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– Oye, me parece muy bien todos esos libros que compras, pero a ver cómo se pagan. A ver si empiezas a pensar en ganar algo.

– Mira, chica. Bastantes preocupaciones tengo para que encima me vengas a calentar la cabeza, ¿vale?

Después ocurrieron dos cosas, casi al mismo tiempo, y la suerte de Ganesh cambió para siempre.

Siempre de acá para allá, la Gran Eructadora fue a verlos un día.

– Qué disgusto, Ganesh -dijo-. Pero qué disgusto tan grande. Hoy en día no te puedes fiar de nadie.

Ganesh respetaba el sentido de lo dramático de su tía.

– Bueno, ¿qué ha pasado?

– Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. -Ganesh mostró interés. La mujer hizo una pausa para eructar y pedir agua. Léela se la llevó, y bebió-. Pero que muy mala pasada.

– ¿Qué ha hecho?

La mujer volvió a eructar.

– Ya verás. -Se frotó los pechos-. ¡Dios mío, qué gases! Rey Jorge me ha dejado. Se ha liado con un hombre casado, cerca de Arouca. ¡Qué disgusto, Ganesh!

– ¡Dios, Dios! -exclamó Ganesh, comprensivo-. Menudo disgusto. Pero no te preocupes. Ya encontrarás a alguien.

– No era nadie cuando yo la recogí. Toda la ropa que tenía la llevaba encima. Le compré ropa. La llevé por ahí, para presentarle gente. Le hice unas joyas bien bonitas con mi oro.

– Es como lo que hice yo con este marido que Dios me ha dado -dijo Léela.

La Gran Eructadora se olvidó de sus penas inmediatamente.

– Léela, a ver si te he entendido bien. ¿Es esa forma de hablar de tu marido, chica?

Movió la cabeza lentamente y apoyó la mandíbula en la palma de la mano derecha como si le dolieran las muelas.

– Lo de Rey Jorge me asombra -dijo Ganesh, tratando de apaciguarlas.

Léela se puso chillona.

– ¡Eh, un momento! ¿De modo que tengo un marido que ha perdido todo el sentido de los valores, que está arrastrando mi nombre por el barro y encima quieres que no me queje?

Ganesh se interpuso entre las dos mujeres, pero la Gran Eructadora le empujó.

– No, chico, me dejes. Quiero oír esto hasta el final. -Parecía más herida que enfadada-. Pero, Léela, ¿quién eres tú para preguntarle a tu marido qué hace o deja de hacer? ¡Aja! ¿Esto es lo que llaman e-du-ca-ción?

– ¿Qué tiene de malo la educación? Me han educado, sí, pero no veo por qué todo el mundo se cree que puede insultarme como les venga en gana.

Ganesh se rió sin alegría.

– Léela es buena chica. No tiene mala intención, de verdad. La Gran Eructadora se volvió contra él bruscamente.

– Tiene más razón que un santo la chica. En Trinidad, todo el mundo tiene la idea de que te pasas el día tumbado a la bartola, rascándote los pies. Y rascarse no es como cavar, ¿sabes? No da de comer.

– Oye, yo no me paso el día rascándome los pies. Estoy leyendo y escribiendo.

– Eso dices tú. Yo he venido a contarte lo de Rey Jorge, porque te ayudó mucho con lo de tu boda, pero de verdad te lo digo, chico, que me tienes preocupada. ¿Qué piensas hacer con el futuro?

Léela dijo entre sollozos:

– No dejo de decirle que podía ser pandit. Sabe mucho más que la mayoría de los pandits de Trinidad. La Gran Eructadora eructó.

– Es precisamente lo que venía yo a decirle. Pero Ganesh tiene que ser mucho más que un simple pandit. Si es hindú, ya debería haberse dado cuenta de que tiene que utilizar sus conocimientos para ayudar a otras personas.

– ¿Y qué te crees que hago? -preguntó Ganesh malhumorado-. Pues sentarme a escribir un libro bien gordo. No lo hago por mí, ¿sabes?

– No te pongas así, hombre -le rogó Léela-. Escúchala. La Gran Eructadora añadió, imperturbable:

– Te llevo yo tiempo observando, Ganesh, y desde luego que tienes el poder.

Ganesh se había acostumbrado a que la Gran Eructadora proclamase tales cosas.

– ¿Qué poder?

– Curar a la gente. Curar la mente, curar el alma… ¡Bah! Me estás liando, y sabes muy bien a qué me refiero. Ganesh replicó con acritud:

– ¿Quieres que me ponga a curar a la gente cuando ves que no puedo ni curar una uña del pie? Mimosa, Léela dijo:

– Lo menos que podrías hacer por mí es intentarlo.

