Otra sonrisilla cosquilleó en las comisuras de sus labios mientras se decía: «¡Fui director del instituto, director de un diario, diplomático, diputado, alcalde, y ahora, como si nada, jefe de una cuadrilla de malhechores!… ¡Caramba, lo que es la vida! That is the life in the tropic!»
Dos campanadas se arrancaron de las piedras de la Merced.
– ¡Todo el mundo a la calle! -gritó Cara de Ángel, y sacando el revólver dijo a la Masacuata antes de salir-: ¡Ya regreso con mi tesoro!
– ¡Manos a la obra! -ordenó Vásquez, trepando como lagartija por una ventana a la casa del general, seguido de dos de la pandilla-. ¡Y… cuidado quién se raja!
En la casa del general aún resonaban las dos campanadas del reloj.
– ¿Vienes, Camila?
– ¡Sí, papaíto!
Canales vestía pantalón de montar y casaca azul. Sobre su casaca limpia de entorchados se destacaba, sin mancha, su cabeza cana. Camila llegó a sus brazos desfallecida, sin una lágrima, sin una palabra. El alma no comprende de felicidad ni la desgracia sin deletrearlas antes. Hay que morder y morder el pañuelo salóbrego de llanto, rasgarlo, hacerle dientes con los dientes. Para Camila todo aquello era un juego o una pesadilla; verdad, no, verdad no podía ser; algo que estuviera pasando, pasándole a ella, pasándole a su papá, no podía ser. El general Canales la envolvió en sus brazos para decirle adiós.
– Así abracé a tu madre cuando salí a la última guerra en defensa de la patria. La pobrecita se quedó con la idea de que yo no regresaría y fue ella la que no me esperó.
Al oír que andaban en la azotea, el viejo militar arrancó a Camila de sus brazos y atravesó el patio, por entre arriates y macetas con flores, hacia la puerta de la cochera. El perfume de cada azalea, de cada geranio, de cada rosal, le decía adiós. Le decía adiós el búcaro rezongón, la claridad de las habitaciones. La casa se apagó de una vez, como cortada a tajo del resto de las casas. Huir no era digno de un soldado… Pero la idea de volver a su país al frente de una revolución libertadora…
Camila, de acuerdo con el plan, salió a la ventana a pedir auxilio:
– ¡Se están entrando los ladrones! ¡Se están entrando los ladrones! Antes de que su voz se perdiera en la noche inmensa acudieron los primeros gendarmes, los que cuidaban el frente de la casa, soplando los largos dedos huecos de los silbatos. Sonido destemplado de metal y madera. La puerta de la calle se franqueó en seguida. Otros agentes vestidos de paisanos asomaron a las esquinas, sin saber de qué se trataba, mas por aquello de las dudas, con el «Señor de la Agonía» bien afilado en la mano, el sombrero sobre la frente y el cuello de la chaqueta levantado sobre el pescuezo. La puerta de par en par se los tragaba a todos. Río revuelto. En las casas hay tanta cosa indispuesta con su dueño… Vásquez cortó los alambres de la luz eléctrica al subir al techo, y corredores y habitaciones eran una sola sombra dura. Algunos encendían fósforos para dar con los armarios, los aparadores, las cómodas. Y sin hacer más ni más las registraban de arriba abajo, después de hacer saltar las chapas a golpe vivo, romper los cristales a cañonazos de revólver o convertir en astillas las maderas finas. Otros, perdidos en la sala, derribaban las sillas, las mesas, las esquineras con retratos, barajas trágicas en la tiniebla, o manoteaban un piano de media cola que había quedado abierto y que se dolía como bestia maltratada cada vez que lo golpeaban.
A lo lejos se oyó una risa de tenedores, cucharas y cuchillos regados en el piso y en seguida un grito que machacaron de un golpe. La Chabelona ocultaba a Camila en el comedor, entre la pared y uno de los aparadores. El favorito la hizo rodar de un empellón. La vieja se llevó en las trenzas enredado el agarrador de la gaveta de los cubiertos, que se esparcieron por el suelo. Vásquez la calló de un barretazo. Pegó al bulto. No se veían ni las manos.
Segunda Parte 24, 25 y 26 de abril
XII Camila
Horas y horas se pasaba en su cuarto ante el espejo. «El diablo se le va a asomar por mica», le gritaba su nana. «¿Más diablo que yo?», respondía Camila, el pelo en llamas negras alborotado, la cara trigueña lustrosa de manteca de cacao para despercudirse, náufragos los ojos verdes, oblicuos y jalados para atrás. La pura China Canales, como la apodaban en el colegio, aunque fuera con su gabacha de colegiala cerrada hasta las islillas, se veía más mujercita, menos fea, caprichuda y averiguadora.
– Quince años -se decía ante el espejo-, y no paso de ser una burrita con muchos tíos y tías, primos y primas, que siempre han de andar juntos como insectos.
Se tiraba del pelo, gritaba, hacía caras. Le caía mal formar parte de aquella nube de gente emparentada. Ser la nena. Ir con ellos a la parada. Ir con ellos a todas partes. A misa de doce, al Cerro del Carmen, a montarse al caballo rubio, a dar vueltas al Teatro Colón, a bajar y subir barrancos por El Sauce.
Sus tíos eran unos espantajos bigotudos, con ruido de anillos en los dedos. Sus primos unos despeinados, gordinflones, plomosos. Sus tías unas repugnantes. Así los veía, desesperada de que unos -los primos- le regalaran cartuchos de caramelos con banderita, como a una chiquilla; de que otros -los tíos- la acariciaran con las manos malolientes a cigarro, tomándola de los cachetes con el pulgar y el índice para moverle la cara de un lado a otro -instintivamente Camila entiesaba la nuca-; o de que la besaran sus tías sin levantarse el velito del sombrero, sólo para dejarle en la piel sensación de telaraña pegada con saliva.
Los domingos por la tarde se dormía o se aburría en la sala, cansada de ver retratos antiguos en un álbum de familia, fuera de los que pendían de las paredes tapizadas de rojo o se habían distribuido en esquineras negras, mesas plateadas y consolas de mármol, mientras su papá ronroneaba como mirando a la calle desierta por una ventana, o correspondía a los adioses de vecinos y conocidos que le saludaban al pasar. Uno allá cada año. Le rendían el sombrero. Era el general Canales. Y el general les contestaba con la voz campanuda: «¡Buenas tardes…» «Hasta luego…» «Me alegro de verlo…» «¡Cuídese mucho!…»
Las fotografías de su mamá recién casada, a la que sólo se le veían los dedos y la cara -todo lo demás eran los tres reinos de la naturaleza, a la última moda en el traje hasta los tobillos, los mitones hasta cerca del codo, el cuello rodeado de pieles y el sombrero chorreando listones y plumas bajo una sombrilla de encajes alechugados-; y las fotografías de sus tías pechugonas y forradas como muebles de sala, el pelo como empedrado y diademitas en la frente; y las de las amigas de entonces, unas con mantón de manila, peineta y abanico, otras retratadas de indias con sandalias, güipil, tocoyal y un cántaro en el hombro, o fotografiadas con madrileña, lunares postizos y joyas, iban adormeciendo a Camila, untándola somnolencias de crepúsculo y presentimientos de dedicatoria: «Este retrato tras de ti como mi sombra.» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño.» «Si el olvido borra esas letras enmudecerá mi recuerdo.» Al pie de otras fotografías sólo se alcanzaba a leer entre violetas secas fijadas con listoncitos descoloridos: «Remember, 1898»; «… idolatrada»; «Hasta más allá de la tumba»; «Tu incógnita…»
Su papá saludaba a los que pasaban por la calle desierta, uno allá cada cuando, mas su voz campanuda resonaba en la sala como respondiendo a las dedicatorias. «Este retrato tras de ti como mi sombra»: «¡Me alegro mucho, que le vaya bien…!» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño»: «¡Adiós, que se conserve bien…!» «Si el olvido borra estas letras enmudecerá mi recuerdo»: «¡Para servirlo, saludos a su mamá!»
Un amigo escapaba a veces del álbum de retratos y se detenía a conversar con el general en la ventana. Camila lo espiaba escondida en el cortinaje. Era aquél que en el retrato tenía aire de conquistador, joven, esbelto, cejudo, de vistoso pantalón a cuadros, levita abotonada y sombrero entre bolero y cumbo, el ya me atrevo de fin de siglo.
Camila sonreía y se tragaba estas palabras: «Mejor se hubiera quedado en el retrato, señor… Sería anticuado en su vestir, se prestaría a burlas su traje de museo, pero no estaría barrigón, calvo y con los cachetes como chupando bolitas.»
Desde la penumbra del cortinaje de terciopelo, oliendo a polvo, asomaba Camila sus ojos verdes al cristal de la tarde dominguera. Nada cambiaba la crueldad de sus pupilas de vidrio helado para ver desde su casa lo que pasaba en la calle.
Separados por los barrotes del balcón voladizo, mataban el tiempo su papá, con los codos hundidos en un cojín de raso -relumbraban las mangas de su camisa de lino, pues estaba en mangas de camisa-, y un amigo que parecía muy de su confianza. Un señor bilioso, nariz ganchuda, bigote pequeño y bastón de pomo de oro. Las casualidades. Callejeando allí por la casa lo detuvo el general con un «¡Dichosos los ojos que te ven por la Merced, qué milagrote!», y Camila lo encontró en el álbum. No era fácil reconocerlo. Sólo fijándose mucho en su retrato. El pobre señor tuvo su nariz proporcionada, la cara dulzona, llenita. Bien dicen que el tiempo pasa sobre la gente. Ahora tenía la cara angulosa, los pómulos salientes, filo en las arcadas de las cejas despobladas y la mandíbula cortante. Mientras conversaba con su papá con voz pausada y cavernosa, se llevaba el pomo del bastón a la nariz a cada rato, como para oler el oro.
La inmensidad en movimiento. Ella en movimiento. Todo lo que en ella estaba inmóvil, en movimiento. Jugaron palabras de sorpresa en sus labios al ver el mar por primera vez, mas al preguntarle sus tíos qué le parecía el espectáculo, dijo con aire de huera importancia: «¡Me lo sabía de memoria en fotografía!…»