La madre de la novia, con su presencia, ponía fin a las escenas amorosas haciendo correr al novio, sombrero en mano, como si se le hubiera aparecido el Diablo. Y la patrulla, por cambiar de paso, la tomaba de primas a primeras contra un paseante cualquiera, registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal…
La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que le hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba, en las alcantarillas, las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio.
En uno de estos barrios se despidieron Lucio Vásquez y su amigo.
– ¡Adiós, Genaro!… -dijo aquél requiriéndole con los ojos para que guardara el secreto-, me voy volando porque voy a ver si todavía es tiempo de darle una manita al traído de la hija del general.
Genaro se detuvo un momento con el gesto indeciso del que se arrepiente de decir algo al amigo que se va; luego acercóse a una casa -vivía en una tienda- y llamó con el dedo.
– ¿Quién? ¿Quién es? -reclamaron dentro.
– Yo… -respondió Genaro, inclinando la cabeza sobre la puerta, como el que habla al oído de una persona bajita.
– ¿Quién yo? -dijo al abrir una mujer.
En camisón y despeinada, su esposa, Fedina de Rodas, alzó el brazo levantando la candela a la altura de la cabeza, para verle la cara.
Al entrar Genaro, bajó la candela, y dejó caer los aldabones con gran estrépito y encaminóse a su cama, sin decir palabra. Frente al reloj plantó la luz para que viera el resinvergüenza a qué horas llegaba. Éste se detuvo a acariciar al gato que dormía sobre la tilichera, ensayando a silbar un aire alegre.
– ¿Qué hay de nuevo que tan contento? -gritó Fedina sobándose los pies para meterse en la cama.
– ¡Nada! -se apresuró a contestar Genaro, perdido como una sombra en la oscuridad de la tienda, temeroso de que su mujer le conociera en la voz la pena que traía.
– ¡Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!
– ¡No! -cortó Genaro, pasando a la trastienda que les servía de dormitorio con los ojos ocultos en el sombrero gacho.
– ¡Mentiroso, aquí se acaban de despedir! ¡Ah!, yo sé lo que te digo; nada buenos son esos hombres que hablan, como tu amigote, con vocecita de gallo-gallina. Tus idas y venidas con ése es porque andarán viendo cómo te hacés policía secreto. ¡Oficio de vagos, cómo no les da vergüenza!
– ¿Y esto? -preguntó Genaro, para dar otro rumbo a la conversación, sacando un faldoncito de una caja.
Fedina tomó el faldón de las manos de su marido, como una bandera de paz, y sentóse en la cama muy animada a contarle que era obsequio de la hija del general Canales, a quien tenía hablada para madrina de su primogénito. Rodas escondió la cara en la sombra que bañaba la cuna de su hijo, y, de mal humor, sin oír lo que hablaba su mujer de los preparativos del bautizo, interpuso la mano entre la candela y sus ojos para apartar la luz, mas al instante la retiró sacudiéndola para limpiarse el reflejo de sangre que le pegaba los dedos. El fantasma de la muerte se alzaba de la cuna de su hijo, como de un ataúd. A los muertos se les debía mecer como a los niños. Era un fantasma color de clara de huevo, con nube en los ojos, sin pelo, sin cejas, sin dientes, que se retorcía en espiral como los intestinos de los incensarios en el Oficio de Difuntos. A lo lejos escuchaba Genaro la voz de su mujer. Hablaba de su hijo, del bautizo, de la hija del general, de invitar a la vecina de pegado a la casa, al vecino gordo de enfrente, a la vecina de a la vuelta, al vecino de la esquina, al de la fonda, al de la carnicería, al de la panadería.
– ¡Qué alegres vamos a estar!…
Y cortando bruscamente:
– Genaro: ¿qué te pasa?
Éste saltó:
– ¡A mí no me pasa nada!
El grito de su esposa bañó de puntitos negros el fantasma de la muerte, puntitos que marcaron sobre la sombra de un rincón el esqueleto. Era un esqueleto de mujer, pero de mujer no tenía sino los senos caídos, fláccidos y velludos como ratas colgando sobre la trampa de las costillas.
– Genaro: ¿qué te pasa?
– A mí no me pasa nada.
