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– Mira, yo lo veía venir -dijo Léela-. Te lo dije, que te iba a cambiar la suerte.

– Chica, todavía no sabemos qué va a pasar. Deja que me lo piense.

Se quedó largo rato en el estudio, consultando los libros de su tío. Empezaban a formársele lentamente las ideas cuando entró Beharry, hecho una furia.

– ¿Cómo puedes ser tan desagradecido, Ganesh?

– ¿Pero qué pasa?

Estaba tan enfadado, que Beharry parecía impotente. Se mordisqueó los labios con tal fuerza que no pudo hablar durante unos minutos. Cuando lo consiguió, dijo tartamudeando:

– No me digas que no lo sabes. A ver, ¿por qué no has subido a la tienda a contarme lo que pasaba, eh? Llevas venga y venga de semanas yendo allí, pero hoy se te ha antojado que deje la tienda, con el pequeño Suruj para encargarse de ella, y te tengo que venir a ver yo.

– Venga, hombre, si pensaba ir más tarde.

– A ver, dime: ¿qué va a pasar si entra alguien en la tienda y le da una paliza a Suruj y a la mooma de Suruj y se lo lleva todo?

– Que iba a ir, Beharry. Es que primero estaba pensando un poco.

– Qué va. Estás hecho un presumido, nada más. Ese es el problema con los indios en todo el mundo.

– Pero es que he empezado con esto nuevo, y es muy importante.

– ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? Pero si seré tonto… ¡Encima voy y me preocupo por tus cosas! ¿Puedes hacerlo?

– Dios me ayudará un poco.

– Vale, vale. Me puedes contar lo que quieras, pero no me vengas a pedir nada, ¿te enteras?

Y se marchó.

Ganesh se pasó todo el día y la mayor parte de la noche leyendo y pensando, muy concentrado.

– No sé por qué dedicas tanto tiempo a un niño negro -dijo Léela-. Cualquiera diría que estás haciendo los deberes del colegio.

Cuando Ganesh vio al chico a la mañana siguiente pensó que nunca había visto a nadie tan atormentado. Un tormento agudizado por un profundo desamparo. Aunque el chico estaba delgado y tenía los brazos huesudos y frágiles, era evidente que antes estaba fuerte y sano. Tenía los ojos como muertos, sin brillo. No reflejaban un miedo pasajero, sino un miedo constante, tan intenso que ya no le producía ninguna sensación.

Lo primero que le dijo Ganesh al chico fue lo siguiente:

– Mira, hijo, no tienes que preocuparte. Quiero que sepas que puedo ayudarte. ¿Tú crees que puedo ayudarte?

El chico no hizo nada, pero a Ganesh le dio la impresión de que retrocedía un poco.

– ¿Cómo voy a saber que no se está riendo de mí, como en el fondo hace todo el mundo?

– ¿Yo me estoy riendo? Yo te creo, pero tú también tienes que creerme.

El chico miró los pies de Ganesh.

– Algo me dice que eres buen hombre, y te creo. Ganesh le pidió a la madre del chico que saliera de la habitación, y cuando hubo salido, preguntó:

– ¿Ahora ves la nube?

El chico miró a Ganesh a la cara por primera vez.

– Sí. -Su voz estaba a medio camino entre el susurro y el grito-. Está aquí mismo, y sus manos se me acercan, cada vez más grandes.

– ¡Dios mío! -gritó Ganesh-. Yo también la veo. ¡Dios mío!

– ¿La ve? ¿La ve? -El chico abrazó a Ganesh-. ¿Lo ve, cómo me persigue? ¿Ve esas manos que tiene? ¿No oye lo que dice?

– Tú y yo es uno -dijo Ganesh, todavía un poco agitado, pero sin preocuparse por la corrección del idioma-. ¡Dios mío! ¿No oyes los latidos de mi corazón? Sólo tú y yo lo vemos porque tú y yo es uno. Pero mira qué te voy a decir. Tú tienes miedo de la nube, pero la nube tiene miedo de mí. Fíjate, yo llevo años y años dando palizas a nubes como esa. O sea, que mientras estés conmigo, no te hará daño.

Al chico se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó con más fuerza a Ganesh.

– Sé que es un buen hombre.

– No puede hacerte nada mientras yo esté a tu lado. Verás: tengo poderes sobre estas cosas. Mira todos esos libros que hay en la habitación, y los escritos de las paredes y todo. Me ayudan a conseguir el poder que tengo y la nube les tiene miedo. Así que tú no te asustes. Y ahora, dime cómo pasó.

– Mañana es el día.

– ¿Qué día?

– Viene a por mí mañana.

