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Al pensar en aquella visita que le hice a Ganesh cuando era un muchacho, lo único que me choca ahora es mi egoísmo. Nunca se me pasó por la cabeza que las personas que veía a mi alrededor tuvieran su propia vida, muy importante; que, por ejemplo, yo le resultara tan poco importante a Ganesh como me resultaba a mí curioso, y desconcertante. Pero cuando Ganesh publicó su autobiografía, Los años de culpa, la leí casi con la esperanza de encontrar algunas referencias a mi persona. Por supuesto, no había ninguna.

Ganesh dedica su buena tercera parte del libro a la época, relativamente corta, de su preparación, y quizá sea eso lo más valioso del texto. Un crítico anónimo de Letras, de Nicaragua, escribió lo siguiente: "Este capítulo no contiene mucho de lo que popularmente se considera autobiografía. Por el contrario, nos encontramos con una especie de relato de misterio espiritual, con una técnica que no hubiera deshonrado al creador de Sherlock Holmes. Se constatan todos los hechos, se despliegan con todo lujo de detalles las claves espirituales, pero el lector se mantiene en suspenso sobre el resultado hasta la última revelación, cuando salta a la vista que no podría ser otro que el que es."

Sin duda, Ganesh se inspiró en los hindúes de Hollywood, pero lo que dice no les debe nada a ellos. Cuando lo dijo Ganesh era algo bastante nuevo, pero el sendero que siguió ya está demasiado trillado a estas alturas, y no tiene mucho sentido revisarlo aquí.

La Gran Eructadora volvió. Parecía haberse recobrado de la deserción de Rey Jorge, y nada más ver a Ganesh le dijo:

– Quiero hablar contigo a solas, a ver cómo vas con los libros de tu tío. -Tras el examen dijo que se sentía satisfecha-. Sólo hay una cosa que siempre debes recordar. Es algo que decía tu tío. Si quieres curar a la gente, tienes que creerlos, y ellos tienen que saber que les crees. Pero lo primero, la gente tiene que saber quién eres.

– ¿Cómo? ¿Con una furgoneta con altavoces en San Fernando y Princes Town? -sugirió Ganesh.

– Quia, hombre, vaya a ser que lo confundan con las elecciones municipales. ¿Por qué no imprimes unas octavillas y que te las reparta Bissoon? Tiene mucha experiencia y no se las daría a cualquiera.

Leela dijo:

– No pienso dejar que ese hombre toque nada en esta casa. Es una ruina.

– Curioso -dijo Ganesh-. La última vez era una señal. Ahora es una ruina. No le hagas caso a Léela. Voy a ir a ver a Basdeo, a que imprima unas octavillas, y Bissoon las repartirá.

Basdeo estaba un poco más rollizo cuando Ganesh fue a verle por lo de los catálogos -así los llamaba, por consejo de Beharry-, y lo primero que le dijo a Ganesh fue lo siguiente:

– ¿Todavía quieres guardar el molde de tu primer libro? Ganesh no contestó.

– Tengo una sensación rara contigo -dijo Basdeo, rascándose debajo del cuello de la camisa-. Algo me dice que no lo debo desarmar, y ahí lo tengo. Sí. Contigo tengo una sensación rara. -Ganesh siguió sin decir palabra, y Basdeo se animó más-. Una noticia. Ya sabes cuántas invitaciones de boda imprimo y a mí nadie me invita a una boda. Y mira que yo hablo por los codos. Así que he pensado que me voy a invitar a una boda, o sea que me caso.

Ganesh le dio la enhorabuena y a continuación le explicó fríamente lo que deseaba para su catálogo ilustrado -la ilustración era su fotografía-, y cuando Basdeo leyó el original, donde se describían las aptitudes espirituales de Ganesh, movió la cabeza y dijo:

– Pero vamos a ver, ¿me puedes decir por qué está tan loca la gente en un sitio tan pequeño como Trinidad?

Y después de aquello, Bissoon se negó a hacerse cargo de los catálogos y soltó un largo discurso al respecto.

– No me puedo hacer cargo de ese tipo de cosas impresas. Yo soy vendedor, no repartidor. Y mira lo que te digo. Yo empecé de muy pequeño en este negocio, repartiendo programas de teatro. Después me fui a San Fernando, a vender calendarios. No es que tenga yo nada ni contra ti ni contra tu mujer, pero es que tengo que cuidar mi reputación. En esto del negocio del libro hay que andarse con cuidado.

Léela se disgustó más que Ganesh.

