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De los hermanos del general, don Juan vivía por El Incienso, en una de las casas del costado de El Cuño, como se llamaba la fábrica de moneda, que, dicho sea de paso, era un edificio de solemnidad patibularia. Desconchados bastiones reforzaban las murallas llorosas y por las ventanas, que defendían rejas de hierro, se adivinaban salas con aspecto de jaulas para fieras. Allí se guardaban los millones del diablo.

Al toquido del favorito respondió un perro. Advertíase por la manera de ladrar de tan iracundo cancerbero que estaba atado. Con la chistera en la mano franqueó Cara de Ángel la puerta de la casa -era bello y malo como Satán-, contento de encontrarse en el sitio en que iba a dejar a la hija del general y aturdido por el ladrar del perro y los paseadelante, paseadelante de un varón sanguíneo, risueño y ventrudo, que no era otro que don Juan Canales.

– ¡Pase adelante, tenga la bondad, pase adelante, por aquí, señor, por aquí, si me hace el favor! ¿Y a qué debemos el gusto de tenerle en casa? -Don Juan decía todo esto como autómata, en un tono de voz que estaba muy lejos de la angustia que sentía en presencia de aquel precioso arete del Señor Presidente.

Cara de Ángel rodaba los ojos por la sala. ¡Qué ladridos daba a las visitas el perro del mal gusto! Del grupo de los retratos de los hermanos Canales advirtió que habían quitado el retrato del general. Un espejo, en el extremo opuesto, repetía el hueco del retrato y parte de la sala tapizada de un papel que fue amarillo, color de telegrama.

El perro, observó Cara de Ángel, mientras don Juan agotaba las frases comunes de su repertorio de fórmulas sociales, sigue siendo el alma de la casa, como en los tiempos primitivos. La defensa de la tribu. Hasta el Señor Presidente tiene una jauría de perros importados.

El dueño de la casa apareció por el espejo manoteando desesperadamente. Don Juan Canales, dichas las frases de cajón, como buen nadador se había tirado al fondo.

– ¡Aquí, en mi casa -refería-, mi mujer y este servidor de usted hemos desaprobado con verdadera indignación la conducta de mi hermano Eusebio! ¡Qué cuento es ése! Un crimen es siempre repugnante y más en este caso, tratándose de quien se trataba, de una persona apreciabilísima por todos conceptos, de un hombre que era la honra de nuestro Ejército y, sobre todo, diga usted, de un amigo del Señor Presidente.

Cara de Ángel guardó el pavoroso silencio del que, sin poder salvar a una persona por falta de medios, la ve ahogarse, sólo comparable con el silencio de las visitas cuando callan, temerosas de aceptar o rechazar lo que se está diciendo.

Don Juan percibió el control sobre sus nervios al oír que sus palabras caían en el vacío y empezó a dar manotadas al aire, a querer alcanzar fondo con los pies. Su cabeza era un hervor. Suponíase mezclado en el asesinato del Portal del Señor y en sus largas ramificaciones políticas. De nada le serviría ser inocente, de nada. Ya estaba complicado, ya estaba complicado. ¡La lotería, amigo, la lotería! ¡La lotería, amigo, la lotería! Ésta era la frase-síntesis de aquel país, como lo pregonaba Tío Fulgencio, un buen señor que vendía billetes de lotería por las calles, católico fervoroso y cobrador de ajuste. En lugar de Cara de Ángel miraba Canales la silueta de esqueleto de Tío Fulgencio, cuyos huesos, mandíbulas y dedos parecían sostenidos con alambres nerviosos. Tío Fulgencio apretaba la cartera de cuero negro bajo el brazo anguloso, desarrugaba la cara y, dándose nalgaditas en los pantalones fondilludos, alargaba la quijada para decir con una voz que le salía por las narices y la boca sin dientes: «¡Amigo, amigo, la única ley en egta tierra eg la lotería: pog lotería cae ugté en la cágcel, pog lotería lo fugilan, pog lotería lo hagen diputado, diplomático, pregidente de la Gepública, general, minigtro! ¿De qué vale el egtudio aquí, si to eg pog lotería? ¡Lotería, amigo, lotería, cómpreme, pueg, un número de la lotería!» Y todo aquel esqueleto nudoso, tronco de vid retorcido, se sacudía de la risa que le iba saliendo de la boca, como lista de lotería toda de números premiados.

Cara de Ángel, muy lejos de lo que don Juan pensaba, lo observaba en silencio, preguntándose hasta dónde aquel hombre cobarde y repugnante era algo de Camila.

– ¡Por ahí se dice, mejor dicho, le contaron a mi mujer, que se me quiere complicar en el asesinato del coronel Parrales Sonriente!… -continuó Canales, enjugándose con un pañuelo, que gran dificultad tuvo para sacarse del bolsillo, las gruesas gotas de sudor que le rodaban por la frente.

– No sé nada -le contestó aquél en seco.

– ¡Sería injusto! Y ya le digo, aquí, con mi mujer, desaprobamos desde el primer momento la conducta de Eusebio. Además, no sé si usted estará al tanto, en los últimos tiempos nos veíamos muy de cuando en vez con mi hermano. Casi nunca. Mejor dicho, nunca. Pasábamos como dos extraños: buenos días, buenos días, buenas tardes, buenas tardes; pero nada más. Adiós, adiós, pero nada más.

Ya la voz de don Juan era insegura. Su esposa seguía la visita detrás de una mampara y creyó prudente salir en auxilio de su marido.

– ¡Preséntame, Juan! -exclamó al entrar saludando a Cara de Ángel con una inclinación de cabeza y una sonrisa de cortesía.