– No digas bobadas. Vale, viene mañana, ¿pero cómo te va a llevar si estás conmigo?

– Lo lleva diciendo un año.

– ¿Cómo? ¿Qué llevas un año viéndola?

– Y cada vez es más grande.

– Bueno, vamos a ver. Tenemos que dejar de hablar de ella como si nos diera miedo. Estas cosas saben cuándo les tienes miedo, ¿sabes?, y entonces se ponen como fieras. ¿Qué tal vas en el colegio?

– Lo he dejado.

– ¿Y tus hermanos y hermanas?

– No tengo hermanas.

– ¿Y tus hermanos?

El chico emitió un fuerte grito.

– Mi hermano está muerto. El año pasado. Yo no quería verle muerto. Yo no quería que Adolphus se muriese.

– Eh, un momento. ¿Quién dice que querías que se muriese?

– Todo el mundo. Pero no es verdad.

– ¿Murió el año pasado?

– Mañana hará un año justo.

– Cuenta cómo murió.

– Le dio un golpe un camión. Le aplastó contra una pared y le hizo pedazos. Pero todo el rato intentó escaparse. Intentó salir y lo único que pudo hacer fue sacar un pie del zapato, el izquierdo. El tampoco quería morirse. Y el hielo se derretía al sol y corría por la acera al lado de la sangre.

– ¿Tú lo viste?

– Yo no lo vi, yo tendría que haber ido a por el hielo, no él. Mamá me pidió que fuera a comprar hielo para el zumo de pomelo y yo se lo pedí a mi hermano, y fue y le pasó eso. El sacerdote y todo el mundo dice que fue culpa mía y que tengo que pagar por mis pecados.

– ¿Pero quién es el imbécil que te dice eso? Bueno, es igual. Ahora no debes hablar de ello. Pero acuérdate: tú no eres el responsable. No fue culpa tuya. Yo veo más claro que el agua que tú no querías que tu hermano muriese. Y a esa nube, mañana mismo le arreglamos las cuentas, cuando se acerque tanto a ti que yo la cogeré, y se va a enterar.

– ¿Sabe una cosa, señor Ganesh? Creo que la nube le está cogiendo miedo a usted.

– Mañana la vamos a hacer correr, ya lo verás. ¿Quieres dormir aquí esta noche?

El chico sonrió, un tanto perplejo.

– Vale. Pues te vas a casa. Mañana ajustamos las cuentas a la señora Nube. ¿A qué hora dices que viene a por ti?

– No se lo he dicho. A las dos.

– A las dos y cinco vas a ser el chico más feliz del mundo. Puedes creerme.

La madre del chico y el taxista estaban sentados en la galería, el taxista en el suelo, con los pies en los escalones.

– El chico se va a poner bien -dijo Ganesh.

El taxista se levantó, se sacudió los fondillos del pantalón y escupió en el patio: por poco no le dio a los libros de Ganesh que estaban expuestos. La madre del chico también se levantó, y rodeó con un brazo los hombros de su hijo. Miró inexpresiva a Ganesh.

Cuando se marcharon, Léela dijo:

– Oye, a ver si puedes ayudar a esa señora. Me da mucha lástima. Ha estado aquí todo el rato, sin decir ni media palabra, con una carita de tristeza…

– Mira, chica, es el caso más importante que te puedes encontrar en el mundo. Sé que ese chico se muere mañana a menos que yo haga algo. Es una sensación muy rara, como si estuvieras viendo una obra de teatro y luego te das cuenta de que están matando de verdad a la gente en el escenario.

– ¿Pues sabes lo que he estado pensando? Que no me cae nada bien el taxista. O sea, viene aquí, ve todos los libros, y no dice nada. Va y me pide agua y esto y lo otro y ni siquiera me dice un triste "gracias". Y resulta que está ganando un montón de dinero trayendo aquí a esa pobre gente.

– Vamos a ver, ¿por qué tienes que ser como tu padre? ¿Por qué quieres distraerme de lo que estoy haciendo? ¿Es que prefieres que me ponga de taxista?

– No, si yo sólo estaba pensando.

Una vez que se hubo lavado las manos, después de comer, Ganesh dijo:

– Léela, tráeme la ropa, o sea, la occidental.

– ¿Adonde vas?

– Tengo que ver a alguien en lo del petróleo.

– ¿Y para qué?

– ¡Tonnerre! Anda que no preguntas cosas. Beharry y tú sois igualitos.

Léela no preguntó nada más y obedeció. Ganesh se cambió de ropa: pantalones y camisa en lugar de dhoti y koortah. Y antes de salir dijo: