– Pero tú eres un hombre con estudios, y podrías cuidar de ti mismo. No como yo, sahib. Yo trabajo desde que tenía cinco años, sin nadie para cuidar de mí. De todos modos, eso me ha servido de algo. Adivina de qué me ha servido, sahib.
– No se me ocurre. Dime de qué te ha servido.
– Me ha dado carácter y sentido de los valores. De eso me ha servido. Carácter y sentido de los valores.
Ganesh cogió el jarro de latón que había en la mesa y se acercó a la ventana de caña para lavarse las manos y hacer gárgaras.
Ramlogan se puso a alisar el hule con las dos manos y a quitar las migas, apenas motas.
– Comprendo que para un hombre como tú, con estudios y que se pasa noche y día leyendo libros, ser tendero es poca cosa -dijo como excusándose-. Pero a mí no me importa lo que piense la gente. Tú, sahib, y me lo digas como hombre educado que eres: ¿tú te preocupas por lo que dice la gente?
Haciendo gárgaras, Ganesh pensó inmediatamente en Miller y la pelea en el colegio de Puerto España, pero cuando escupió el agua al patio dijo:
– Quia. No me importa lo que dice la gente. Ramlogan cruzó ruidosamente la habitación y le cogió el jarro a Ganesh.
– Ya me llevo yo esto, sahib. Tú a sentarte en la hamaca. ¡Un momento! Voy a sacudirla un poco.
Una vez que hubo acomodado a Ganesh, Ramlogan se puso a dar vueltas alrededor de la hamaca.
– La gente no me puede hacer daño -dijo, con las manos a la espalda-. Sí, vale. No caigo bien a la gente. Y han dejado de venir a mi tienda. ¿Y a mí qué? ¿Eso va a cambiar mi carácter? Pues me voy a San Fernando y pongo un puestecito en el mercado. No, sahib, no me digas que no. Es lo que voy a hacer. Poner un puesto en el mercado. ¿Y qué pasa? A ver, dime, ¿qué va a pasar?
Ganesh volvió a eructar, suavemente.
– ¿Qué va a pasar? -Ramlogan soltó una risita siniestra-. ¡Pues zas! Que dentro de cinco años voy y tengo toda una cadena de tiendas. Y a ver, ¿quién se va a reír entonces, eh? Habrá que verlos viniendo a pedir: "Señor Ramlogan" (así me van a llamar entonces, señor Ramlogan), "señor Ramlogan, me dé usted esto, me dé usted lo otro, señor Ramlogan". Vendrán a pedirme que me presente a las elecciones y a saber cuántas tonterías más.
Ganesh dijo:
– A Dios gracias, ahora no tienes que abrir un puesto en el mercado de San Fernando.
– Eso es, sahib. Lo que tú dices. Todo es obra de Dios. Vamos a contar lo que tengo. Vale que soy un pobre inculto, pero tú sentadito ahí en la hamaca, y vamos a contar lo que tengo.
Ramlogan hablaba y paseaba con tan insólito vigor que rompió a sudar y empezó a brillarle la frente. Se detuvo bruscamente frente a Ganesh. Se quitó las manos de detrás de la espalda y se puso a contar con los dedos.
– Ochenta áreas cerca de Chaguanas. Y buena tierra que es. Cuatrocientas en Penal. A saber si no podré conseguir que pongan allí un pozo de petróleo. Una casa en Fuente Grove. No gran cosa, pero algo es algo. Dos o tres casas en Siparia. Suma todo eso y resulta que aquí tienes un hombre que vale unos doce mil dólares, limpios. -Se pasó una mano por la frente y por la nuca-. Ya sé que cuesta trabajo creerlo, sahib. Pero es verdad. Tan cierto como que hay Dios. Y creo, sahib, que es buena idea casarte con Leela.
– Vale -replicó Ganesh.
No volvió a ver a Leela hasta la noche de la boda, y tanto él como Ramlogan fingieron no haberla visto nunca, porque los dos eran buenos hindúes y sabían que no estaba bien que un hombre viera a su esposa antes de casarse.
Tuvo que seguir yendo a casa de Ramlogan, para los preparativos de la boda, pero se quedaba en la tienda y no pasaba a la trastienda.
– Tú no eres como ese imbécil que tiene Soomintra por marido -le dijo Ramlogan-. Tú eres un hombre moderno y debes celebrar una boda moderna.