– Para eso, para volver como sonámbulo, con la cola entre las piernas, te vas a la calle. ¡Diablo de hombre, que no puede estarse en su casa!
La voz de su esposa arropó el esqueleto.
– No, si a mí no me pasa nada.
Un ojo se le paseaba por los dedos de la mano derecha como una luz de lamparita eléctrica. Del meñique al mediano, del mediano al anular, del anular al índice, del índice al pulgar. Un ojo… Un solo ojo… Se le tasajeaban las palpitaciones. Apretó la mano para destriparlo, duro, hasta enterrarse las uñas en la carne. Pero imposible; al abrir la mano reapareció en sus dedos, no más grande que el corazón de un pájaro y más horroroso que el infierno. Una rociada de caldo de res hirviente le empapaba las sienes. ¿Quién le miraba con el ojo que tenía en los dedos y que saltaba, como la bolita de una ruleta, al compás de un doble de difuntos?
Fedina le retiró del canasto donde dormía su hijo.
– Genaro: ¿qué te pasa?
– ¡Nada!
Y… unos suspiros más tarde:
– ¡Nada, es un ojo que me persigue, es un ojo que me persigue! Es que me veo las manos… ¡No, no puede ser! Son mis ojos, es un ojo…
– ¡Encomendate a Dios! -zanjó ella entre dientes, sin entender bien aquellas jerigonzas.
– ¡Un ojo…, sí, un ojo redondo, negro, pestañudo, como de vidrio!
– ¡Lo que es, es que estás borracho!
– ¡Cómo va a ser eso, si no he bebido nada!
– ¡Nada, y se te siente la boca hedionda a trago!
En la mitad de la habitación que ocupaba el dormitorio -la otra mitad de la pieza la ocupaba la tienda-, Rodas se sentía perdido en un subterráneo, lejos de todo consuelo, entre murciélagos y arañas, serpientes y cangrejos.
– ¡Algo hiciste! -añadió Fedina, cortada la frase por un bostezo-; es el ojo de Dios que te está mirando!
Genaro se plantó de un salto en la cama y con zapatos y todo, vestido, se metió bajo las sábanas. Junto al cuerpo de su mujer, un bello cuerpo de mujer joven, saltaba el ojo. Fedina apagó la luz, mas fue peor; el ojo creció en la sombra con tanta rapidez, que en un segundo abarcó las paredes, el piso, el techo, las casas, su vida, su hijo…
– No -repuso Genaro a una lejana afirmación de su mujer que, a sus gritos de espanto, había vuelto a encender la luz y le enjugaba con un pañal el sudor helado que le corría por la frente-, no es el ojo de Dios, es el ojo del Diablo…
Fedina se santiguó. Genaro le dijo que volviera a apagar la luz. El ojo se hizo un ocho al pasar de la claridad a la tiniebla, luego tronó, parecía que se iba a estrellar con algo, y no tardó en estrellarse contra unos pasos que resonaban en la calle…
– ¡El Portal! ¡El Portal! -gritó Genaro-. ¡Sí! ¡Sí! ¡Luz! ¡Fósforos! ¡Luz! ¡Por vida tuya, por vida tuya!
Ella le pasó el brazo encima para alcanzar la caja de fósforos. A lo lejos se oyeron las ruedas de un carruaje. Genaro, con los dedos metidos en la boca, hablaba como si se estuviera ahogando: no quería quedarse solo y llamaba a su mujer que, para calmarle, se había echado la enagua e iba a salir a calentarle un trago de café.
A los gritos de su marido, Fedina volvió a la cama presa de miedo. «¿Estará engasado o… qué?», se decía, siguiendo con sus hermosas pupilas negras las palpitaciones de la llama. Pensaba en los gusanos que le sacaron del estómago a la Niña Enriqueta, la del Mesón del Teatro; en el paxte que en lugar de sesos le encontraron a un indio en el hospital; en el Cadejo que no dejaba dormir. Como la gallina que abre las alas y llama a los polluelos en viendo pasar al gavilán, se levantó a poner sobre el pechito de su recién nacido una medalla de San Blas, rezando el Trisagio en alta voz.
