muy triste, y Ganesh lamentó tener que irse y dejar al señor Stewart con su soledad.

– Debe poner sus pensamientos por escrito -dijo el señor Stewart-. Podrían ayudar a otras personas. Siempre había pensado que conocería a alguien como usted, ¿sabe?

Antes de que Ganesh se marchara, el señor Stewart le regaló veinte números de la Revista de la ciencia del pensamiento.

– Me han servido de gran consuelo -dijo-. Y a usted quizá le resulten útiles.

Sorprendido, Ganesh dijo:

– Pero no es una revista india, señor Stewart. Aquí dice impresa en Inglaterra.

– Sí, en Inglaterra -replicó el señor Stewart con tristeza-. Pero en una de las zonas más bonitas. En Chichester, Sussex.