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El viento palpitante le agitaba en las manos un sombrero rosado de ala muy grande. Era como un aro. Como un gran pájaro redondo.

Los primos, con la boca abierta y los ojos de par en par, no salían de su asombro. El oleaje ensordecedor ahogaba las palabras de sus tías. ¡Qué lindo! ¡Cómo se hace! ¡Cuánta agua! ¡Parece que está bravo! ¡Y allá, vean…, es el sol que se está hundiendo! ¿No olvidaríamos algo en el tren por bajar corriendo?… ¿Ya vieron si las cosas están cabales?… ¡Hay que contar las valijas!…

Sus tíos, cargados con valijas de ropas ligeras, propias para la costa, esos trajes arrugados como pasas que visten los temporadistas; con los racimos de cocos que las señoras arrebataron de las manos de los vendedores en las estaciones de tránsito, sólo porque eran baratos, y una runfla de tanates y canastas, se alejaron hacia el hotel en fila india.

– Lo que dijiste, yo me fijé… -habló por fin uno de sus primos, el más canillón. (Un golpe de sangre bajo la piel acentuó el color trigueño de Camila con ligero carmín, al sentirse aludida.)-. Y no lo tomé como lo dijiste. Para mí lo que tú quisiste decir es que el mar se parece a los retratos que salen en las vistas de viajes, sólo que en más grande.

Camila había oído hablar de las vistas de movimiento que daban a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas, pero no sabía ni tenia idea de cómo eran. Sin embargo, con lo dicho por su primo, fácil le fue imaginárselas entornando los ojos y viendo el mar. Todo en movimiento. Nada estable. Retratos y retratos confundiéndose, revolviéndose, saltando en pedazos para formar una visión fugaz a cada instante, en un estado que no era sólido, ni líquido, ni gaseoso, sino el estado en que la vida está en el mar. El estado luminoso. En las vistas y en el mar.

Con los dedos encogidos en los zapatos y la mirada en todas partes, siguió contemplando Camila lo que sus ojos no acababan de ver. Si en el primer instante sintió vaciarse sus pupilas para abarcar la inmensidad, ahora la inmensidad se las llenaba. Era el regreso de la marea hasta sus ojos.

Seguida de su primo bajó por la playa poco a poco -no era fácil andar en la arena-, para estar más cerca de las olas, pero en lugar de una mano caballerosa, el Océano Pacífico le lanzó una guantada líquida de agua clara que le bañó los pies. Sorprendida, apenas si tuvo tiempo para retirarse, no sin dejarle prenda -el sombrero rosado que se veía como un punto diminuto entre los tumbos- y no sin un chillidito de niña consentida que amenaza con ir a dar la queja a su papá: «¡Ah… mar!»

Ni ella ni su primo se dieron cuenta. Había pronunciado por primera vez el verbo «amar» amenazando al mar. El cielo color tamarindo, hacia el sitio en que se ocultaba el sol completamente, enfriaba el verde profundo del agua.

¿Por qué se besó los brazos en la playa respirando el olor de su piel asoleada y salobre? ¿Por qué hizo otro tanto con las frutas que no la dejaban comer, al acercárselas a los labios juntitos y olisquearlas? «A las niñas les hace mal el ácido -sermoneaban sus tías en el hotel-, quedarse con los pies húmedos y andar potranqueando.» Camila había besado a su papá y a su nana, sin olerlos. Conteniendo la respiración había besado el pie como raíz lastimada de Jesús de la Merced. Y sin oler lo que se besa, el beso no sabe a nada. Su carne salobre y trigueña como la arena, y las piñuelas y los membrillos, la enseñaron a besar con las ventanas de la nariz abiertas, ansiosas, anhelantes. Mas del descubrimiento al hecho, ella no supo si olía o si mordía cuando ya, para terminar la temporada, la besó en la boca el primo que hablaba de las vistas del movimiento y sabía silbar el tango argentino.

Al volver a la capital, Camila le metió flota a su nana para que la llevara a las vistas. Era a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas. Fueron a escondidas de su papá, tronándose los dedos y rezando el Trisagio. Por poco se vuelven desde la puerta al ver el salón lleno de gente. Se apropiaron de dos sillas cercanas a una cortina blanca, que por ratitos bañaban con un como reflejo de sol. Estaban probando los aparatos, los lentes, la electricidad, que producía un ruido de chisporroteo igual al de los carbones de la luz eléctrica en los faroles de las calles.

La sala se oscureció de repente. Camila tuvo la impresión de que estaba jugando al tuero. En la pantalla todo era borroso. Retratos con movimientos de saltamontes. Sombras de personas que al hablar parecía que mascaban, al andar que iban dando saltos y al mover los brazos que se desgonzaban. A Camila se le hizo tan precioso el recuerdo de una vez que se escondió con un muchacho en el cuarto del tragaluz, que se olvidó de las vistas. El candil de las ánimas moqueaba en el rincón más tenebroso de la estancia, frente a un Cristo de celuloide casi transparente. Se escondieron bajo una cama. Hubo que tirarse al suelo. La cama no dejaba de echar fuerte, traquido y traquido. Un mueble abuelo que no estaba para que lo resmolieran. «¡Tuero!», se oyó gritar en el último patio. «¡Tuero!», gritaron en el primer patio. «¡Tuero! ¡Tuero!…» Al oír los pasos del que buscaba diciendo a voces: «¡Voy con tamaño cuero!», Camila empezó a quererse reír. Su compañero de escondite la miraba fijamente, amenazándola para que se callara. Ella le oía el consejo con los ojos serios, pero no aguantó la risa al sentir una mesa de noche entreabierta y apestosa a loco que le quedaba en las narices, y habría soltado la carcajada si no se le llenan los ojos de una arenita que se le fue haciendo agua al sentir en la cabeza el ardor de un coscorrón.

Y como aquella vez del escondite, así salió de las vistas, con los ojos llorosos y atropelladamente, entre los que abandonaban las sillas y corrían hacia las puertas en la oscuridad. No pararon hasta el Portal del Comercio. Y allí supo Camila que el público había salido huyendo de la excomunión. En la pantalla, una mujer de traje pegado al cuerpo y un hombre mechudo de bigote y corbata de artista, bailaban el tango argentino.

Vásquez salió a la calle armado todavía -la barreta que le sirvió para callar a la Chabelona era arma contundente-, y a una señal de su cabeza, asomó Cara de Ángel con la hija del general en los brazos.

La policía empezaba a huir con el botín cuando aquéllos desaparecieron por la puerta de El Tus-Tep.

De los policías, el que no llevaba a miches un galápago, llevaba un reloj de pared, un espejo de cuerpo entero, una estatua, una mesa, un crucifijo, una tortuga, gallinas, patos, palomas y todo lo que Dios creó. Ropa de hombre, zapatos de mujer, trastos de China, flores, imágenes de santos, palanganas, trébedes, lámparas, una araña de almendrones, candelabros, frascos de medicinas, retratos, libros, paraguas para aguas del cielo y para aguas humanas.

La fondera esperaba en El Tus-Tep con la tranca en la mano para acuñar luego la puerta.

Jamás sospechó Camila que existiera este cuchitril hediendo a petate podrido, a dos pasos de donde feliz vivía entre los mimos del viejo militar, parece mentira ayer dichoso; los cuidados de su nana, parece mentira hoy malherida; las flores de su patio ayer no pisoteadas, hoy por tierra; la gata fugada y el canario muerto, aplastado con jaula y todo. Al quitarle el favorito de los ojos la bufanda negra, Camila tuvo la impresión de estar muy lejos de su casa… Dos y tres veces se pasó la mano por la cara, mirando a todos lados para saber dónde estaba. Los dedos se le perdieron en un grito al darse cuenta de su desgracia. No estaba soñando.

– Señorita… -alrededor de su cuerpo adormecido, pesado, la voz del que esa tarde le anunció la catástrofe-, aquí, por lo menos, no corre usted ningún peligro. ¿Qué le damos para que le pase el susto?

– ¡Susto de agua y fuego! -dijo la fondera, y corrió a desenterrar el rescoldo en el apaste con ceniza que le servía de cocina, instante que aprovechó Lucio Vásquez para tocar a degüello y empinarse una garrafa de aguardiente de sabor, sin saborearlo, como quien bebe mataburro.

A soplidos le sacaba la fondera los ojos al fuego, sin dejar de repetir entre dientes: «fuego y luego, luego y fuego». A su espalda, por la pared de la trastienda, que alumbraba de rojo el resplandor del rescoldo, resbaló la sombra de Vásquez camino al patio.

– Aquí fue donde él le dijo a ella… -decía Lucio con su voz aflautada-. No hay quién que por cien no venga… y por mil también. El que a mataburro vive, a mataburro muere…

El agua que llenaba una taza de bola tomó color de persona asustada al caerle la brasa y apagarse. Como la pepita de una fruta infernal flotó el carbón negro que la Masacuata echó ardiendo y sacó apagado con las tenazas. «Susto de agua y fuego», repetía. Camila recobró la voz a los primeros tragos:

– ¿Y mi papá? -fue lo primero que dijo.

– Tranquilícese, no tenga pena; beba más agüita de brasa, al general no le ha sucedido nada -le contestó Cara de Ángel.

– ¿Lo sabe usted?

– Lo supongo…

– Y una desgracia…

– ¡Isht, no la llame usted!

Camila volvió a mirar a Cara de Ángel. El semblante dice muchas veces más que las palabras. Pero se le perdieron los ojos en las pupilas del favorito, negras y sin pensamiento.

Es menester que se siente, niña… -observó la Masacuata. Volvía arrastrando la banquita que Vásquez ocupaba esa tarde, cuando el señor de la cerveza y el billete entró en la fonda por primera vez…

… ¿Esa tarde hacía muchos años o esa tarde hacía pocas horas? El favorito fijaba los ojos, alternativamente, en la hija del general y en la llama de la candela ofrecida a la Virgen de Chiquinquirá. El pensamiento de apagar la luz y hacer una que no sirve le negreaba en las pupilas. Un soplido y… suya por la razón o la fuerza. Pero trajo las pupilas de la imagen de la Virgen a la figura de Camila caída en el asiento y, al verle la cara pálida bajo las lágrimas granudas, el cabello en desorden y el cuerpo de ángel a medio hacer, cambió el gesto, le quitó la taza de la mano con aire paternal y se dijo: «¡pobrecita!»…

Las toses de la fondera, para darles a entender que los dejaba a solas y sus improperios al encontrar a Vásquez completamente borracho, tirado en el patiecito oloroso a rosas de cachirulo que seguía a la trastienda, coincidieron con nuevos llantos de Camila.

– ¡Vos sí que dialtiro sos liso -la Masacuata estaba hecha una chichigua-, desconsiderado, que sólo servís para derramarle a uno las bilis! ¡Bien dicen que con vos el que parpadea pierde! ¡Mucho que decís que me querés!… Se ve…, se ve… ¡Apenas di media vuelta te sembraste la garrafa! ¡Para vos que no me cuesta…, que lo salgo a fiar…, que me lo regalan!… ¡Ladronote!… ¡Salí de aquí o te saco a pescozadas!