Pero el Trisagio sacudió a Genaro como si le estuvieran pegando. Con los ojos cerrados tiróse de la cama para alcanzar a su mujer, que estaba a unos pasos de la cuna, y de rodillas, abrazándola por las piernas, le contó lo que había visto.
– Sobre las gradas, sí, para abajo, rodó chorreando sangre al primer disparo, y no cerró los ojos. Las piernas abiertas, la mirada inmóvil… ¡Una mirada fría, pegajosa, no sé…! ¡Una pupila que como un relámpago lo abarcó todo y se fijó en nosotros! ¡Un ojo pestañudo que no se me quita de aquí, de aquí de los dedos, de aquí, Dios mío, de aquí!…
Le hizo callar un sollozo del crío. Ella levantó del canasto al niño envuelto en sus ropillas de franela y fe dio el pecho, sin poder alejarse del marido que le infundía asco y que arrodillado se apretaba a sus piernas, gemebundo.
– Lo más grave es que Lucio…
– ¿Ése que habla como mujer se llama Lucio?
– Sí, Lucio Vásquez…
– ¿Es al que le dicen «Terciopelo»?
– Sí.
– ¿Y a santo de qué lo mató?
– Estaba mandado, tenía rabia. Pero no es eso lo más grave; lo más grave es que Lucio me contó que hay orden de captura contra el general Canales, y que un tipo que él conoce se va a robar a la señorita su hija hoy en la noche.
– ¿A la señorita Camila? ¿A mi comadre?
– Sí.
Al oír lo que no era creíble, Fedina lloró con la facilidad y abundancia con que lloran las gentes del pueblo por las desgracias ajenas. Sobre la cabecita de su hijo que arrullaba caía el agua de sus lágrimas, calentita como el agua que las abuelas llevan a la iglesia para agregar al agua fría y bendita de la pila bautismal. La criatura se adormeció. Había pasado la noche y estaban bajo una especie de ensalmo, cuando la aurora pintó bajo la puerta su renglón de oro y se quebraron en el silencio de la tienda los toquidos de la acarreadora del pan.
– ¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!
X Príncipes de la milicia
El general Eusebio Canales, alias Chamarrita, abandonó la casa de Cara de Ángel con porte marcial, como si fuera a ponerse al frente de un ejército, pero al cerrar la puerta y quedar solo en la calle, su paso de parada militar se licuó en carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina. El afanoso trotar de los espías le iba pisando los calcañales. Le producía basca el dolor de una hernia inguinal que se apretaba con los dedos. En la respiración se le escapaban restos de palabras, de quejas despedazadas y el sabor del corazón que salta, que se encoge, faltando por momentos, a tal punto que hay que apretarse la mano al pecho, enajenados los ojos, suspenso el pensamiento, y agarrarse a él a pesar de las costillas, como a un miembro entablillado, para que dé de sí. Menos mal. Acababa de cruzar la esquina que ha un minuto viera tan lejos. Y ahora a la que sigue, sólo que ésta… ¡qué distante a través de su fatiga!… Escupió. Por poco se le van los pies. Una cáscara. En el confín de la calle resbalaba un carruaje. Él era el que iba a resbalar. Pero él vio que el carruaje, las casas, las luces… Apretó el paso. No le quedaba más. Menos mal. Acababa de doblar la esquina que minutos ha viera tan distante. Y ahora a la otra, sólo que ésta… ¡qué remota a través de su fatiga!… Se mordió los dientes para poder contra las rodillas. Ya casi no daba paso. Las rodillas tiesas y una comezón fatídica en el cóccix y más atrás de la lengua. Las rodillas. Tendría que arrastrarse, seguir a su casa por el suelo ayudándose de las manos, de los codos, de todo lo que en él pugnaba por escapar de la muerte. Acortó la marcha. Seguían las esquinas desamparadas. Es más, parecía que se multiplicaban en la noche sin sueño como puertas de mamparas transparentes. Se estaba poniendo en ridículo ante él y ante los demás, todos los que le veían y no le veían, contrasentido con que se explicaba su posición de hombre público, siempre, aun en la soledad nocturna, bajo la mirada de sus conciudadanos. «¡Suceda lo que suceda -articuló-, mi deber es quedarme en casa, y a mayor gloria si es cierto lo que acaba de afirmarme este zángano de Cara de Ángel!»