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No sabía qué pensar ni qué sentir, pero no quería llorar, y abandonó la habitación. Estaban esperando a que saliera, y le rodearon inmediatamente. Oyó decir a Ramlogan: "Venga, venga, dejar al chico en paz. Es su padre quien ha muerto. Su único padre." Y se reanudaron los gemidos.

Nadie le preguntó nada sobre la cremación. Todo parecía estar ya solucionado, y Ganesh se alegró de que así fuera. Dejó que Ramlogan le sacara de la casa, llena de sollozos, chillidos y lamentos, lámparas de gas, de petróleo, lamparillas, luces brillantes por todas partes salvo en el pequeño dormitorio.

– Aquí no se cocina esta noche -dijo Ramlogan-. Te vienes a cenar a la tienda.

Ganesh no durmió aquella noche, y todo lo que hizo le pareció irreal. Más adelante, recordó la solicitud de Ramlogan… y de su hija; recordó haber vuelto a la casa donde no se podía encender fuego, recordó los tristes cánticos de las mujeres, que prolongaron la noche; después, a primeras horas de la mañana, los preparativos para la cremación. Tenía muchas cosas que hacer, y las hizo sin pensar ni preguntar, todo lo que le pidieron el pandit, su tía y Ramlogan. Recordaba haber andado alrededor del cadáver de su padre, recordaba haber puesto las últimas marcas de casta en la frente del anciano y haber hecho muchas cosas más, hasta que le dio la impresión de que el ritual sustituía a la pena.

Cuando acabó todo -su padre ya incinerado, las cenizas esparcidas- y se marcharon todos, incluida su tía, Ramlogan dijo:

– Bueno, Ganesh. Ya eres un hombre.

Ganesh reflexionó sobre su situación. En primer lugar, pensó en el dinero. Le debía a la señora Cooper once dólares por dos semanas de pensión, y descubrió que sólo tenía dieciséis dólares y treinta y siete centavos. Tenía que recoger unos veinte del colegio, pero había decidido no pedirlos y devolverlos si se los enviaban. En su momento, no se paró a pensar quién había pagado la cremación; hasta más adelante, justo antes de casarse, no se enteró de que la había pagado su tía. El dinero no era un problema inminente, ahora que tenía los derechos del petróleo -casi sesenta dólares al mes- que le hacían prácticamente rico en un sitio como aquel. Pero los derechos podían agotarse en cualquier momento, y aunque tenía veintiún años y estudios, carecía de medios para ganarse la vida.

Había algo que le dio esperanzas. Como escribiría más adelante en Los años de culpa: "En una conversación con Shri Ramlogan me enteré de un hecho curioso. Mi padre había muerto aquel lunes por la mañana entre las diez y cinco y las diez y cuarto, en definitiva, más o menos cuando yo discutía con Miller y estaba decidiendo dejar el trabajo de maestro. Me sorprendió mucho la coincidencia, y fue la primera vez que empecé a tener la sensación de que me esperaba algo grande. Porque sin duda fue una singular conjunción de acontecimientos lo que me empujó a abandonar el vacío de la vida urbana y regresar a la paz y la tranquilidad del campo, tan estimulantes."

A Ganesh le alegró marcharse de Puerto España. Había pasado cinco años allí, pero nunca se había acostumbrado a la ciudad ni se había sentido parte de ella. Era demasiado grande, demasiado ruidosa, demasiado ajena. Mejor vivir en Fourways, donde le conocían y le respetaban, con el doble atractivo de una educación y un padre muerto recientemente. Le llamaban sahib, y algunos padres alentaban a sus hijos a llamarle "profesor Ganesh", pero eso le traía malos recuerdos y les obligó a dejar de hacerlo.

– No está bien que me llamen así -decía, y añadía crípticamente-: Creo que enseñaba lo que no debía a las personas que no debía.

Se dedicó a gandulear durante dos meses. No sabía ni qué quería ni qué podía hacer, y empezó a dudar sobre el valor de hacer nada. Comía en casa de sus conocidos, y se limitaba a haraganear durante el resto del día. Se compró una bicicleta de segunda mano y daba largos paseos por los accidentados senderos cercanos a Fourways.

La gente decía: "Está pensando mucho ese chico, Ganesh. Tiene muchas preocupaciones, pero se pasa el día venga a pensar."

