– Mire, pandit. Nos quedamos cinco taxistas en Princes Town o San Fernando, y vamos y le decimos a la gente que si le van a ver a usted sólo pueden venir en nuestros coches, porque así lo dice usted. Bueno, eso es lo que dice el señor Ramlogan. Pero a mí me parece bien, porque nos bendice el taxi. -Volvió a entonar el Dios sea alabado unas cuantas veces-. ¿Qué le parecen sus estampas, sahib?
– ¿Qué estampas?
El taxista volvió a entonar el cántico.
– Lo de la puerta, donde otros taxis llevan la tarifa.
Era una representación enmarcada de la diosa Lakshmí, de pie, como siempre, en un loto, editada por Gita Press, de Gorakhpur, India. No había tarifa.
– Es una idea estupenda, sahib. El señor Ramlogan dice que es idea de usted, y todos nosotros, los de los cinco taxis, nos quitamos el sombrero ante usted, sahib. -Se puso serio-Te sientes bien, sahib, llevando un taxi con una estampa sagrada, sobre todo si la ha bendecido usted. Y a la gente también le gusta.
– ¿Pero qué pasa con los demás taxistas?
– Ah, sahib. Ahí está lo malo: cómo quitarse de encima a esos hijos de perra. Hay que tener mucho cuidado con ellos. Mienten más que hablan. Ah, y Sookhoo se encontró uno el otro día que estaba pegando su estampa sagrada, por su cuenta.
– ¿Qué hizo ese Sookhoo?
El taxista se echó a reír y volvió a cantar.
– Sookhoo es listo, sahib. Cogió el coche, le quitó la manivela y le dijo más tranquilo que todas las cosas que si no dejaba de hacer el idiota usted le iba a echar un hechizo al coche.
Ganesh se aclaró la garganta.
– Así es Sookhoo, sahib. Pero atención al resultado. Ni dos días habían pasado cuando aquel hombre tiene un accidente. Un accidente pero que muy malo.
El taxista se puso a cantar otra vez.
Ramlogan tuvo abierta la tienda toda la semana. Estaba prohibido por ley vender comestibles los domingos, pero no existía normativa contra la venta de bollos, gaseosa o cigarrillos en tales días.
Estaba sentado en el taburete, detrás del mostrador, sin hacer nada, simplemente mirando la carretera, cuando paró un taxi del que salió Ganesh. Ramlogan tendió los brazos y se echó a llorar.
– Ah, sahib, sahib. Has perdonado a un pobre viejo. Yo no quería echarte aquel día, sahib. Desde entonces no paro de pensar y decir: "Ramlogan, ¿qué pasa con tu carácter? Ay, Ramlogan, ¿qué pasa con tu sentido de los valores?" Día y noche, sahib, no paro de rezar para que me perdones.
Ganesh se echó el extremo de la chalina verde de borlas sobre un hombro.
– Tienes buen aspecto, Ramlogan. Te estás poniendo gordo. Ramlogan se enjugó las lágrimas.
– Sólo son gases, sahib. -Se sonó la nariz-. Sólo gases. -Estaba más gordo y canoso, más grasiento y mugriento-. Anda, sahib, te sientes. Tú por mí no te preocupes. Yo estoy bien. ¿Te acuerdas, sahib, cuando venías siendo un chico a la tienda de Ramlogan y te sentabas justo ahí y hablabas con el viejo? Qué bien hablabas, sahib. A mí me dejaba pasmado, oír las ideas que tenías ahí detrás del mostrador. Pero ahora -agitó las manos, señalando la tienda y volvieron a llenársele los ojos de lágrimas-, todo el mundo me ha dejado. Solo. Soomintra ni siquiera quiere acercarse a mí.
– No es de Soomintra de lo que he venido a hablar.
– Ay, sahib. Ya sé que vienes para consolar a un viejo que han dejado solo. Soomintra dice que soy demasiado anticuado. Y Léela, siempre está contigo. ¿Por qué no te sientas, sahib? No está sucio. Sólo lo parece.
Ganesh no se sentó.
– Ramlogan, vengo a comprarte los taxis. Ramlogan dejó de llorar y se bajó del taburete.
– ¿Los taxis, sahib? ¿Pero qué te importan a ti los taxis? -Se echó a reír-. Un hombre con estudios como tú…
– Ochocientos dólares cada uno.
– Ah, sahib, ya sé que lo que quieres es ayudarme. Sobre todo ahora que no se saca dinero con los taxis. No es trabajo para un místico de fama como tú. Sahib, yo compré los taxis y eso sólo porque cuando te haces viejo y estás solo, tienes que tener algo que hacer. ¿Te acuerdas de esta vitrina, sahib?