– ¿Ves lo que te digo? Ese hombre es una ruina. Menuda charla nos ha dado. Eso es lo que pasa con los indios de Trinidad: que enseguida se les sube a la cabeza.

La Gran Eructadora se lo tomó por el lado bueno.

– Bissoon no es lo que era. Ya no tiene tan buena mano, desde que se marchó su mujer. Se escapó con Jhagru, el barbero de Siparia, hace unos cinco o seis meses. ¡Y Jhagru es un hombre casado, con seis hijos! Bissoon se fue de la boca, diciendo que si iba a matar a Jhagru y que tal, pero no ha hecho nada. Se ha dado a la bebida, nada más. Ganesh, además tú eres un hombre moderno, con estudios, y creo que deberías hacer las cosas a la moderna: poner un anuncio en los periódicos, hijo.

– ¿Un cupón para rellenar? -preguntó Ganesh.

– Pues bueno, pero tienes que poner una foto tuya. La misma del libro.

– Lo mismo que digo yo desde el principio -dijo Léela-. Lo mejor es lo de anunciarse en los periódicos. Así que no hay necesidad de catálogos con eso.

Beharry y Ganesh se aplicaron con el original y al final les salió aquel anuncio, tan provocador: ¿QUIÉN ES ESE TAL GANESH?, que llegaría a ser famoso. Lo de "ese tal" fue idea de Beharry.

Y había algo más. A Ganesh no le hacía ninguna gracia que dijeran que era un simple pandit. Pensaba que era algo más y que tenía derecho a una palabra más importante. Así que, acordándose de los hindúes de Hollywood, clavó un anuncio en el mango: GANESH, místico.

– Queda bien -dijo Beharry, mirándolo de cerca y mordisqueándose los labios mientras se frotaba el vientre bajo la camiseta-. Queda muy bien, pero ¿crees que la gente se va a creer lo de que eres místico?

– Hombre, el anuncio en los periódicos…

– Eso fue hace dos semanas. A la gente ya se le habrá olvidado. Si quieres que la gente se fíe de ti, tienes que empezar con una campaña. Sí, para anunciarte.

– O sea, que no se lo van a creer. Pues vale, vamos a ver si se lo creen o no.

Instaló un cobertizo en el patio, lo cubrió con hojas de carat que tuvo que traerse de Debe y colocó varios expositores, en los que puso unos trescientos ejemplares de sus libros, incluyendo el de Preguntas y respuestas. Léela retiraba los libros por la mañana y volvía a colocarlos por la noche.

– ¡O sea, que no se lo creen! -decía Ganesh.

Después esperó la llegada de los clientes, como él los llamaba.

La mooma de Suruj le dijo a Léela:

– Qué lástima te tengo, Léela, hija. Ganesh se ha vuelto loco esta vez.

– Bueno, es que son los libros, y a ver por qué no va la gente a verlos. Los hay que van por ahí en coches enormes para presumir.

– Pues yo estoy muy contenta de que el poopa de Suruj no lea mucho, y de no haber pasado del tercer grado. Beharry movió la cabeza.

– Sí. Esto de la educación y la lectura es una cosa muy peligrosa. Es de lo primero que le dije yo a Ganesh.

Ganesh esperó un mes. No apareció ni un solo cliente.

– Otros veinte dólares que has tirado con eso de los anuncios -se lamentó Léela-. Y lo del cartel y los libros. Por tu culpa, soy el hazmerreír de Fuente Grove.

– Mira, chica, aquí estamos en el campo, y si la gente no ve las cosas, pues qué le vamos a hacer. Desde mi punto de vista personal, pienso que hay que poner otro anuncio en los periódicos. O sea, una campaña como es debido. Léela dijo entre sollozos:

– Que no hombre, que no. ¿Por qué no dejas eso y coges un trabajo? Fíjate, el primo de la mooma de Suruj, o yo qué sé, Sookram. El chico ha dejado lo de dentista y Sookram lo de sanador y se ha puesto a trabajar como Dios manda. La mooma de Suruj me ha contado que se saca más de treinta dólares a la semana con los americanos. Venga, aunque sólo sea por mí, ¿por qué no te decides a coger un trabajo como Dios manda?

– Es que tú consideras este asunto desde otro punto de vista. Vamos a ver. ¿Tu ciencia del pensamiento te dice que la guerra va a durar siempre? ¿Qué les pasará a Sookram y los demás sanadores cuando los americanos se marchen de Trinidad?

Léela siguió sollozando.