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Y cuando Beharry iba a ver a Ganesh, decía:

– La mooma de Suruj no se encuentra bien esta mañana. Si no, habría venido. Pero manda recuerdos.

Lo que más satisfizo a Ganesh durante aquellos primeros meses místicos fue el éxito de sus Preguntas y respuestas.

Fue Basdeo, el impresor, quien descubrió las posibilidades. Fue a Fuente Grove un domingo por la mañana y se encontró a Ganesh y a Beharry sentados sobre unas mantas en la galería. Con dhoti y camiseta, Ganesh leía The Sentinel (entonces le llevaban el periódico a casa todos los días). Beharry tenía la mirada fija y se mordisqueaba los labios.

– Es lo que te dije -dijo Basdeo tras los saludos. Estaba algo más que un poco rechoncho y cuando se sentó cruzó las piernas con dificultad-. Todavía guardo el molde de tu libro, pandit. ¿Te acuerdas? Te dije que tenía una sensación especial contigo. Es un libro bueno de verdad, y en mi opinión, debería tener la oportunidad de leerlo más gente.

– Todavía me quedan más de novecientos ejemplares.

– Pues los vendes a dólar cada uno, pandit. La gente te los va a quitar de las manos, te lo digo yo. No hay de qué avergonzarse. Cuando los acabes, hago otra edición…

– Edición revisada -intervino Beharry, pero en voz muy baja, y Basdeo no le hizo caso.

– Otra edición, pandit. Cubierta de tela, sobrecubierta, papel más grueso, más ilustraciones.

– Edición de lujo -dijo Beharry.

– Exacto. Una bonita edición de lujo. ¿Qué te parece, sahib? Ganesh sonrió y dobló The Sentinel con sumo cuidado.

– ¿Cuánto va a sacar de esto la Imprenta Eléctrica Élite?

Basdeo no sonrió.

– Esta es la idea, sahib. Imprimo el libro a mi costa. En una edición de lujo bien grande. Traemos los libros aquí. Hasta entonces, tú no pagas ni un centavo. Vendes cada libro a dos dólares. Por cada uno te llevas un dólar. No tienes que mover ni un dedo. Y es un libro bueno y santo, sahib.

– ¿Y los demás vendedores? -preguntó Beharry. Basdeo se volvió hacia él con recelo.

– ¿Qué vendedores? Sólo el pandit y yo vamos a ocuparnos de los libros. Sólo Ganesh y yo, pandit, sahib. Beharry se mordisqueó los labios.

– Es buena idea, y un buen libro.

De modo que 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú fue el primer best seller de la historia editorial de Trinidad. La gente estaba dispuesta a pagarlo. Los simples lo compraban como amuleto; los pobres porque era lo mínimo que podían hacer por el pandit Ganesh, pero a la mayoría les interesaba de verdad. Sólo se vendía en Fuente Grove y ya no hacía falta la buena mano de Bissoon para las ventas.

Sin embargo, Bissoon fue a pedir unos cuantos ejemplares. Parecía más alto y más delgado, y a unos ciento cincuenta metros de distancia no se le confundía con un niño. Había envejecido mucho. Su traje estaba raído y lleno de polvo, la camisa sucia, y no llevaba corbata.

– La gente ya no me compra nada, sahib. Algo ha pasado. Pienso que con tu catecismo me volverá la buena mano y la suerte.

Ganesh le explicó que Basdeo era el responsable de la distribución.

– Y no quiere vendedores. Yo no puedo hacer nada, Bissoon. Lo siento.

– Es mi suerte, sahib.

Ganesh levantó un extremo de la manta en la que estaba sentado y sacó unos billetes de cinco dólares. Contó cuatro y se los ofreció a Bissoon.

Para su sorpresa, Bissoon se puso de pie, como en los viejos tiempos, se sacudió la chaqueta y se enderezó el sombrero.

– ¿Te crees que he venido aquí a pedir limosna, Ganesh? Yo era alguien pero que muy importante cuando tú todavía llevabas pañales, ¿y ahora me quieres dar limosna?

Y se marchó.

Fue la última vez que Ganesh le vio. Durante mucho tiempo nadie supo qué había sido de él, ni siquiera la Gran Eructadora, hasta que un domingo por la mañana Beharry dio la noticia de que la mooma de Suruj creía haberle visto fugazmente con uniforme azul en el patio del Asilo de los Pobres de Western Main Road, en Puerto España.