De modo que no envió a nadie a que repartiera arroz teñido de azafrán entre amigos y familiares y anunciar la boda.
– Eso está pasado de moda -dijo. Quería tarjetas festoneadas y con un reborde dorado-. Y tenemos que poner palabras bonitas, sahib.
– Pero no se pueden poner palabras bonitas en una invitación.
– Tú eres el que tiene estudios, sahib. A ti se te ocurrirá algo.
– ¿R.S. VE?
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Nada, pero queda bien.
– ¡Venga, hombre, sahib, vamos a ponerlo! Tú eres un hombre moderno, y además, queda pero que muy bonito.
Ganesh fue a San Fernando para encargar las invitaciones. La imprenta, a primera vista, decepcionaba un tanto. Parecía oscura e inhóspita, al cargo de una sola persona, un joven delgado con andrajosos pantalones cortos de color caqui que silbaba mientras manejaba la prensa manual. Pero cuando Ganesh vio que las tarjetas entraban en blanco y salían con su prosa milagrosamente transformada por la autoridad de la letra impresa, le dio como respeto. Se quedó observando al muchacho, que preparaba un programa de cine. Silbando sin cesar, el chico no prestó la menor atención a Ganesh.
– ¿Es en esta máquina donde se imprimen los libros? -preguntó Ganesh.
– ¿Tú qué crees que hace?
– ¿Imprimís buenos libros últimamente?
El chico puso un poco de tinta en el rodillo.
– ¿Desde cuándo escribe libros la gente de Trinidad?
– Yo estoy escribiendo un libro.
El chico escupió en una papelera llena de papeles manchados de tinta.
– ¡Pues mira, esta tienda debe ser muy rara, porque no sabes cuántos vienen aquí a pedirme que imprima los libros que están escribiendo con tinta invisible!
– ¿Cómo te llamas?
– Basdeo.
– Muy bien, chico, Basdeo. Un día de estos te diré que me imprimas un libro.
– Claro, hombre. Claro. Tú vas y lo escribes y yo lo imprimo.
Ganesh pensó que no le gustaban los modales de Hollywood de Basdeo, y se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho. Pero con respecto al asunto de escribir libros, parecía no tener voluntad propia: era la segunda vez que se comprometía. Todo parecía predestinado.
– Sí, son bonitas las invitaciones -dijo Ramlogan, pero en un tono nada alegre.
– ¿Y por qué pones esa cara tan larga, que parece un mango?
– Lo de los estudios es una cosa tremenda, sahib. Cuando eres un pobre inculto como yo, todo el mundo se quiere aprovechar de ti -Ramlogan se echó a llorar-. Ahora mismo, sin ir más lejos, ahora mismo, ahí estás tú, sentado en ese banco, y yo aquí, en este taburete, detrás del mostrador de mi tienda, viendo estas bonitas tarjetas, y no sabes lo que está intentando hacerme la gente. Ahora mismo hay un hombre en Siparia intentando robarme las dos casas que tengo allí, y todo porque no sé leer, y los de Penal se portan de una forma rara.
– ¿Y eso por qué?
– Ah, sahib. Así eres tú. Sé que quieres ayudarme, pero ya es demasiado tarde. Me han hecho firmar un montón de papeles muy bien escritos y todo eso, y resulta que… Resulta que lo he perdido todo.
Ganesh no había visto llorar tanto a Ramlogan desde el funeral. Dijo:
– Bueno, mira. Si lo que te preocupa es la dote, tranquilo. No quiero una dote grande.
– Es la vergüenza, sahib, eso es lo que me tiene consumido. Ya sabes que en las bodas hindúes todo el mundo sabe cuánto le da al chico el padre de la chica. Cuando, a la mañana siguiente de la boda, el chico se sienta y le dan un plato de kedgeree, y el padre de la chica tiene que soltar venga de dinero hasta que el chico se termina el kedgeree, todo el mundo verá lo que te doy y dirán: "Mira, Ramlogan casa a su segunda hija con un chico de estudios y sólo le da eso." Eso es lo que me tiene consumido, sahib. Sé que para ti, que tienes estudios y te pasas el día y la noche leyendo, no tiene mayor importancia, pero para mí, sahib, ¿qué pasa con mi carácter y mi sentido de los valores?