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– Pues mira, a veces me alegro de haber estudiado.

Volvió horas más tarde, radiante, y se puso de inmediato a recoger el dormitorio. Lo que decía Léela le daba igual. Colocó la cama en el cuarto de estar, el estudio, y la mesa del estudio en el dormitorio. Puso la mesa boca abajo y un biombo de tres hojas alrededor de las patas. Le dijo a Léela que colgara una gruesa cortina en la ventana, y revisó minuciosamente las paredes de madera para tapar todas las rendijas por las que pudiera colarse la luz. Colocó de otra forma las estampas y las citas, y le dio lugar de preferencia a la diosa Lakshmi, por encima de la mesa patas arriba, tapada con el biombo. Debajo de la diosa colocó una palmatoria.

– Da mucho susto -dijo Léela.

Ganesh recorrió la habitación en penumbra, frotándose las manos y tarareando una canción de una película hindú.

– No importa si dormimos en el estudio.

Después decidieron qué iban a hacer al día siguiente.

Quemaron alcanfor e incienso durante toda la noche en el dormitorio, y muy de mañana, Ganesh se levantó para ver cómo olía la habitación.

Léela todavía estaba dormida. Ganesh la sacudió por un hombro.

– Niña, huele bien y todo parece bien. Anda, levántate y ordeña la vaca. La ternera está mugiendo.

Se bañó mientras Léela ordeñaba la vaca y limpiaba el establo; hizo puja mientras Léela preparaba el té y roti, y cuando Léela empezó a arreglar la casa, se fue a dar un paseo. El sol no había empezado a picar; las hojas de las hierbas altas aún estaban escarchadas de rocío y los dos o tres hibiscos polvorientos de la aldea tenían flores rosas, frescas, que se encogerían antes de mediodía.

– Hoy es el gran día -dijo Ganesh en voz alta, y volvió a rezar por el éxito.

Poco después de las doce llegaron el chico, su madre y su padre, en el mismo taxi del día anterior. Vestido de nuevo con sus prendas hindúes, Ganesh le saludó en hindi, y Léela tradujo, como habían acordado. Se quitaron los zapatos en la galería y Ganesh los acompañó hasta el dormitorio en penumbra, con aroma a alcanfor e incienso e iluminado únicamente por la vela bajo la representación de Lakshmi en el loto. Las demás estampas apenas se veían en la semioscuridad: un corazón sangrante atravesado por cuchillos, supuesto retrato de Cristo, dos o tres cruces y otros dibujos de dudoso significado.

Ganesh sentó a sus clientes ante la mesa tapada por el biombo y a continuación se sentó tras el biombo, de modo que no le vieran. Con el largo y negro pelo suelto, Léela se sentó delante de la mesa, frente al chico y sus padres. En la oscuridad de la habitación resultaba difícil ver algo más que las camisas blancas del chico y su padre.

Ganesh empezó a salmodiar en hindi.

Léela le dijo al chico:

– Pregunta si crees en él.

El chico asintió, sin convicción.

Léela le dijo a Ganesh en inglés:

– Me parece que en realidad no cree en ti.

Y a continuación lo repitió en hindi. Le dijo al chico:

– Dice que tienes que creer. Ganesh continuó salmodiando.

– Dice que tienes que creer, aunque sea dos minutos, porque si no crees en él completamente, él también morirá.

El chico gritó en medio de la oscuridad. La vela se consumía lentamente.

– ¡Creo en él! ¡Creo en él! Ganesh siguió salmodiando.

– Creo en él. No quiero que se muera también.

– Dice que sólo será lo suficientemente fuerte para matar la nube si crees en él. Necesita toda la fuerza que puedes darle. El chico dejó la cabeza colgando.

– No dudo de él. Léela dijo:

– Ha cambiado la nube. Ya no te sigue a ti. Le persigue a él. Si no crees, la nube le matará, y después te matará a ti, y a mí y a tu madre y a tu padre.

La madre del chico gritó:

– ¡Ya estás creyendo, Héctor! ¡Ahora mismo! Léela insistió:

– Tienes que creer, tienes que creer.

Ganesh dejó de salmodiar de repente y el silencio estremeció la habitación. Se levantó de detrás del biombo y, otra vez salmodiando, se acercó al chico y le pasó las manos de una forma curiosa por la cara, la cabeza y el pecho.

