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– Vale. Lo que quieras.

– Chica, empezamos ya mismo.

– Lo que tú digas, hombre.

– Muy bien. Vamos a ver. Ah, sí. Léela. ¿Encendiste el fuego? No, un momento. ¿Hay que decir "encendiste" o "has encendido"?

– Mira, me dejes en paz, que me se está metiendo el humo en los ojos.

– No te fijas en nada, chica. Querrás decir que se te está metiendo el humo en los ojos.

Léela tosió con el humo.

– Oye, mira. Tengo más cosas que hacer que rascarme los pies, ¿sabes? Te vas a hablar con Beharry y ya está. Beharry se entusiasmó.

– ¡Es una idea magistral, pero bueno! Es uno de los problemas de Fuente Grove, que no puedes de hablar bien con nadie. A ver, ¿cuándo empezamos?

– Ya mismo.

Beharry se mordisqueó los labios y sonrió, todo nervioso.

– Venga, hombre, me dejes un poco de tiempo para acostumbrarme.

Ganesh insistió.

– Bueno, vale -dijo Beharry con resignación-. Allá vamos.

– Hoy hace calor.

– Ah, ya entiendo. Hoy hace mucho calor.

– Mira, Beharry, no tiene ninguna gracia. Hay que echar una mano a la gente. Venga, empezamos otra vez. El cielo está muy azul y no veo ni una nube. Oye, ¿de qué te ríes?

– ¿Sabes qué, Ganesh? Que estás muy gracioso.

– Pues mira que te digo, que tú también estás muy gracioso.

– No, si lo que quiero decir es que es gracioso verte así y hablando así.

El arroz estaba hirviendo en la chulha cuando Ganesh volvió a casa.

– ¿Dónde ha estado usted, señor Ramsumair? -preguntó Léela.

– Hemos estado charlando, Beharry y yo. Tendrías que ver lo gracioso que se ha puesto intentando hablar bien. Entonces fue Léela quien se rió.

– Creía que empezábamos con esta historia de hablar bien.

– Mira, chica, tú me haces bien la comida, ¿entendido?, y hablas bien sólo cuando yo te lo mande.

Ese fue el momento en el que Ganesh pensó que tenía que responder a todos los anuncios para rellenar los cupones que ofrecían folletos gratuitos. Encontró los cupones en las revistas estadounidenses que había en la tienda de Beharry, y le hizo mucha ilusión enviar unos doce cupones de una vez y esperar la llegada, que ocurrió un mes después, de doce voluminosos paquetes. A los de Correos no les hizo ninguna gracia, y Ganesh tuvo que sobornarlos para que enviaran a un cartero en bicicleta con los paquetes hasta Fuente Grove por la noche, cuando hacía fresco.

Beharry tuvo que darle una copa al cartero. El cartero dijo: -Se están haciendo muy famosos ustedes dos en Princes Town. Por todos lados me pregunta la gente: "¿Quiénes son esos dos? Parecen americanos, oye." -Miró el vaso vacío y lo balanceó sobre el mostrador-. Y adivinen qué hago yo cuando me preguntan. -Era su forma de pedir otra copa-. ¿Que qué hago? -Trasegó el segundo vaso de ron de un trago, torció el gesto, pidió agua, se la dieron, se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo-: ¡Pues les digo sin más quiénes son!

Beharry y Ganesh estaban fascinados con los folletos y los tocaban con sensual respeto.

– Chico, esa América, ahí es donde hay que vivir -dijo Beharry-. No les importa nada regalar libros así. Ganesh se encogió de hombros, y asintió.

– Es que para ellos no es nada. En menos que canta un gallo, ¡pum!, tienes un libro impreso.

– Ganesh, tú que tienes educación universitaria, ¿cuántos libros crees que imprimen al año en América?

– Unos cuatrocientos o quinientos.

– Estás loco, hombre. Son más de un millón. Lo leí no sé dónde el otro día.

– Entonces, ¿para qué me preguntas? Beharry se mordisqueó los labios.

– No, por nada. Para estar seguro.

Después mantuvieron una larga discusión sobre si un hombre podía llegar a saber todo sobre el mundo.

Beharry fastidió un día a Ganesh cuando le enseñó un catálogo. Dijo como sin darle importancia:

– Mira lo que me ha mandado esa gente de Inglaterra. Ganesh frunció el ceño. Beharry se lo vio venir.

– Oye, que yo no lo he pedido. Te vayas a creer que quiero competir contigo. Me lo han mandado, sin más.