La vitrina parecía tan integrada en la tienda que Ganesh no se había dado cuenta. Las molduras estaban llenas de mugre, el cristal remendado y vuelto a remendar con papel de estraza y, en una parte, con un trozo de la portada de The lllustrated London News.
Las patitas de la vitrina estaban apoyadas sobre cuatro latas de salmón llenas de agua, para que no entraran las hormigas. Hacía falta más memoria que imaginación para creer que la vitrina hubiera estado nueva e impoluta alguna vez.
– Me alegro de haber puesto mi granito de arena para modernizar Fourways, pero nadie me lo agradece. Nadie, sahib.
Olvidándose momentáneamente de su misión, Ganesh miró el recorte de periódico y el anuncio de Léela. El recorte tenía un color tan pardo que parecía chamuscado. El anuncio de Léela se había desteñido y era casi ilegible.
– Así es la vida, sahib. -Ramlogan siguió la mirada de Ganesh-. Pasan los años. Nacen personas. Se casan. Se mueren. Es bastante para hacer de cualquiera un auténtico filósofo, sahib.
– La filosofía es mi trabajo. Hoy es domingo… Ramlogan se encogió de hombros.
– A ti no te hacen falta los taxis, sahib.
– Te sorprendería saber cuánto tiempo libre tengo últimamente. ¿Y si llegamos a un acuerdo ahora mismo, eh? Ramlogan se puso muy triste.
– ¿Por qué quieres dejarme en la miseria, sahib? ¿Por qué quieres hacerme desgraciado a mi edad? ¿Por qué te metes con un pobre viejo inculto que no sabe ni dónde tiene la mano derecha?
Ganesh frunció el ceño.
– Sahib, no te estaba devolviendo la faena.
– ¿Cómo que devolviendo? ¿Qué faena me tenías que devolver? Cualquiera que pase por la calle en esta tarde calurosa de domingo y te oiga dirá que yo te he hecho una faena.
Ramlogan apoyó las manos en el mostrador.
– Sahib, sabes que me estás enfadando. Yo no soy como otros, ¿sabes? Ya sé que eres místico, pero no te metas conmigo, porque cuando me enfado, a saber qué soy capaz de hacer.
Ganesh se quedó esperando.
– De no ser mi yerno, sabes que te echaría de aquí a patadas.
– Ramlogan, ¿no estás un poco harto de hacerte el listo, con lo viejo que eres?
Ramlogan dio un golpazo en el mostrador.
– Cuando me robaste en tu boda, no tuvimos estas tonterías místicas. Mira, te largues de aquí si no quieres ponerme de mal genio. Y además, es una carretera del Gobierno y todo el mundo puede llevar un taxi a Fuente Grove. Ganesh, como intentes algo, te saco en los periódicos, ¿entendido?
– ¿Que me sacas en los periódicos?
– Tú me sacaste a mí en los periódicos una vez, ¿no te acuerdas? Pero te aseguro que para ti no va a ser agradable. ¡Dios mío, lo que te he tenido que aguantar! Y sólo por estar casado con esa hija mía. Si entraras en razón, podríamos sentarnos tranquilamente, abrir una lata de salmón y hablar. Pero eres demasiado avaricioso. Quieres ser tú quien roba a la gente.
– Lo que quiero es hacerte un favor, Ramlogan. Te voy a dar dinero por los taxis. Si compro otros, ¿crees que vas a encontrar a alguien para conducir los tuyos desde Princes Town y San Fernando a Fuente Grove? Tú me dirás.
Ramlogan se puso insultante. Ganesh se limitó a sonreír. Después, ya demasiado tarde, Ramlogan apeló a la bondad de Ganesh. Ganesh se limitó a sonreír.
Ramlogan acabó por vender.
Pero cuando Ganesh estaba a punto de marcharse, estalló.
– ¡Muy bien, Ganesh, me dejas en la miseria! Pero que te andes con cuidado. Ya verás si no te saco en los periódicos y le cuento a todo el mundo quién eres.
Ganesh se montó en su taxi.
– ¡Ganesh! -gritó Ramlogan-. ¡Es la guerra!
Ganesh podría haberse hecho cargo de los taxis como parte del servicio al público y no cobrar nada, pero Léela se opuso y tuvo que ceder. Al fin y al cabo, era idea de Léela. Cobraba cuatro chelines por el trayecto desde Princes Town y San Fernando hasta Fuente Grove, y si bien era un poco más de lo que debería haber sido, se debía al mal estado de las carreteras. De todos modos, la tarifa era más barata que la de Ramlogan, y los clientes lo agradecían.