La mooma de Suruj entró del patio acalorada y llena de polvo con una escoba de cocoye.
– Venía yo decidida a barrer la tienda, y mira lo primero que oigo. ¿Por qué llamas sacamuelas al chico? No es que no lo esté intentando. -Miró a Ganesh-. ¿Sabes que le pasa al poopa de Suruj? Pues que le tiene envidia al chico. Él no puede ni cortar las uñas de los pies, y ese chiquillo saca las muelas a personas crecidas. Le tiene una envidia tremenda al chico.
Ganesh dijo:
– Algo de razón llevas, maharaní. Es como yo y lo de ser sanador. No me voy a meter en eso así como así. Estudio y aprendo un montón, de mi padre. No es una cosa de sacamuelas.
A la defensiva, Beharry se mordisqueó los labios.
– No quería decir eso. Sólo le estaba explicando al pandit que si se establece como sanador en Fuente Grove lo va a tener difícil.
Ganesh no tardó mucho en descubrir que Beharry tenía razón. En Trinidad había demasiados sanadores, y resultaba inútil anunciarse. Léela se lo dijo a sus amigos, la Gran Eructadora a los suyos, Beharry prometió escribir a cuantos conocía, pero pocos se molestaron en ir con sus achaques hasta un sitio tan alejado como Fuente Grove. Y los aldeanos estaban muy sanos.
– Oye -dijo Léela-. Creo que no se te da bien lo de ser sanador.
Y llegó un momento en que él mismo empezó a dudar de sus poderes. Podía curar una nara, una simple dislocación de estómago, como cualquier sanador, y también la rigidez de articulaciones. Pero no se animaba a acometer operaciones más arriesgadas.
Un día fue a verle una chica con un brazo torcido. Ella parecía tan contenta, pero su madre estaba hundida, llorando.
– Lo hemos intentado con todos y con todo, pandit. No ha pasado nada. Y la chica se va haciendo mayor, pero, ¿quién va a querer casarse con ella?
Era una chica guapa, con unos ojos muy vivos en un rostro impasible. Sólo miraba a su madre; ni una sola vez miró a Ganesh.
– Veinte veces le han roto el brazo a la chica, por falta de una -añadió la madre-. Pero no se le arregla.
Ganesh sabía lo que habría hecho su padre. Le habría dicho a la chica que se tumbara, le habría puesto un pie en el codo, levantado el brazo haciendo palanca hasta que se rompiera y después lo habría vuelto a colocar. Pero tras examinarla, Ganesh se limitó a decir:
– A la chica no le pasa nada, maharaní. Sólo tiene un poquito de sangre mala, nada más. Y además. Dios la hizo así y no es cosa mía interferir en la obra de Dios.
La madre de la chica dejó de sollozar y se colocó el velo rosa sobre la cabeza.
– Es mi destino -dijo, sin tristeza. La chica no pronunció ni una palabra. Más tarde, Léela dijo:
– Oye, al menos podrías haber intentado arreglarle el brazo primero y después ponerte a hablar de la obra de Dios. Pero no te importa lo que me estás haciendo. Parece que lo único que quieres es echar de aquí a la gente.
Ganesh siguió ofendiendo a sus pacientes al decirles que no les pasaba nada; cada día hablaba más sobre la obra de Dios, y si le presionaban, daba un brebaje que había preparado siguiendo una receta de su padre, un líquido verde a base de diversas hierbas y hojas del árbol neem. Replicó:
– Los hechos son los hechos, Léela. No tengo mano para ser sanador.
Sufrió otra decepción en su vida. Al cabo de un año quedó claro que Léela no podía tener hijos. Perdió interés por ella como esposa y dejó de pegarle. Léela se lo tomó bien, pero Ganesh no esperaba menos de una buena esposa hindú. Léela siguió atendiendo la casa y con el tiempo llegó a ser un ama de casa eficaz. Cuidaba el jardín de atrás y se ocupaba de la vaca. Nunca se quejaba. Al poco era ella quien mandaba. Mangoneaba a Ganesh y él no se oponía. Le daba consejos y él le prestaba atención. Empezó a consultar con ella casi todo. Con el tiempo, aunque jamás lo habrían reconocido, habían llegado a quererse. A veces, cuando pensaba en ello, a Ganesh le resultaba extraño que la mujer alta y dura con la que vivía fuera la chica que le había preguntado con descaro en una ocasión: "¿Tú también sabes escribir, sahib?"
