Así acabó la conversación, y Ganesh no volvió a saber nada del señor Stewart. Unas tres semanas más tarde, cuando pasó por la choza, la encontró ocupada por un joven jornalero y su mujer. Se enteró de lo que le había pasado al señor Stewart muchos años después. Al cabo de unos seis meses de su conversación, regresó a Inglaterra y se alistó en el ejército. Murió en Italia.
Ese era el hombre cuyo recuerdo tan generosamente honraba Ganesh en la dedicatoria de su autobiografía:
PARA LORD STEWART DE CHICHESTER
Amigo y consejero durante muchos años
Ganesh no sólo iba con frecuencia a ver a Ramlogan, sino que además comía allí todos los días, y cuando aparecía, Ramlogan no consentía que se quedara en la tienda, sino que le invitaba inmediatamente a pasar a la trastienda. Entonces, Léela se retiraba al dormitorio o a la cocina.
E incluso la trastienda empezó a experimentar mejoras. En la mesa apareció un hule; los tabiques, sin pintar y llenos de moho, se alegraron con enormes calendarios chinos; una hamaca hecha con un saco de harina sustituyó a la del saco de azúcar. Un día apareció un jarrón sobre el hule de la mesa, y al cabo de menos de una semana, en el jarrón florecían rosas de papel. También a Ganesh se le trataba con más honores. Al principio, le daban de comer en platos de esmalte. Después, en platos de loza. No conocían mayor honor.
Incluso la mesa le ofreció otra sorpresa. Un día, vio sobre ella una serie de folletos, "El arte de vender".
Ramlogan dijo:
– Seguro que echarás en falta todos los libros grandes y las cosas que tenías en Puerto España, ¿eh, sahib? Ganesh dijo que no. Ramlogan intentó hablar en tono despreocupado.
– Yo tengo unos cuantos libros. Léela los ha puesto en la mesa.
– Parecen bonitos.
– La educación es una cosa muy buena, sahib. Verás, a mí no se molestaron en llevarme al colegio. Cuando tenía cinco años me pusieron a cortar hierba. Pero mira a Léela y la hermana. Las dos saben leer y escribir, sahib. Aunque a Soomintra no sé qué le pasa desde que se casó con ese idiota de San Fernando.
Ganesh pasó unas cuantas páginas de uno de los folletos.
– Sí, parecen unos libros buenos de verdad.
– En realidad, los compré para Léela, sahib. Me dije, digo, si la chica sabe leer, habrá que darle algo de leer. ¿No te parece, sahib?
– No es verdad, papá.
Era una voz de chica, y al mirar, vieron a Léela en la puerta de la cocina.
Ramlogan se volvió rápidamente hacia Ganesh.
– Ella es así, sahib. No le gusta que presuman de ella. Es vergonzosa. Y si hay algo que no soporta son las mentiras. La estaba poniendo a prueba, para demostrártelo.
Sin mirar a Ganesh, Léela le dijo a Ramlogan:
– Le compraste esos libros a Bissoon. Cuando se fue te enfadaste tanto que dijiste que si le volvías a ver le ibas a dar una buena. Ramlogan se echó a reír y se dio una palmada en el muslo.
– Ese Bissoon es un vendedor listo de verdad, sahib. Habla como un catedrático, no tan bien como tú, pero bien también. Pero por lo que me compré los libros es porque nos conocimos cuando éramos pequeños y estábamos en la misma cuadrilla de segadores. Eramos unos chicos ambiciosos, sahib.
Ganesh repitió:
– Creo que son buenos libros.
– Pues te los llevas a casa, hombre. ¿De qué vale un libro si no se lee? Te los llevas a casa y los lees, sahib.
Poco después Ganesh vio un gran cartel nuevo de cartón en la tienda.
– La propia Léela lo ha hecho -dijo Ramlogan-. Y fíjate, que yo no se lo pedí. Se sentó una mañana después del té y lo escribió enterito, ella sola.
Decía lo siguiente:
¡aviso!
por, el, presente; se anuncia: que, se, ¡facilitan!
asientos: para, las; ¡dependientas!