A Ganesh le habría gustado que sus pensamientos fueran profundos, y le molestaba que fueran simplezas, trivialidades pasajeras. Empezó a sentirse un poco extraño y temió estar volviéndose loco. Conocía a las gentes de Fourways, y ellos le conocían a él y les caía bien, pero a veces se sentía aislado.

Pero no podía librarse de Ramlogan. Ramlogan tenía una hija de dieciséis años a la que quería casar, y quería casarla con Ganesh. Era un secreto a voces en la aldea. Ganesh recibía regalitos de Ramlogan constantemente -un aguacate especial, una lata de salmón canadiense o mantequilla australiana-, y siempre que pasaba por delante de la tienda, Ramlogan le llamaba.

– ¡Eh, sahib! ¿Qué es eso de pasar por aquí sin decir ni mu? Se van a pensar que estamos peleados.

Ganesh no tenía valor para rechazar las invitaciones de Ramlogan, aunque sabía que cada vez que mirase la puerta que daba a la trastienda vería a la hija de Ramlogan husmeando tras las mugrientas cortinas de encaje. La vio la noche de la muerte de su padre, pero no le prestó demasiada atención. Después, empezó a darse cuenta de que la chica tras las cortinas era alta; a veces, cuando se acercaba demasiado, le veía los ojos, llenos de malicia, sencillez y respeto, todo al mismo tiempo.

Ganesh no relacionaba a la chica con su padre. Era delgada y de piel blanca; Ramlogan gordo y casi negro. Al parecer, Ramlogan sólo tenía una camisa, una especie de trapo sucio de rayas azules que llevaba sin cuello, abierta hasta el peludo pecho, justo donde empezaba a abultarse su redonda tripa. Formaba una unidad con la tienda. A Ganesh le daba la impresión de que por la mañana alguien pasaba un trapo grasiento por todo: la balanza, Ramlogan, todo.

– No está sucio -decía Ramlogan-. Parece que está sucio. Te sientes, sahib. Te sientes. No tienes que sacudir el polvo ni nada. Te sientes ahí, en el banco contra la pared, y vamos a charlar un rato. Yo no soy hombre de estudios, pero me gusta escuchar a la gente que sí los tiene.

Sentándose de mala gana, Ganesh no respondía de inmediato.

– No hay nada como una buena charla -empezaba a decir Ramlogan, levantándose del taburete para quitar el polvo del mostrador con sus gruesas manos-. Me gusta escuchar a la gente educada y con ideas.

Al tropezarse de nuevo con el silencio, Ramlogan volvía a encaramarse al taburete y hablaba sobre la muerte.

– Sahib, tu padre era un buen hombre. -Su voz estaba cargada de aflicción-. Pero le hicimos un buen funeral. El primer funeral al que asisto en Fourways, a ver si me entiendes, sahib. En mi época vi bien de funerales, pero digo, y bien alto que lo puedo decir, que como el de tu padre no he visto otro igual. Fíjate, hasta Léela -ya sabes, mi hija, la segunda-, hasta Léela dice que es el mejor funeral que ha visto. Dice que contó hasta más de quinientas personas de toda Trinidad en el funeral, y que había muchos coches siguiendo al cadáver. La gente le tenía cariño a tu padre, sahib.

Después guardaban silencio, Ramlogan por respeto hacia el difunto, Ganesh porque no sabía qué debía decir, y así acababa la conversación.

– Me gustan estas charletas que tenemos, sahib -decía Ramlogan mientras acompañaba a Ganesh hasta la puerta-. Yo no tengo estudios, pero me gusta escuchar a las personas que sí tienen, con sus ideas. Bueno, sahib, ¿por qué no te vuelves a pasar por aquí algún día? ¿Mañana, por ejemplo?

Más adelante, Ramlogan solucionaba el problema de la conversación fingiendo que no sabía leer para que Ganesh le leyera los periódicos, y prestaba atención, con los codos sobre el mostrador, las manos en el grasiento pelo, los ojos desbordados de lágrimas.

– Esto de leer es una cosa estupenda, estupenda, sahib -dijo Ramlogan en una ocasión-. Fíjate. Tú coges este periódico que para mí es una hoja sucia llena de garabatos negros -soltó una risita, burlándose de sí mismo-, lo coges y ¡anda!, en menos que canta un gallo te oigo leyéndolo y enterándote de lo que dice. Una cosa estupenda de verdad, sahib.