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– No les puedo enseñar nada -se quejó al director-. Les enseñas esta semana el teorema número uno y a la semana siguiente se les ha olvidado.

– Mire, señor Ramsumair. Me cae usted bien, pero tengo que ser firme. A ver, rápido: ¿cuál es el objetivo de este colegio?

– Formar, no informar.

Ganesh dejó de intentar enseñar a los chicos, y se conformó con consignar la mejora semanal en el cuaderno de notas. Según ese cuaderno, los alumnos de la clase de apoyo avanzaban desde el teorema número uno al número dos en sucesivas semanas, y después llegaban, sin dificultad, al teorema número tres.

Al tener mucho tiempo libre, Ganesh podía observar a Leep, el de la clase de al lado. Leep había estado en la Escuela de Formación con él, y seguía entusiasmado. Casi siempre estaba junto a la pizarra, escribiendo, borrando, informando sin cesar, salvo cuando -y no era poco frecuente- daba de azotes a un chico y desaparecía tras el panel de celotex que separaba su clase de la de Ganesh.

El viernes anterior al regreso de Miller (que se había fracturado la pelvis), el director llamó a Ganesh y le dijo:

– Leep está enfermo.

– ¿Qué le pasa?

– Nada, ha dicho que está enfermo y que no puede venir el lunes.

Ganesh se inclinó hacia delante.

– Bueno, no estoy seguro -dijo el director-. No estoy nada seguro, pero yo lo veo así. Si dejas a los chicos en paz, ellos te dejan en paz. Son buenos chicos, pero los padres… ¡Dios mío! Así que cuando vuelva Miller, tendrá que encargarse de la clase de Leep.

Ganesh accedió; pero sólo estuvo en la clase de Leep una mañana.

Cuando volvió al colegio, Miller se enfadó terriblemente con Ganesh, y durante el recreo del lunes por la mañana fue a quejarse al director. Llamaron a Ganesh.

– Dejo una clase buena, estupenda -dijo Miller-. Los chicos iban bien. Y, cuando vuelvo, después de una semana -bueno, dos o tres meses-, ¿con qué me encuentro? Pues resulta que los chicos no han aprendido nada nuevo y que hasta se han olvidado de las cosas que tardé un montón de tiempo en enseñarles. Esto de dar clase es un arte, pero hay mucha gente que se cree que puede dejar de cortar caña de azúcar y ponerse a dar clase en Puerto España.

Enfadado por primera vez en su vida, Ganesh dijo:

– ¡Te vayas a la mierda, hombre!

Y dejó el colegio para siempre.

Fue a dar un largo paseo por los muelles. Eran las primeras horas de la tarde y las gaviotas graznaban entre los mástiles de las balandras y las goletas. Vio los transatlánticos anclados a lo lejos. Dejó que le asaltase la idea de viajar y la dejó escapar con igual facilidad. Pasó el resto de la tarde en el cine, pero eso fue un auténtico martirio. Le molestaron especialmente los créditos. Pensó: "Toda esa gente con su nombre en letra bien grande en la pantalla se gana las lentejas. Incluso los de la letra pequeña. No como yo."

Necesitaba todo el consuelo que podía ofrecerle la señora Cooper cuando volvió a Dundonald Street.

– No soporto esas groserías -le dijo.

– Eres un poco como tu padre, a ver si me entiendes. Pero no te preocupes, muchacho. Yo noto tu halo. Es como una central eléctrica, ¿sabes? Pero has hecho mal dejando un trabajo tan bueno. No es que te mataras a trabajar precisamente.

Durante la cena, la señora Cooper dijo:

– No puedes ir a pedirle nada al director otra vez.

– No -se apresuró a replicar Ganesh.

– He estado yo pensando. Resulta que un primo mío trabaja en lo de los carnés de conducir. Creo que podría encontrarte un trabajo allí. ¿Sabes conducir?

– Ni un carro, señora Cooper.

– Da igual. El te puede sacar un carné y no tendrías que conducir mucho. Tienes que examinar a otros conductores, y si haces lo que mi primo, te puedes sacar un montón de dinero con cualquier bobo que quiera un carné y que tenga dinero. -Se quedó pensando un rato y añadió-: Ah, y conozco a un hombre que trabaja en lo de telégrafos. Pero anda, que no sé dónde tengo la cabeza últimamente. Te ha llegado un telegrama, esta tarde.

La señora Cooper fue al aparador y sacó un sobre de debajo de un jarrón lleno de flores artificiales.

Ganesh leyó el telegrama y se lo dio.

– ¿Quién es el imbécil que ha mandado esto? -dijo la señora Cooper-. Vamos, es que te puedes morir de un ataque al corazón.