– Mira, Ganesh, tiene razón. Es ese poder que no conoces hasta que empiezas a usarlo.

– Bueno, pues vale. Resulta que tengo este gran poder. ¿Cómo empiezo a usarlo? ¿Qué le digo a la gente? "Hoy tienes el alma un poco baja. Venga, te tomes esta oración tres veces al día antes de las comidas."

La Gran Eructadora batió palmas.

– Precisamente. Es justo lo que quería decir.

– ¿Lo ves? ¿Qué te había dicho yo? Que le hicieras un poquito de caso.

La Gran Eructadora añadió:

– Es lo que hacía tu tío, el pobre, hasta que se murió. -A Léela se le entristeció la cara otra vez al oír hablar del difunto, pero la Gran Eructadora se negó a llorar, desdeñándola-. Ganesh, tienes el poder. Lo veo en tus manos, en tus ojos, en la forma de tu cabeza. Eres igualito que tu tío, que Dios lo tenga en su gloria. Si siguiera vivo, sería un gran hombre.

A Ganesh le picó la curiosidad.

– Pero, a ver, ¿qué hago para empezar?

– Te voy a mandar todos los libros de tu tío. Tienen todas las plegarias y de todo, y muchas cosas más. Lo importante no son las plegarias, sino lo demás. Ay, Ganesh, hijo, qué contenta estoy. -Aliviada, se echó a llorar-. Tengo estos libros como una carga, y llevaba tiempo buscando a la persona adecuada para dárselos. Eres tú.

Ganesh sonrió.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

– Si no, ¿por qué crees que Dios te hace llevar la vida que llevas? Si no, ¿por qué te crees que llevas todos estos años sin hacer nada más que leer y escribir?

– Tienes razón -replicó Ganesh-. Siempre he pensado que tenía algo importante que hacer.

A continuación, los tres lloraron un ratito. Léela preparó la comida, comieron, y la Gran Eructadora volvió con sus penas. Mientras se preparaba para marcharse se puso a eructar y a frotarse los pechos, gimiendo:

– ¡Pero qué disgusto, Ganesh! Rey Jorge me ha jugado una mala pasada. ¡Ay, Ganesh, qué disgusto!

Y se marchó, quejándose.

Dos semanas más tarde apareció con un paquete envuelto en algodón rojo salpicado de pasta de sándalo y se lo entregó a Ganesh con el debido ceremonial. Cuando Ganesh deshizo el paquete vio libros de diversos tamaños y diversos tipos. Todos eran manuscritos: unos en sánscrito, otros en hindi; unos en papel, otros en tiras de hojas de palmera. Las tiras de palmera parecían abanicos plegados.

Ganesh le advirtió a Léela:

– Ni se te ocurra tocar estos libros, chica. Si no, no sé qué te puede pasar.

Léela lo entendió y abrió los ojos de par en par.

Y más o menos al mismo tiempo, Ganesh descubrió a los hindúes de Hollywood. Los hindúes de Hollywood viven en Hollywood o en los alrededores. Son hombres santos, cultos, que dan frecuentes partes sobre el estado de su alma, cuyas complejidades y variaciones son infinitas y siempre dignas de mención. Ganesh se sentía un poco molesto.

– ¿Tú crees que yo podría hacer esto en Trinidad y no pasarme nada? -le preguntó a Beharry.

– Hombre, supongo que si realmente sabes hacerlo… Lo que tú les tienes es envidia.

– Oye, si me pongo a ello, puedo escribir un libro así todos los días.

– Ganesh, ya eres un hombre hecho y derecho. Ha llegado el momento de olvidarte de los demás y pensar en ti mismo.

De modo que intentó olvidarse de los hindúes de Hollywood y se dispuso a "prepararse", como él decía. Pronto se puso de manifiesto que el proceso le llevaría tiempo.

Léela empezó a quejarse otra vez.

– Mira, quien te vea no diría que hay guerra y que todo el mundo está sacando dinero. Han venido los americanos a Trinidad, y regalan el trabajo, con unos sueldos bien buenos.

– Estoy en contra de la guerra -replicó Ganesh.

Fue durante aquella época de preparación cuando mi madre me llevó a ver a Ganesh. Nunca supe cómo se había enterado de su existencia, pero mi madre era muy sociable y me imagino que habría conocido a la Gran Eructadora en una boda o un funeral. Y, como decía al principio, si hubiera sido más despierto, habría prestado más atención a las frases que Ganesh murmuraba en hindi mientras me aporreaba la pierna.