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– No se necesita nada más -dijo el señor Stewart. Ganesh estaba a punto de sentarse en la silla, sin que se lo pidieran, cuando el señor Stewart dijo:

– ¡No! En esa no. -Cogió la silla y se la enseñó-. La he hecho yo, pero me temo que es un poco inestable. Ya sabe, materiales de aquí.

A Ganesh le despertó más curiosidad la ropa del señor Stewart.

Iba vestido de forma convencional, con pantalones de color caqui y camisa blanca, y no se veía ni rastro de la túnica amarilla.

El señor Stewart adivinó el porqué de la curiosidad de Ganesh.

– No importa lo que te pongas. He llegado a la conclusión de que no tiene importancia espiritualmente.

El señor Stewart le enseñó a Ganesh unas estatuillas de arcilla de dioses y diosas hindúes que él había hecho, y Ganesh se quedó sorprendido, no por la calidad de la factura, sino porque las hubiera hecho el señor Stewart.

El señor Stewart señaló una acuarela en la pared.

– Llevo años trabajando en ese cuadro. Una o dos veces al año se me ocurre alguna idea y tengo que volver a pintarlo desde el principio.

La acuarela, en azules, amarillos y marrones, representaba una serie de manos marrones extendidas hacia una luz amarilla en el extremo superior izquierdo.

– Esto, me parece a mí, es bastante interesante. -Ganesh siguió con la mirada el dedo del señor Stewart y vio una mano azul encogida, alejándose de la luz amarilla-. Algunos ven la Iluminación -explicó el señor Stewart-. Pero a veces se queman y se apartan.

– ¿Por qué todas las manos marrones?

– Manos hindúes. Los únicos que hoy en día buscan lo indefinido. Parece usted preocupado.

– Sí, estoy preocupado.

– ¿Por la vida?

– Eso creo -respondió Ganesh-. Sí, creo que estoy preocupado por la vida.

– ¿Dudas? -tanteó el señor Stewart.

Ganesh se limitó a sonreír, porque no sabía a qué se refería.

El señor Stewart se sentó en la cama, a su lado, y dijo:

– ¿A qué se dedica usted? Ganesh se echó a reír.

– A nada en absoluto. Supongo que a pensar mucho.

– ¿Meditación?

– Sí, meditación.

El señor Stewart se levantó de un salto y se apretó las manos ante la acuarela.

– ¡Típico! -exclamó, y cerró los ojos, como extasiado-. ¡Típico! -Después abrió los ojos y dijo-: Pero bueno, el té…

Se había tomado muchas molestias para preparar la merienda. Había emparedados de tres clases, galletas y pastas. Y aunque a Ganesh empezaba a caerle bien el señor Stewart, se le rebelaron todos sus instintos de hindú y sintió asco al probar un emparedado frío de huevo y berros.

El señor Stewart lo comprendió.

– No importa -dijo-. Además, hace demasiado calor.

– No, si me gusta. Lo que pasa es que tengo más sed que hambre. Hablaron y hablaron. El señor Stewart estaba ansioso por saber cuáles eran los problemas de Ganesh.

– No crea que pierde el tiempo meditando -dijo-. Yo sé qué le preocupa, y pienso que algún día encontrará la respuesta. Un día, incluso podrá ponerlo por escrito, en un libro. Si no me diera tanto miedo comprometerme, a lo mejor yo también habría escrito un libro. Pero tiene que encontrar su ritmo espiritual antes de empezar a hacer nada. Tiene que dejar de preocuparse por la vida.

– De acuerdo -replicó Ganesh.

El señor Stewart hablaba como si llevara años ahorrando conversaciones. Le contó a Ganesh toda su vida, sus experiencias en la primera guerra mundial, sus decepciones, el rechazo del cristianismo. Ganesh quedó fascinado. Aparte de empeñarse en ser hindú de Cachemira, el señor Stewart estaba tan cuerdo como cualquier profesor del Queen's Royal College, y a medida que fue avanzando la tarde, sus ojos azules dejaron de darle miedo y le parecieron tristes.

– Entonces, ¿por qué no se va a la India? -preguntó Ganesh.

– La política. No quiero comprometerme con eso. No sabe cómo me tranquilizo aquí. Quizá un día vaya usted a Londres -espero que no-, y entonces comprobará el asco que da ver desde un taxi las caras crueles, de imbéciles, de las multitudes en las calles. Allí no puedes evitar comprometerte. Aquí no hace falta.