– ¡Sí, de veras! -contestó el aturdido esposo poniéndose de pie al mismo tiempo que el favorito-. ¡Aquí voy a tener el gusto de presentarle a mi señora!

– Judith de Canales…

Cara de Ángel oyó el nombre de la esposa de don Juan, pero no recuerda haber dicho el suyo.

En aquella visita, que prolongaba sin motivo, bajo la fuerza inexplicable que en su corazón empezaba a desordenar su existencia, las palabras extrañas a Camila perdíanse en sus oídos sin dejar rastro.

«¡Pero por qué no me hablan estas gentes de su sobrina! -pensaba-. Si me hablaran de ella yo les pondría atención; si me hablaran de ella yo les diría que no tuvieran pena, que no se está complicando a don Juan en asesinato alguno; si me hablaran de ella… ¡Pero qué necio soy! De Camila, que yo quisiera que dejara de ser Camila y que se quedara aquí con ellos sin yo pensar más en ella; yo, ella, ellos… ¡Pero qué necio! Ella y ellos, yo no, yo aparte, aparte, lejos, yo con ella no…»

Doña Judith -como ella firmaba- tomó asiento en el sofá y restregóse un pañuelito de encajes en la nariz para darse un compás de espera.

– Decían ustedes… Les corté su conversación. Perdonen…

– ¡De…!

– ¡Sí…!

– ¡Han…!

Los tres hablaron al mismo tiempo, y después de unos cuantos «siga usted, siga usted» de lo más gracioso, don Juan, sin saber por qué, se quedó con la palabra. («¡Qué animal!», le gritó su esposa con los ojos.)

– Le contaba yo aquí al amigo que contigo nosotros nos indignamos cuando, en forma puramente confidencial, supimos que mi hermano Eusebio era uno de los asesinos del coronel Parrales Sonriente…

– ¡Ah, sí, sí, sí!… -apuntaló doña Judith, levantando el promontorio de sus senos-… ¡Aquí, con Juan, hemos dicho que el general, mi cuñado, no debió jamás manchar sus galones con semejante barbaridad, y lo peor es que ahora, para ajuste de penas, nos han venido a decir que quieren complicar a mi marido! -Por eso también le explicaba yo a don Miguel, que estábamos distanciados desde hacía mucho tiempo con mi hermano, que éramos como enemigos…, sí, como enemigos a muerte; ¡él no me podía ver ni en pintura y yo menos a él!

– No tanto, verdá, cuestiones de familia, que siempre enojan y separan -añadió doña Judith dejando flotar en el ambiente un suspiro.

– Eso es lo que yo he creído -terció Cara de Ángel-; que don Juan no olvide que entre hermanos hay siempre lazos indestructibles…

– ¿Cómo, don Miguel, cómo es eso?… ¿Yo cómplice?

– ¡Permítame!

– ¡No crea usted! -hilvanó doña Judith con los ojos bajos-. Todos los lazos se destruyen cuando median cuestiones de dinero; es triste que sea así, pero se ve todos los días; ¡el dinero no respeta sangre!

– ¡Permítame!… Decía yo que entre los hermanos hay lazos indestructibles, porque a pesar de las profundas diferencias que existían entre don Juan y el general, éste, viéndose perdido y obligado a dejar el país contó…

– ¡Es un pícaro si me mezcló en sus crímenes! ¡Ah, la calumnia!…,»

– ¡Pero si no se trata de nada de eso!

– ¡Juan, Juan, deja que hable el señor!

– ¡Contó con la ayuda de ustedes para que su hija no quedara abandonada y me encargó que hablara con ustedes para que aquí, en su casa…!

Esta vez fue Cara de Ángel el que sintió que sus palabras caían en el vacío. Tuvo la impresión de hablar a personas que no entendían español. Entre don Juan, panzudo y rasurado, y doña Judith, metida en la carretilla de mano de sus senos, cayeron sus palabras en el espejo para todos ausentes.

– Y es a ustedes a quienes corresponde ver lo que se debe hacer con esa niña.

– ¡Sí, desde luego!… -Tan pronto como don Juan supo que Cara de Ángel no venía a capturarlo, recobró su aplomo de hombre formal-… ¡No sé qué responder a usted, pues, la verdad, esto me agarra tan de sorpresa!… En mi casa, desde luego, ni pensarlo… ¡Qué quiere usted, no se puede jugar con fuego!… Aquí, con nosotros ya lo creo que esa pobre infeliz estaría muy bien, pero mi mujer y yo no estamos dispuestos a perder la amistad de las personas que nos tratan, quienes nos tendrían a mal el haber abierto la puerta de un hogar honrado a la hija de un enemigo del Señor Presidente… Además, es público que mi famoso hermano ofreció…, ¿cómo dijéramos?…, sí, ofreció a su hija a un íntimo amigo del Jefe de la Nación, para que éste a su vez…

– ¡Todo por escapar a la cárcel, ya se sabe! -interrumpió doña Judith, hundiendo el promontorio de su pecho en el barranco de otro suspiro-. Pero, como Juan decía, ofreció a su hija a un amigo del Señor Presidente, quien a su vez debía ofrecerla al propio Presidente, el cual, como es natural y lógico pensar, rechazó propuesta tan abyecta, y fue entonces cuando el Príncipe de la milicia, como le apodaban desde aquel su famosísimo discurso, viéndose en un callejón sin salida, resolvió fugarse y dejarnos a su señorita hija. ¡Ello…, qué podía esperarse de quien como la peste trajo el entredicho político a los suyos y el descrédito sobre su nombre! No crea usted que nosotros no hemos sufrido por la cola de este asunto. ¡Vaya que nos ha sacado canas, Dios y la Virgen son testigos!