El catálogo era demasiado bonito para que a Ganesh le durase el enfado.

– Pero supongo que a no me lo van a mandar así por las buenas.

– Te lo lleves, hombre -dijo Beharry.

– Sí, te lo lleves antes de que lo queme yo. -Era la voz de la mooma de Suruj, desde dentro-. No quiero más porquerías en mi casa.

Era un catálogo de Everyman Library.

Ganesh dijo:

– Novecientos treinta libros a dos chelines cada uno. Todo junto son…

– Cuatrocientos sesenta dólares.

– Es mucho dinero. Beharry dijo:

– Son muchos libros.

– Si alguien se lee todos los libros, no hay quien le tosa en cuestión de cultura. Ni el gobernador.

– Mira, de eso hablaba con la mooma de Suruj el otro día, sin ir más lejos. No creo yo que el gobernador y todos esos sean gente culta de verdad.

– ¿Qué quieres decir?

– Si fueran cultos, no se irían de Inglaterra, donde imprimen libros día y noche, para venirse a un sitio como Trinidad. Ganesh dijo:

– Novecientos treinta libros. Y cada libro de unos cinco centímetros y medio de grosor, supongo.

– O sea, unos veintitrés metros.

– Pues con estantes en dos paredes, te cogen.

– Yo es que prefiero los libros grandes.

Las paredes del cuarto de estar de la casa de Ganesh fueron objeto de intenso examen aquella noche.

– Léela, ¿hay una regla por ahí? Léela se la llevó.

– ¿Qué, pensando en hacer cambios?

– Estoy pensando en comprar unos libros.

– ¿Cuántos, oye?

– Novecientos treinta.

– ¡Novecientos! Léela se echó a llorar.

– Novecientos treinta.

– ¿Ves las ideas que te mete Beharry en la cabeza? Tú lo que quieres es dejarme en la miseria. No tienes bastante con robarle a mi propio padre. ¿Por qué no me llevas ya al asilo?

Así que Ganesh no compró la Everyman Library completa. Sólo compró trescientos libros, y Correos se los llevó en una furgoneta un día a últimas horas de la tarde. Era una de las cosas más importantes que habían ocurrido en Fuente Grove, e incluso Léela se quedó impresionada, muy a su pesar. Sólo la mooma de Suruj permaneció imperturbable. Aún estaban metiendo los libros en casa de Ganesh cuando le dijo a Beharry en voz bien alta, para que se enterase todo el mundo:

– Y no te vayas tú ahora a poner a copiar a nadie para hacer el imbécil, ¿entendido? Léela, que se vaya al asilo, pero yo, ni hablar.

Pero la reputación de Ganesh, que había mermado por su torpeza como sanador, aumentó en la aldea, y empezaron a aparecer campesinos que, con el mugriento sombrero de fieltro entre las manos, le pedían que les escribiera cartas dirigidas al gobernador o que les leyera cartas que, curiosamente, les había enviado el gobierno.

Para Ganesh fue sólo el comienzo. Tardó unos seis meses en leer lo que quería en los libros de Everyman; después, empezó a pensar en comprar más. Iba cada cierto tiempo a San Fernando y compraba libros, grandes, de filosofía e historia.

– ¿Sabes una cosa, Beharry? Que a veces voy y me paro a pensar. ¿Qué pensaban esos de Everyman cuando me empaquetaban esos libros? ¿Crees que se imaginaban que hay un hombre como yo en Trinidad?

– Yo no sé de eso, pero me estás empezando a enfadar, Ganesh. Se te olvida casi todo lo que lees. A veces no puedes ni terminar lo que acababas de empezar a recordar.

– Vale. ¿Y qué hago?

– Mira, tengo aquí un cuaderno que no lo puedo vender porque la tapa tiene grasa (ese muchacho, Suruj, haciendo el bobo con las velas), y te lo voy a regalar. Mientras lees un libro, tomas notas de las cosas que te parecen importantes.

A Ganesh nunca le habían gustado los cuadernos, desde el colegio; pero la idea de los cuadernos de notas sí le interesaba. Así que hizo otro viaje a San Fernando y recorrió la sección de papelería de uno de los grandes almacenes de la calle Mayor. Hasta entonces no se había dado cuenta de que el papel pudiera ser tan bonito, de que hubiera tantas clases de papel, de tantos colores, con tantos olores deliciosos. Se quedó inmóvil, pasmado, en actitud reverente, hasta que oyó la voz de una mujer.