La voz quejosa del borracho, los golpes de su cabeza en el suelo cuando la fondera empezó a jalarlo de los pies… El aire cerró la puerta del patiecito. No se oyó más.
– Pero si ya pasó, si ya pasó… -entredecía Cara de Ángel al oído de Camila, que lloraba a mares-. Su papá no corre peligro y usted escondida aquí está segura; aquí estoy yo para defenderla… Ya pasó, no llore; llorando así se va a poner más nerviosa… Míreme sin llorar y le explico todo bien cómo fue…
Camila dejó de llorar poco a poco. Cara de Ángel, que le acariciaba la cabeza, le quitó el pañuelo de la mano para secarle los ojos. Una lechada de cal y pintura rosada fue el día en el horizonte, entre las cosas, bajo las puertas. Los seres se olfateaban antes de verse. Los árboles, enloquecidos por la comezón de los trinos y sin poderse rascar. Bostezo y bostezo las pilas. Y el aire botando el pelo negro de la noche, el pelo de los muertos, para tocarse con peluca rubia.
– Pero lo indispensable es que usted se calme, porque es echarlo a perder todo. Se compromete usted, comprometemos a su papá y me compromete a mí. Esta noche volveré para llevarla a casa de sus tíos. El cuento aquí es ganar tiempo. Hay que tener paciencia. No se pueden arreglar ciertas cosas así no más. Algunas necesitan más eme-o-de-o que otras.
– No, si por mí qué pena; ya, con lo que me ha dicho, me siento segura. Se lo agradezco. Todo está explicado y debo quedarme aquí. La angustia es por mi papá. Lo que yo quisiera es tener la certeza de que a mi papá no le ha pasado nada.
– Yo me encargaré de traerle noticias.
– ¿Hoy mismo?
– Hoy mismo…
Antes de salir, Cara de Ángel se volvió para darle con la mano un golpecito cariñoso en la mejilla.
– ¡Cal-ma-da!
La hija del general Canales alzó los ojos otra vez llenos de lágrimas y le contestó:
– Noticias…
XIII Capturas
Ni el pan recibió por salir a la carrera la esposa de Genaro Rodas. A saber Dios si venían los canastos con su ganancia. Dejó a su marido tirado en la cama sin desvestirse, como estropajo, y a su mamoncito dormido en el canasto que le servía de cuna. Las seis de la mañana.
Sonando en el reloj de la Merced y dando ella el primer toquido en casa de Canales. Que dispensaran la alarma y el madrugón, pensaba, tocador en mano ya para llamar de nuevo. Pero ¿venían a abrir o no venían a abrir? El general debe saber cuanto antes lo que Lucio Vásquez le contó anoche al atarantado de mi marido en esa cantina que se llama de El Despertar del León…
Dejó de tocar y mientras salían a abrir fue reflexionando: que los limosneros le echan el muerto del Portal del Señor, que van a venir a capturarlo esta mañana y lo último, lo peor del mundo, que se quieren robar a la señorita…
«¡Eso sí que es canela! ¡Eso sí que es canela!», repetía para sus adentros sin dejar de tocar.
Y un vuelco con otro del corazón. ¿Que me llevan preso al general? Bueno, pues para eso es hombre y preso se queda. Pero que acarreen con la señorita… ¡Sangre de Cristo! El tiznón no tiene remedio. Y apostara mi cabeza que éstas son cosas de algún guanaco salado y sin vergüenza, de ésos que vienen a la ciudad con las mañas del monte.
Tocó de nuevo. La casa, la calle, el aire, todo como en un tambor. Era desesperante que no abrieran. Deletreó el nombre de la fonda de la esquina para hacer tiempo: El Tus-Tep… No había mucho que deletrear, si no se fijaba en lo que decían los muñecos pintarrajeados de uno y otro lado de la puerta; de un lado un hombre, del otro lado una mujer; de la boca de la mujer salía este letrero: «¡Ven a bailar el tustepito!», y de por la espalda del hombre que apretaba una botella en la mano: «¡No, porque estoy bailando el tustepón!»…
Cansada de tocar -no estaban o no abrían- empujó la puerta. La mano se le fue hasta a saber dónde… ¿Sólo entornada? Se terció el pañolón barbado, franqueó el zaguán en un mar de corazonadas y asomó el corredor que no sabía de ella, helada por la realidad como el ave por el perdigón, huida la sangre, pobres los alientos, fatua la mirada, paralizados los miembros al ver las macetas de flores por tierra, por tierra las colas de quetzal, mamparas y ventanas rotas, rotos los espejos, destrozados los armarios, violadas las llaves, papeles y trajes y muebles y alfombras, todo ultrajado, todo envejecido en una noche, todo hecho un molote despreciable, basura sin vida, sin intimidad, sucia, sin alma…
La Chabelona vagaba con el cráneo roto, como fantasma entre las ruinas de aquel nido abandonado, en busca de la señorita.
– ¡Já-já-já-já!… -reía-… ¡Jí-jí-jí-jí! ¿Dónde se esconde, niña Camila?… ¡Ahí voy con tamaño cuero!… ¿Por qué no responde?… ¡Tuero! ¡Tuero! ¡TUERO!……
Creía jugar al escondite con Camila y la buscaba y rebuscaba en los rincones, entre las flores, bajo las camas, tras las puertas, revolviéndolo todo como torbellino…
– ¡Já-já-já-já!… ¡Jí-jí-jí-jí!… ¡Jú-jú-jú-jú!… ¡Tuero! ¡Tuero! ¡Salga, niña Camila, que no la jallo!… ¡Salga, niña Camilita, que ya me cansé de buscarla! ¡Já-já-já-já! ¡Salga!… ¡Tuero!… ¡Voy con tamaño cuero!… ¡Jí-jí-jí-jí!… ¡Jú-jú-jú-jú!…
Busca buscando se arrimó a la pila y al ver su imagen en el agua quieta, chilló como mono herido y con la risa hecha temblor de miedo entre los labios, el pelo sobre la cara y sobre el pelo las manos, acurrucóse poco a poquito para huir de aquella visión insólita. Suspiraba frases de perdón como si se excusara ante ella misma de ser tan fea, de estar tan vieja, de ser tan chiquita, de estar tan clinuda… De repente dio otro grito. Por entre la lluvia estropajosa de sus cabellos y las rendijas de sus dedos había visto saltar el sol desde el tejado, caerle encima y arrancarle la sombra que ahora contemplaba en el patio. Mordida por la cólera se puso en pie y la tomó contra su sombra y su imagen golpeando el agua y el piso, el agua con las manos, el piso con los pies. Su idea era borrarlas. La sombra se retorcía como animal azotado, mas a pesar del furioso taconeo, siempre estaba allí. Su imagen despedazábase en la congoja del líquido golpeado, pero en cesando la agitación del agua reaparecía de nuevo. Aulló con berrinche de fiera rabiosa, al sentirse incapaz de destruir aquel polvito de carbón regado sobre las piedras, que huía bajo sus pisotones como si de veras sintiera los golpes, y aquel otro polvito luminoso espolvoreado en el agua y con no sé qué de pez de su imagen que abollaba a palmotadas y puñetazos.
Ya los pies le sangraban, ya botaba las manos de cansancio y su sombra y su imagen seguían indestructibles.
Convulsa e iracunda, con la desesperación del que arremete por última vez, se lanzó de cabeza contra la pila…
Dos rosas cayeron en el agua…
La rama de un rosal espinudo le había arrebatado los ojos…
Saltó por el suelo como su propia sombra hasta quedar exánime al pie de un naranjo que pringaba de sangre un choreque de abril.
La banda marcial pasaba por la calle. ¡Cuánta violencia y cuánto aire guerrero! ¡Qué hambre de arcos triunfales! Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de los trompeteros por soplar duro y parejo, los vecinos, lejos de abrir los ojos con premura de héroes fatigados de ver la tizona sin objeto en la dorada paz de los trigos, se despertaban con la buena nueva del día de fiesta y el humilde propósito de persignarse para que Dios les librara de los malos pensamientos, de las malas palabras y de las malas obras contra el Presidente de la República.
La Chabelona topó a la banda al final de un rápido adormecimiento. Estaba a oscuras. Sin duda la señorita había venido de puntillas a cubrirle los ojos por detrás.
«¡Niña Camila, si ya sé que es usté, déjeme verla!», balbuceó, llevándose las manos a la cara para arrancarse de los párpados las manos de la señorita, que le hacían un daño horrible.
El viento aporreaba las mazorcas de sonidos calle abajo. La música y la oscuridad de la ceguera que le vendaba los ojos como en un juego de niños trajeron a su recuerdo la escuela donde aprendió las primeras letras, allá por Pueblo Viejo. Un salto de edad y se veía ya grande, sentada a la sombra de dos árboles de mango y luego, lueguito, relueguito, de otro salto, en una carreta de bueyes que rodaba por caminos planos y olorosos a troj. El chirriar de las ruedas desangraba como doble corona de espinas el silencio del carretero imberbe que la hizo mujer. Rumia que rumia fueron arrastrando los vencidos bueyes el tálamo nupcial. Ebriedad de cielo en la planicie elástica… Pero el recuero se dislocaba de pronto y con ímpetu de catarata veía entrar a la casa un chorro de hombres… Su hálito de bestias negras, su grita infernal, sus golpes, sus blasfemias, sus risotadas, el piano que gritaba hasta desgañitarse como si le arrancaran las muelas a manada limpia, la señorita perdida como un perfume y un mazazo en medio de la frente acompañado de un grito extraño y de una sombra inmensa.
La esposa de Genaro Rodas, Niña Fedina, encontró a la sirvienta tirada en el patio, con las mejillas bañadas en sangre, los cabellos en desorden, las ropas hechas pedazos, luchando con las moscas que manos invisibles le arrojaban por puños a la cara; y como la que se encuentra con un espanto, huyó por las habitaciones presa de miedo.
– ¡Pobre! ¡Pobre! -murmuraba sin cesar.
Al pie de una ventana encontró la carta escrita por el general para su hermano Juan. Le recomendaba que mirara por Camila… Pero no la leyó toda Niña Fedina, parte porque la atormentaban los gritos de la Chabelona, que parecían salir de los espejos rotos, de los cristales hechos trizas, de las sillas maltrechas, de las cómodas forzadas, de los retratos caídos, y parte porque precisaba poner pies en polvorosa. Se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo que, doblado en cuatro, apretaba nerviosamente en la mano repujada de sortijas baratas, y guardándose el papel en el cotón, se encaminó a la calle a toda prisa.
Demasiado tarde. Un oficial de gesto duro la apresó en la puerta. La casa estaba rodeada de soldados. Del patio subía el grito de la sirvienta atormentada por las moscas.