Ganesh dijo:
– Léela sabe mucho de signos de puntuación.
– Sí, sahib. La chica se pasa el día hablando de los signos de puntuación esos. Ella es así, sahib.
– ¿Pero dónde están las dependientas?
– Léela dice que hay que poner el anuncio por ley. Pero, la verdad, no me gusta la idea de tener ninguna chica en la tienda. Ganesh se había llevado los folletos sobre ventas y los había leído. Ya desde las portadas, en amarillo chillón y negro, le parecieron interesantes, y lo que leyó le dejó encantado. Quien lo había escrito tenía un fuerte sentido del color, la belleza y el orden. Hablaba entusiasmado sobre pinturas nuevas, expositores deslumbrantes y estanterías brillantes.
– Son libros de primera -le dijo Ganesh a Ramlogan.
– Tienes que decírselo a Léela, sahib. Mira, la voy a llamar y se lo cuentas tú, a ver si quiere leer los libros.
Se trataba de una ocasión importante, y Léela actuó como si se diera plena cuenta de ello. Cuando entró no alzó la vista, y cuando habló su padre, se limitó a bajar un poco más la cabeza y a soltar unas coquetas risitas.
Ramlogan dijo:
– Léela, mira lo que dice el sahib. Le gustan los libros. Léela soltó más risitas, pero recatadas. Ganesh preguntó:
– ¿Tú has escrito el anuncio?
– Sí, he sido yo la que ha escrito el anuncio. Ramlogan se dio una palmada en el muslo y dijo:
– ¿Qué te decía yo, sahib? Esta muchacha sabe leer y escribir de verdad.
Y se echó a reír.
Entonces, Léela hizo algo tan inesperado que a Ramlogan se le cortó la risa. ¡Se dirigió a Ganesh, haciéndole una pregunta!
– ¿Tú también sabes escribir, sahib?
Le cogió desprevenido. Para disimular la sorpresa, se puso a colocar los folletos en la mesa.
– Sí -contestó Ganesh. Y añadió, a tontas y a locas, casi sin saber lo que decía-: Y algún día voy a escribir libros como estos. Igual que estos.
Ramlogan se quedó con la boca abierta.
– Estás de broma, sahib.
Ganesh dio un manotazo a los folletos y se oyó decir: "Sí, igual que estos. Igual que estos."
Los grandes ojos de Léela se agrandaron aún más y Ramlogan movió la cabeza, impresionado y fascinado.
4 La pelea con Ramlogan
"Supongo que desde el primer día que puse el pie en la tienda de Shri Ramlogan, di por sentado que iba a casarme con su hija", decía Ganesh en Los años de culpa. "Nunca me lo planteé. Todo parecía predestinado."Lo que ocurrió fue lo siguiente.
Un día que Ganesh entró en la tienda, Ramlogan llevaba camisa limpia. Además, parecía recién afeitado, con el pelo recién aceitado, y sus movimientos eran lentos y silenciosos, como si estuviera haciendo puja. Arrastró el banquito desde el rincón y lo colocó junto a la mesa; después se sentó y observó a Ganesh, que comía, sin pronunciar palabra. Primero miró la cara de Ganesh, después el plato y allí posó la mirada hasta que Ganesh hubo acabado el último puñado de arroz.
– ¿Qué, sahib? ¿Tienes la tripa llena?
– Sí, tengo la tripa llena.
Ganesh limpió el plato estirando el dedo índice.
– Sahib, debe de ser difícil para ti, con tu padre muerto. Ganesh se chupó el dedo.
– Pues la verdad, no le echo de menos.
– No, sahib, no me lo digas. Sé que tiene que ser difícil. Vamos a suponer, y es sólo un suponer, te lo digo por decírtelo, sahib, un suponer, que te quieres casar. A ver quién tienes que te arregle las cosas.
– Ni siquiera sé si quiero casarme.
Ganesh se levantó de la mesa y se frotó el estómago hasta que eructó, en agradecimiento por la comida de Ramlogan. Ramlogan arregló las rosas del jarrón.