Un domingo, Beharry dijo:

– Pandit, creo que debo decirte una cosa, pero no sé por dónde empezar. Debo decírtelo porque no me gusta oír a la gente ensuciando tu nombre.

– Ah.

– La gente dice cosas malas, pandit.

Leela, alta, delgada, frágil con el sari, salió a la galería.

– Vaya, Beharry. Tienes buen aspecto. ¿Qué tal? ¿Y la mooma de Suruj? ¿Y Suruj y los niños? ¿Todos bien?

– ¡Ah! -exclamó Beharry, como para disculparse-. Bien están. Pero, ¿y tú, Leela? Últimamente pareces muy enferma.

– Qué sé yo, Beharry. Con un pie en la tumba, como se suele decir. No sé qué me pasa, pero estoy tan cansada… Hay tantas cosas que hacer… Es que tengo que coger vacaciones.

Se desplomó en el otro extremo de la galería y empezó a abanicarse con The Sunday Sentinel.

Beharry dijo:

– Ay, maharaní -y se volvió hacia Ganesh, que no le hacía el menor caso a Leela-. Pues sí, pandit. La gente se queja.

Ganesh no dijo nada.

– Hay quien dice incluso que eres un ladrón. Ganesh sonrió.

– No se quejan de ti, pandit. -Beharry se mordisqueó los labios, angustiado-. Es de los taxistas. Ya sabes lo difícil que es llegar hasta aquí, y los taxistas cobran hasta cinco chelines.

Ganesh dejó de sonreír.

– ¿Y es verdad?

– Es verdad, pandit, que Dios me ayude. Y lo malo es que la gente dice que tú eres el dueño de los taxis, pandit, y que si no cobras por la ayuda que das a la gente es porque lo sacas de los taxis.

Léela se levantó.

– Mira, creo que voy a echarme un ratito. Beharry, le des recuerdos míos a la mooma de Suruj. Ganesh no la miró.

– De acuerdo, maharaní -dijo Beharry-. Y tienes que cuidarte mucho.

– Pero mira, Beharry, aquí vienen muchos taxis.

– Ahí te equivocas, pandit. Sólo son cinco. Siempre los mismos. Y todos cobran el mismo precio.

– ¿Y de quién son esos taxis?

Beharry se mordisqueó los labios y jugueteó con el extremo de la manta.

– Ay, pandit, ahí está lo malo. No me di cuenta yo. Fue la mooma de Suruj. Esta mujer y los otros, pandit, se dan cuenta de cosas que nosotros no vemos ni con lupa. Son más listos que el mismo diablo.

Beharry se echó a reír. Ganesh estaba serio. Beharry bajó la vista hacia su manta.

– ¿De quién son los taxis?

– Me da vergüenza decírtelo, pandit, pero es tu suegro. Eso dice la mooma de Suruj. Ramlogan, el de Fourways. Lleva ya sus buenos tres meses mandando esos taxis aquí.

– ¡Aja!

Ganesh se levantó bruscamente de la manta y entró en la casa. Beharry le oyó gritar.

– ¡Mira, chica, a mí me da igual que estés cansada! Para contar dinero nunca estás cansada. Lo que quiero son hechos. Tu padre y tú sois buenos comerciantes: comprar, vender, hacer dinero, dinero.

Beharry le escuchaba, complacido.

– No es idea de tu padre. Es demasiado simplón. Es idea tuya, ¿eh? A tí y a tu padre os da igual el nombre que yo tengo aquí, con tal de sacar dinero. ¿Pues sabes lo que te digo? Que es mi dinero. A ver, hace un año, ¿cuántos coches venían a Fuente Grove en un mes? Uno, dos. ¿Y ahora? Cincuenta, hasta cien. ¿Y por quién? ¿Por tu padre o por mí?

Beharry oyó llorar a Léela. Después un bofetón. El llanto cesó. Oyó los pesados pasos de Ganesh al volver a la galería.

– Eres un buen amigo, Beharry. Esto lo arreglo yo ahora mismo.

Antes del mediodía, Ganesh había comido, se había vestido -no con ropa occidental, sino con su habitual atuendo hindú- y se dirigía a Fourways en taxi. Era uno de los de Ramlogan. El conductor, un hombrecillo gordo que rebotaba alegremente en el asiento, manejaba el volante casi como si le tuviera cariño. Cuando no le hablaba a Ganesh entonaba un cántico en hindi, que al parecer sólo tenía tres palabras: Dios sea alabado. Explicó lo siguiente: