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– No tengo hambre ni sed -dijo Ganesh. Léela parecía abatida.

– Se ha acabado el arroz y el dal que queda no es gran cosa.

– Abre una lata de salmón -le ordenó Ramlogan-. Y te traes pan y mantequilla, salsa de pimienta y unos aguacates. -Y él mismo fue a preparar las cosas, diciendo-: Tenemos un escritor en la familia, chica. Chica, tenemos un escritor en la familia.

Le sentaron a la mesa, que otra vez estaba desnuda, sin el hule, el jarrón y las rosas de papel, y le sirvieron la comida en platos de esmalte. Le observaron mientras comía; la mirada de Ramlogan pasaba del plato al libro de Ganesh.

– Toma más salmón, sahib. Todavía no soy un pobre para no poder dar de comer al radical de la familia.

– ¿Quieres más agua? -preguntó Léela.

Masticando y tragando casi sin cesar, a Ganesh le costaba trabajo responder a los cumplidos de Ramlogan. Lo único que podía hacer era tragar rápidamente y asentir.

Por fin, Ramlogan abrió la cubierta verde del libro.

– Ojalá pudiera leer como es debido, sahib -dijo. Pero con la emoción, se traicionó, demostrando a las claras que no era analfabeto-. Ciento una preguntas y respuestas sobre la religión hindú, Ganesh Ramsumair, licenciado en Filosofía y Letras. Oye, qué bien suena, ¿verdad, Léela? Fíjate.

Y repitió el título, moviendo la cabeza y sonriendo hasta que se le saltaron las lágrimas.

Léela dijo:

– Oye, ¿cuántas veces te tengo dicho que no vayas por ahí diciendo que eres licenciado?

Ganesh masticó a fondo y tragó con dificultad. Levantó la mirada del plato y dijo, dirigiéndose a Ramlogan:

– De eso hablábamos Beharry y yo el otro día. Es algo que no me parece bien, este sistema moderno de enseñanza. Todo el mundo piensa que lo que importa es el papelito que te dan. Con eso no eres licenciado. Lo que importa es lo que aprendes, cuánto quieres aprender y por qué quieres aprender. Eso es lo que importa para ser licenciado. Así que no sé por qué no puedo ser yo licenciado.

– Claro que eres licenciado, sahib. Me gustaría verme las caras con el primero que diga que no eres licenciado. -Ramlogan pasó unas cuantas páginas más y leyó en voz alta-: Pregunta número cuarenta y seis. ¿Quién es el hindú moderno más importante? A ver, Léela, contesta a eso.

– Vamos a ver… Es… Mahatma Gandhi, ¿no?

– Muy bien, chica. Estupendo. Justo lo que dice el libro. Es un libro muy bonito, sahib, con un montón de cosillas que aprender. Ganesh bebió agua del jarro de latón, que le cubría prácticamente la cara, e hizo unas gárgaras.

– A ver esta -continuó Ramlogan-. Escucha, Léela. Pregunta número cuarenta y siete. ¿Quién es el segundo hindú más importante?

– Lo sabía. Pero me se ha olvidado. Ramlogan no cabía en sí de gozo.

– Lo mismo que decía yo. En este libro hay cosas estupendas. La respuesta es el pandit Jawaharlal Nehru.

– Lo que estaba yo a punto de decir.

– Pues ahora va otra. Pregunta número cuarenta y ocho. ¿Quién es el tercer hindú moderno más importante?

– Deja el libro en paz, papá. Ya lo leeré yo sólita.

– Eso es una chica sensata. Sahib, es la clase de libro que tendrían que dar a los niños en el colegio, y hacerles aprender de memoria. Ganesh tragó un bocado.

– Y también a los mayores.

Ramlogan pasó unas cuantas páginas más. De repente se borró la sonrisa de su rostro.

– ¿Quién es ese tal Beharry al que le regalas el libro? Ganesh comprendió que se avecinaban problemas.

– Si le conoces, hombre. Es un hombrecillo muy delgado, como una cerilla. Su mujer no para de darle la lata. Le conociste el día que viniste a Fuente Grove.

– No es un hombre de estudios, ¿no? Es tendero, como yo, ¿no? Ganesh se echó a reír.

– Pero no tiene nada de tendero. Es Beharry quien empezó a hacerme preguntas y quien me dio la idea para el libro.

Ramlogan dejó 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú sobre la mesa, se levantó y miró con tristeza a Ganesh.

– O sea, sahib, o sea que le regalas el libro a ese hombre en lugar de a tu suegro, el hombre que te ayudó a quemar a tu padre y todo lo demás. Es lo menos que podías hacer por mí, sahib.

¿Quién te ayudó al principio? ¿Quién te regaló la casa de Fuente Grove? ¿Quién te dio el dinero para el Instituto?

– El siguiente libro será tuyo. También he pensado en la dedicatoria.

– No te preocupes por la dedicatoria ni la educatoria. Esperaba ver mi nombre en tu primer libro, nada más. Tenía derecho a esperar una cosa así, ¿no, sahib? Ahora, cuando la gente vea el libro, va a decir: "¿Con la hija de quién se casó el autor?" ¿Es que se lo va a decir el libro?

– El siguiente libro es para ti.

Ganesh rebañó a toda prisa el plato con los dedos.

– A ver, contéstame, sahib. ¿Se lo va a decir el libro? Sahib, estás arrastrando mi nombre por el barro.

Ganesh fue hasta la ventana para hacer gárgaras.

– ¿Quién te defiende siempre, sahib? Cuando todos se ríen de ti, ¿quién te protege? Ah, sahib, qué desilusión. Te doy a mi hija, te doy mi dinero, y tú ni siquiera me quieres dar tu libro.

– Vamos, tranquilo, papá -dijo Léela. Ramlogan estaba llorando a moco tendido.

– ¿Cómo voy a estar tranquilo? A ver, dime: ¿cómo voy a estar tranquilo? No es como si me hiciera algo un desconocido. No, mira, Ganesh, de verdad te lo digo: hoy me has hecho mucho daño. Tal que si coges un cuchillo grande, lo afilas y me lo clavas en el corazón con las dos manos. Léela, me traigas el machete de la cocina.

– ¡Papá! -chilló Léela.

– Que me traigas el machete, Léela -dijo Ramlogan sollozando.

– ¿Qué vas a hacer, Ramlogan? -gritó Ganesh. Sollozando, Léela llevó el machete. Ramlogan lo cogió y lo miró.

– Coge este machete, Ganesh. Vamos, cógelo. Cógelo y acaba de una vez. Dame veinticinco machetazos, y cada vez que me pegues un corte piensa que es tu propia alma lo que estás cortando.

Léela volvió a chillar.

– ¡Papá, no llores! ¡Papá, no digas eso! ¡No seas así, papá!

– No, Ganesh. Vamos, córtame en pedazos.

– ¡Papá!

– A ver, chica, ¿por qué no debo llorar? ¿Cómo? Este hombre me roba y yo no digo nada. Te manda a casa y ni siquiera escribe dos letras para saber si estás viva o muerta, y yo no digo nada. ¡Pero nada de nada! Es lo único que consigo yo en este mundo. La gente va a ver el libro y a decir: "¿Con la hija de quién se casó el autor?" Y el libro no se lo va a decir.

Ganesh dejó el machete bajo la mesa.

– ¡Ramlogan! Es sólo el principio, Ramlogan. El siguiente libro…

– Ni hablarme. Ni dirigirme la palabra. No digas nada más. Me has desilusionado. Te llevas a tu mujer. Te la llevas a casa. Cógela, vete a casa y no vuelvas nunca.

– Pues muy bien. Si eso es lo que quieres… Vamos, Léela, vamonos. Recoge tu ropa. Me voy de tu casa, Ramlogan. Acuérdate: eres tú quien me echa. Pero mira. Aquí, en la mesa. Te dejo este libro. Lo firmo. Y el siguiente…

– Vete -dijo Ramlogan.

Se sentó en la hamaca, apoyó la cabeza entre las manos y sollozó en silencio.

Ganesh esperó a Léela en la carretera.

– ¡Comerciante! -murmuró-. ¡Maldito comerciante de casta baja!

Cuando Léela salió con su maletita, regalo de los cupones de cigarrillos Anchor, Ganesh dijo:

– ¿Cómo es posible que tu padre sea como una mujer, eh?

– No empieces otra vez, hombre.

Beharry y la mooma de Suruj fueron aquella noche, y cuanto Léela y la mooma de Suruj se vieron se echaron a llorar.

– ¡Ha escrito el libro! -gimió la mooma de Suruj.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -asintió Léela, con un gemido aún más agudo, y la mooma de Suruj la abrazó.

– Lo de que tú tengas tu cultura es igual. No debes dejarle. Yo nunca dejaría al poopa de Suruj, y eso que llegué hasta tercer grado.

– ¡No! ¡No!

Una vez acabado aquello, fueron a la tienda de Beharry a cenar. Después, mientras las mujeres fregaban los platos, Beharry y Ganesh discutieron sobre la mejor manera de distribuir el libro.