Y tener que apaciguar a Ramlogan continuamente. El recorte de periódico con su fotografía estaba colgado, con su marco, en la tienda, por encima del anuncio de Léela sobre los asientos para dependientas. El papel había empezado a ponerse pardo en los bordes. Siempre que, por una u otra razón, Ganesh iba a Fourways, Ramlogan no dejaba de preguntarle: "Dime, ¿cómo va lo del Instituto?"
"No dejo de pensar en ello", contestaba Ganesh. O: "Pues ya lo tengo todo en la cabeza, pero no me metas prisas."
Todo parecía ir mal y Ganesh temía haber interpretado mal los signos del destino. Hasta más adelante no vio la intervención de la Providencia en las decepciones de aquellos meses. "Nunca somos lo que queremos ser, sino lo que debemos ser", escribió.
Había fracasado como sanador. Léela no podía tener hijos. Tales decepciones podrían haber destrozado a cualquier otro hombre; a Ganesh le sirvieron para dedicarse muy en serio a los libros. Desde luego, siempre había tenido intención de leer y escribir, pero cabe preguntarse si lo habría hecho con tal entrega si hubiera triunfado como sanador o padre de familia numerosa.
– Voy a escribir un libro -le dijo a Léela-. Un libro grande.
Existe una editorial norteamericana llamada Street y Smith, personas versátiles y enérgicas que habían llevado sus publicaciones hasta el sur de Trinidad. A Ganesh siempre le habían impresionado profundamente Street y Smith, desde niño y, sin decirles una palabra ni a Beharry ni a Léela, se sentó una noche a la mesita del cuarto de estar, encendió la lámpara de petróleo y escribió una carta a Street y Smith. Les decía que estaba pensando en escribir libros y que si les interesarían a alguno de ellos.
La respuesta llegó al cabo de un mes. Street y Smith decían que estaban muy interesados.
– Se lo tienes que contar a papá -dijo Léela.
Ganesh enmarcó la carta de Street y Smith en paspartú y la colgó en la pared, por encima de la mesa en la que había escrito su carta.
– Esto es sólo el principio -le dijo a Léela.
Ramlogan fue un día desde Fourways y cuando vio la carta enmarcada se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Sahib, esto es algo importante para los periódicos. Sí, hombre, sahib, les escribas los libros.
– Eso es justo lo que le dice Beharry, el tendero, por así llamarlo, de Fuente Grove -dijo Léela.
– No importa -replicó Ramlogan-. Yo sigo creyendo que debería escribir los libros. Pero me apuesto cualquier cosa a que te sientes orgulloso, ¿eh, sahib?, de que los americanos te rueguen que les escribas un libro.
– Quia, no -se apresuró a contestar Ganesh-. Te equivocas en eso. No me siento nada orgulloso. ¿Sabes cómo me siento? Pues si te digo la verdad, humilde. De lo más humilde.
– Ahí se demuestra que eres un gran hombre, sahib.
La escritura del libro preocupaba a Ganesh y la posponía continuamente. Cuando Léela preguntaba: "Pero, hombre, ¿por qué no estás escribiendo el libro que te piden los americanos?", Ganesh respondía: "Mira, Léela, precisamente es esa forma de hablar lo que destruye la ciencia del pensamiento de un hombre. ¿Es que no te das cuenta de que estoy pensando, pensando todo el tiempo?"
No llegó a escribir el libro para Street y Smith.
– Yo no prometí nada -decía-. Y no creo estar perdiendo el tiempo.
Street y Smith le habían hecho pensar sobre el arte de escribir. Al igual que muchos trinitenses, Ganesh sabía escribir correctamente en inglés, pero le daba vergüenza hablar otra cosa que no fuera dialecto salvo en ocasiones especiales. De modo que, con el aliento de Street y Smith, mientras perfeccionaba su prosa de influencia victoriana, seguía hablando como los trinitenses, muy a su pesar. Un día dijo:
– Léela, va siendo hora de que nos demos cuenta de que vivimos en un país británico y creo que no nos deberíamos avergonzar de hablar bien el idioma.
Léela estaba acuclillada ante el fogón chulha, avivando un fuego de ramitas secas de mango. Tenía los ojos enrojecidos y llorosos por el humo.