Léela repitió:

– Tienes que creer. Estás empezando a creer. Le estás dando tu fuerza. Está tomando tu fuerza. Estás empezando a creer, está tomando tu fuerza, y la nube está asustada. La nube sigue avanzando, pero está asustada. Viene, pero está asustada.

Ganesh volvió tras el biombo.

Léela dijo:

– La nube llega. Héctor dijo:

– Sí que creo en él.

– Se acerca. Ya casi está aquí. Todavía no está en la habitación, pero se acerca. No se le puede resistir. Ganesh salmodiaba con frenesí.

Léela dijo:

– Está empezando la lucha entre ellos. Ya ha empezado. ¡Ay, Dios mío! La nube va a por él, no a por ti. ¡Dios mío! ¡La nube se está muriendo! -gritó Léela, y al mismo tiempo se oyó un ruido, como una explosión sofocada, y Héctor exclamó:

– ¡Dios mío! Lo veo. Me está dejando. Lo noto: me está dejando.

La madre dijo:

– Ay, Héctor, Héctor. No es una nube. Es el diablo. El padre de Héctor dijo:

– Y yo veo cuarenta diablillos con él.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó Héctor-. ¿Veis cómo matan la nube? Mira, mamá, la están rompiendo. ¿Lo ves?

– Sí, hijo. Lo veo. Está cada vez más fina. Está muerta.

– ¿Lo ves, papá?

– Sí, Héctor. Lo veo.

Y madre e hijo se echaron a llorar, aliviados, mientras Ganesh continuaba con la salmodia y Léela se desplomaba en el suelo. Héctor gritaba:

– ¡Mamá, se ha marchado! ¡Se ha marchado!

Ganesh dejó de salmodiar. Se levantó y los llevó a la habitación de fuera. El aire estaba más fresco y la luz parecía deslumbrante. Era como entrar en un mundo nuevo.

– Señor Ganesh -dijo el padre de Héctor-. No sé qué podemos hacer para agradecérselo.

– Lo que quieran. Si quieren recompensarme, no diré que no, porque tengo que vivir de algo. Pero no quiero que se esfuercen. La madre de Héctor dijo:

– Pero ha salvado una vida.

– Es mi deber. Si quieren mandarme algo, pues bien. Pero no vayan por ahí hablando a la gente de mí. Este trabajo no te permite coger demasiadas cosas. Con un caso como este, a veces me quedo agotado durante una semana.

– Lo entiendo -dijo la mujer-. Pero no se preocupe. Vamos a mandarle cien dólares en cuanto lleguemos a casa. Se los merece.

Ganesh los despidió apresuradamente.

Cuando volvió a entrar en la pequeña habitación, la ventana estaba abierta y Léela descolgaba las cortinas.

– ¡Chica, no sabes lo que haces! -gritó-. Estás perdiendo el olfato. Ya vale, ¿me oyes? Esto es sólo el principio. Fíjate en lo que te digo: dentro de nada, esta casa se va a llenar de gente de toda Trinidad.

– Retiro todas las cosas malas que he dicho y he pensado de ti. Hoy me has hecho sentir pero que muy bien. Por mí, Soomintra puede quedarse con su tendero y su dinero. Pero una cosa: no me vuelvas a pedir que me suelte el pelo ni meterme en este lío.

– No lo vamos a hacer más. Sólo quería asegurarme esta vez. Les sienta bien, eso de oírme hablar en una lengua que no entienden. Pero la verdad es que no hace falta.

– ¿Sabes una cosa? Que yo vi la nube.

– La madre ve un diablo, el padre cuarenta diablillos, el chico una nube, y tú vas y dices que también has visto la nube. Mira, chica: diga lo que diga la mooma de Suruj sobre lo de la educación, a veces tiene su utilidad.

– ¡Pero bueno! ¡No me digas que ha sido un truco! Ganesh no dijo nada.

No apareció nada en los periódicos sobre este acontecimiento, pero al cabo de dos semanas toda Trinidad sabía de la existencia de Ganesh y sus poderes. La noticia se propagó gracias a la rumorología local, el servicio de Negrograma, eficaz y poco menos que clarividente. A medida que Negrograma divulgaba la noticia, se magnificaban los éxitos de Ganesh, y sus poderes alcanzaban la categoría de olímpicos.

Se presentó la Gran Eructadora, que había estado en Icacos, en un funeral, y se echó a llorar en el hombro de Ganesh.

– Al fin has descubierto para qué tienes mano -dijo.

Léela escribió a Ramlogan y a Soomintra.