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– ¿Cuántos libros hay aquí, pandit? -pregunté.

– La verdad, nunca los he contado -contestó Ganesh, y gritó-: ¡Léela!

La mujer de la escoba de cocoye apareció con tal rapidez que supuse que estaba esperando a que la llamaran.

– Léela -dijo Ganesh-, el chico quiere saber cuántos libros hay aquí.

– Vamos a ver -dijo Léela, y se ató la escoba a la cinturilla de la falda. Se puso a contar con los dedos de la mano izquierda-. Cuatrocientos de Everyman, doscientos de Penguin… seiscientos. Seiscientos, y con cien de Reader's Library se nos pone en setecientos. Creo que con los demás habrá unos mil quinientos buenos libros.

El taxista silbó, y Ganesh sonrió.

– ¿Son todos suyos, pandit? -pregunté.

– Es mi único vicio -contestó Ganesh-. Mi único vicio. No fumo. No bebo. Pero los libros, eso que no me falte. Y fíjate, voy todas las semanas a San Fernando a comprar más. ¿Cuántos libros compré la semana pasada, Léela?

– Pues mira, sólo tres -respondió Léela-. Pero son libros gordos, gordos de verdad. Entre quince y diecisiete centímetros en total.

– Diecisiete centímetros -dijo Ganesh.

– Sí, diecisiete centímetros -dijo Léela.

Supuse que Léela sería la mujer de Ganesh, porque añadió, fingiendo estar enfadada:

– Es para lo único que sirve. No paro de decirle que no me lea tanto. Pero no hay manera: se pasa la vida leyendo.

Ganesh soltó una breve carcajada e indicó a Léela y al taxista que salieran de la habitación. Hizo que me sentara en el suelo y se puso a palparme la pierna. Mi madre se quedó en un rincón, observando. De vez en cuando me daba un golpe en el pie; yo gritaba de dolor y él decía pensativo: "Hum."

Intenté olvidar los golpes de Ganesh y me concentré en las paredes. Estaban cubiertas de citas religiosas, en hindi e inglés, y de estampas religiosas hindúes. Mi mirada se posó en un precioso dios de cuatro brazos, de pie en un loto abierto.

Cuando Ganesh acabe de reconocerme, se levantó y dijo:

– Al chico no le pasa nada, maharaní. Nada de nada. Es el problema con muchas personas que vienen a verme. En realidad no les pasa nada. Lo único que podría decir del chico es que tiene un poco de mala sangre. Nada más. Yo no puedo hacer nada.

Y se puso a mascullar un pareado en hindi mientras yo seguía tumbado en el suelo. Si yo hubiera sido más despierto, me habría fijado más, porque estoy convencido de que aquel hombre ya mostraba sus incipientes tendencias místicas.

Mi madre se acercó, me miró y preguntó a Ganesh en tono lastimero:

– ¿Seguro que el chico no tiene nada? A mí me parece que tiene muy mala la pierna. Ganesh dijo:

– A no preocuparse. Le voy a dar una cosa con lo que se pondrá mejor en un pispás. Lo hago yo mismo. Se lo dé tres veces al día.

– ¿Antes o después de las comidas?

– ¡Después, nunca! -advirtió Ganesh. Mi madre se quedó satisfecha.

– Y tambien puede mezclar un poquito con la comida -añadió Ganesh-. Igual le vendría bien.

Tras ver tantos libros en la choza de Ganesh, yo estaba dispuesto a creer en él y bastante decidido a tomar la medicina. Y mi respeto por él aumentó cuando le dio un folleto a mi madre, diciendo:

– Se lo lleve. Se lo doy gratis aunque me costó mucho escribirlo e imprimirlo. Yo dije:

– ¿De verdad fue usted el que escribió este libro, pandit?

Sonrió y asintió.

Mientras nos alejábamos de la casa, dije:

– ¿Sabes, mamá? Ojalá pudiera yo leer todos esos libros que tiene el pandit Ganesh.

Por eso me sentó mal y me sorprendió que, al cabo de dos semanas, mi madre dijera:

– ¿Sabes qué? Que estoy por dejarte y que te cures tú solo. Con sólo haber ido a ver a Ganesh de buena fe, ahora estarías mejor y andarías.

Al final fui a un médico en St Vincent Street que le echó un vistazo a la pierna y dijo:

– Un absceso. Hay que rajar. Y cobró diez dólares.

No llegué a leer el folleto de Ganesh, 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú, y aunque tenía que tomar aquel repugnante brebaje tres veces al día (me negué a que me lo pusieran en las comidas), no le guardaba rencor. Por el contrario; pensaba muchas veces, con interés y perplejidad, en aquel hombrecillo encerrado con mil quinientos libros en la calurosa y aburrida aldea de Fuente Grove.

– Trinidad está llena de locos -dije.

– Tú di lo que te dé la gana -espetó mi madre-. Pero Ganesh no es tan tonto como tú crees. Es la clase de hombre que en la India sería rishi. Llegará el día en que te sientas orgulloso de decirle a la gente que conociste a Ganesh. Así que a callar, que te voy a poner la venda.

Menos de un año después, Trinidad se despertó con la noticia en tercera página de The Trinidad Sentinel, en forma de anuncio a una columna con una fotografía de Ganesh y lo siguiente: Se rogaba a quienes estuvieran interesados que contestaran a Fuente Grove para recibir gratuitamente un folleto plegable e ilustrado con todos los detalles.

No creo que escribiera mucha gente para recibir más información sobre Ganesh. Estábamos acostumbrados a esa clase de anuncios, y el de Ganesh apenas llamó la atención. Ninguno de nosotros previo sus asombrosas consecuencias. Hasta más adelante, cuando Ganesh obtuvo una fama y una fortuna bien merecidas, la gente no lo recordó. Igual que yo.

1946 supuso el momento decisivo en la carrera de Ganesh, y como para destacar el acontecimiento, aquel mismo año publicó su autobiografía, Los años de culpa (Editorial Ganesh, S.A., Puerto España, 2,40 dólares). El libro, descrito como relato de misterio espiritual y como novela policíaco-metafísica, fue muy apreciado en América central y el Caribe. Sin embargo, Ganesh confesó que la autobiografía había sido un error, de modo que el mismo año de su publicación la retiró y liquidó la Editorial Ganesh. En el resto del mundo no conocen las primeras obras de Ganesh, y Trinidad se lo toma a mal. Estoy convencido de que, en cierto modo, la historia de Ganesh es la historia de nuestra época, y puede que haya personas que acojan con agrado este imperfecto relato sobre ese hombre llamado Ganesh Ramsumair, sanador, místico y, desde 1953, miembro de la Orden del Imperio Británico.

2 Discipulo y maestro

Ganesh nunca estuvo realmente contento durante los cuatro años que pasó en el Queen's Royal College. Fue allí cuando tenía casi quince años, y no estaba tan adelantado como el resto de los chicos de su edad. Siempre era el mayor de la clase, y algunos compañeros suyos eran tres o incluso cuatro años menores que él. Pero al menos tuvo la suerte de poder estudiar. Fue por pura casualidad que su padre contara con el dinero necesario para mandarle allí. El anciano llevaba años aferrándose a sus tristes dos hectáreas de tierra yerma cerca de Fourways con la esperanza de que las compañías petrolíferas excavaran un pozo en ellas, pero no pudo sobornar a los de las perforadoras, y tuvo que conformarse con un pozo limítrofe. Fue algo decepcionante e injusto, pero llegó a tiempo, y los derechos alcanzaron para mantener a Ganesh en Puerto España.

El señor Ramsumair formó gran alboroto con lo de enviar a su hijo al "colegio de la ciudad", y la semana antes de que comenzara el curso llevó a Ganesh por todo el distrito, presumiendo de él ante sus amigos y conocidos. Le puso un traje caqui y un salacot del mismo color, y muchos dijeron que el chico parecía un pequeño sahib. Las mujeres lloraron un poco y le pidieron a Ganesh que recordase a su difunta madre y que fuera bueno con su padre. Los hombres le pidieron que estudiara mucho y que ayudara a otras personas con sus conocimientos.

Padre e hijo salieron de Fourways aquel domingo y cogieron el autobús para Princes Town. El anciano llevaba la ropa para ir de visita: dhoti, koortah, gorro blanco y un paraguas colgado del brazo izquierdo. Cuando cogieron el tren en Princes Town se sentían importantes.

– Cuidadito con el traje -dijo el anciano en voz muy alta, y los que estaban a su lado lo oyeron-. Acuérdate de que vas al colegio de la ciudad.

Cuando llegaron a St Joseph, Ganesh empezó a sentir vergüenza. Su atuendo y sus ademanes ya no atraían miradas de respeto. La gente sonreía, y cuando se apearon en la terminal de Puerto España, una mujer se rió.