Malas noticias ven a casa ahora mismo. ¿Quién es este tal Ramlogan, el que firma?

– Ni idea -contestó Ganesh.

– ¿Qué piensas que puede ser?

– Pues, ya sabe…

– Fíjate, qué curioso -interrumpió la señora Cooper-: Anoche, sin ir más lejos, soñé que alguien se moría. Sí, muy curioso.

3 Leela

Aunque eran casi las once y media cuando el taxi llegó aquella noche a Fourways, la aldea estaba llena de vida y Ganesh sabía que la señora Cooper tenía razón. Alguien había muerto. Notó la agitación y reconoció todas las señales. Había luces en la mayoría de las casas y las barracas, mucho movimiento en la carretera, y sus oídos percibieron el leve murmullo, como de un tumulto lejano. No tardó mucho en comprender que era su padre quien había muerto. Parecía que Fourways estuviera esperando el taxi, y en el momento mismo que vieron a Ganesh en el asiento de atrás empezaron los lamentos.

La casa era un caos. Apenas había abierto la puerta del taxi cuando se precipitaron hacia él docenas de personas que no conocía tendiéndole los brazos, dando voces, y le llevaron, casi en volandas, hasta la casa, que también estaba llena de dolientes a quienes no conocía o no recordaba.

Oyó al taxista, que decía una y otra vez: "Ya me imaginaba yo lo que pasaba, hace rato. Venimos apretando el acelerador desde Puerto España, conduciendo como locos en la oscuridad. Y el chico está tan destrozado que no puede ni llorar."

Un hombre gordo abrazó sollozando a Ganesh y dijo:

– ¿Recibiste mi telegrama? El primero que mando. Soy Ramlogan. Tú no me conoces, pero yo conocía a tu padre. Ayer sin ir más lejos… -Ramlogan se derrumbó y se echó a llorar otra vez-, ayer sin ir más lejos le decía: "Baba" (yo siempre le llamaba así), "baba", le digo, "ven dentro a comer algo". Es que he cogido la tienda de Dookhie. Sí, Dookhie murió hace casi siete meses y yo pues he cogido la tienda.

Ramlogan tenía los ojos empequeñecidos y rojos por el llanto.

– "Baba", le digo, "ven dentro a comer algo." ¿Y sabes lo que me dijo?

Una mujer abrazó a Ganesh y preguntó:

– ¿Qué?

– ¿Que qué dijo? ¿Queréis saber lo que me dijo? -Ramlogan abrazó a la mujer-. Pues dijo: "No, Ramlogan. ¡Hoy no quiero comer!"

Apenas pudo terminar la frase.

La mujer dejó a Ganesh y se llevó las manos a la cabeza. Chilló, un par de veces, y después gimió:

– "No, Ramlogan. ¡Hoy no quiero comer!"

Ramlogan se enjugó los ojos con un dedo grueso, velludo.

– Y hoy -sollozó, tendiendo ambas manos hacia el dormitorio-, hoy ya no puede comer.

La mujer volvió a emitir unos chillidos.

– ¡Hoy ya no puede comer!

Tan angustiada estaba que se arrancó el velo y Ganesh reconoció a una tía suya. Le puso una mano en el hombro.

– ¿Crees que podría ver a papá? -preguntó.

– Ve a papá, antes de que se vaya para siempre -dijo Ramlogan, mientras las lágrimas le corrían por las gruesas mejillas, hasta la barbilla sin afeitar-. Ya hemos lavado el cuerpo y lo hemos vestido y todo.

– No entrar conmigo -dijo Ganesh-. Quiero estar solo.

Cuando cerró la puerta, los lamentos sonaron lejanos. Habían colocado el ataúd sobre una mesa en el centro de la habitación, y no veía el cadáver desde donde estaba. A la izquierda había una lamparita de aceite con la llama baja que proyectaba sombras monstruosas en las paredes y el techo de hierro galvanizado. Al aproximarse a la mesa sus pisadas resonaron en los tablones del suelo y la lámpara parpadeó. El bigote del anciano estaba aún hirsuto, desafiante, pero se le había desmoronado la cara, que parecía débil y cansada. El aire estaba fresco alrededor de la mesa, y Ganesh vio que era por el revestimiento de hielo que rodeaba el ataúd. Era la habitación de los muertos, extraña por el olor a bolas de alcanfor, y no había nada vivo salvo Ganesh y la llama de la lamparilla, achaparrada y amarilla, y ambos guardaban silencio. Sólo, de vez en cuando, el plof del hielo al derretirse y caer en las cuatro cacerolas al pie de la mesa rompía el silencio.