La noche tropical cayó de repente y el señor Stewart encendió una lámpara de petróleo. La choza parecía muy pequeña y muy triste, y Ganesh lamentó tener que irse y dejar al señor Stewart con su soledad.

– Debe poner sus pensamientos por escrito -dijo el señor Stewart-. Podrían ayudar a otras personas. Siempre había pensado que conocería a alguien como usted, ¿sabe?

Antes de que Ganesh se marchara, el señor Stewart le regaló veinte números de la Revista de la ciencia del pensamiento.

– Me han servido de gran consuelo -dijo-. Y a usted quizá le resulten útiles.

Sorprendido, Ganesh dijo:

– Pero no es una revista india, señor Stewart. Aquí dice impresa en Inglaterra.

– Sí, en Inglaterra -replicó el señor Stewart con tristeza-. Pero en una de las zonas más bonitas. En Chichester, Sussex.

Así acabó la conversación, y Ganesh no volvió a saber nada del señor Stewart. Unas tres semanas más tarde, cuando pasó por la choza, la encontró ocupada por un joven jornalero y su mujer. Se enteró de lo que le había pasado al señor Stewart muchos años después. Al cabo de unos seis meses de su conversación, regresó a Inglaterra y se alistó en el ejército. Murió en Italia.

Ese era el hombre cuyo recuerdo tan generosamente honraba Ganesh en la dedicatoria de su autobiografía:

PARA LORD STEWART DE CHICHESTER

Amigo y consejero durante muchos años

Ganesh no sólo iba con frecuencia a ver a Ramlogan, sino que además comía allí todos los días, y cuando aparecía, Ramlogan no consentía que se quedara en la tienda, sino que le invitaba inmediatamente a pasar a la trastienda. Entonces, Léela se retiraba al dormitorio o a la cocina.

E incluso la trastienda empezó a experimentar mejoras. En la mesa apareció un hule; los tabiques, sin pintar y llenos de moho, se alegraron con enormes calendarios chinos; una hamaca hecha con un saco de harina sustituyó a la del saco de azúcar. Un día apareció un jarrón sobre el hule de la mesa, y al cabo de menos de una semana, en el jarrón florecían rosas de papel. También a Ganesh se le trataba con más honores. Al principio, le daban de comer en platos de esmalte. Después, en platos de loza. No conocían mayor honor.

Incluso la mesa le ofreció otra sorpresa. Un día, vio sobre ella una serie de folletos, "El arte de vender".

Ramlogan dijo:

– Seguro que echarás en falta todos los libros grandes y las cosas que tenías en Puerto España, ¿eh, sahib? Ganesh dijo que no. Ramlogan intentó hablar en tono despreocupado.

– Yo tengo unos cuantos libros. Léela los ha puesto en la mesa.

– Parecen bonitos.

– La educación es una cosa muy buena, sahib. Verás, a mí no se molestaron en llevarme al colegio. Cuando tenía cinco años me pusieron a cortar hierba. Pero mira a Léela y la hermana. Las dos saben leer y escribir, sahib. Aunque a Soomintra no sé qué le pasa desde que se casó con ese idiota de San Fernando.

Ganesh pasó unas cuantas páginas de uno de los folletos.

– Sí, parecen unos libros buenos de verdad.

– En realidad, los compré para Léela, sahib. Me dije, digo, si la chica sabe leer, habrá que darle algo de leer. ¿No te parece, sahib?

– No es verdad, papá.

Era una voz de chica, y al mirar, vieron a Léela en la puerta de la cocina.

Ramlogan se volvió rápidamente hacia Ganesh.

– Ella es así, sahib. No le gusta que presuman de ella. Es vergonzosa. Y si hay algo que no soporta son las mentiras. La estaba poniendo a prueba, para demostrártelo.

Sin mirar a Ganesh, Léela le dijo a Ramlogan:

– Le compraste esos libros a Bissoon. Cuando se fue te enfadaste tanto que dijiste que si le volvías a ver le ibas a dar una buena. Ramlogan se echó a reír y se dio una palmada en el muslo.

– Ese Bissoon es un vendedor listo de verdad, sahib. Habla como un catedrático, no tan bien como tú, pero bien también. Pero por lo que me compré los libros es porque nos conocimos cuando éramos pequeños y estábamos en la misma cuadrilla de segadores. Eramos unos chicos ambiciosos, sahib.