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Leyó y releyó los artículos del Código Militar, que ya se sabía de memoria, en todo lo concerniente a los encubridores, y como el que se regala con una salsa picante, la dicha le brillaba en los ojos de basilisco y en la piel de brin al encontrar en aquel cuerpo de leyes por cada dos renglones esta frasecita: pena de muerte, o su variante: pena de la vida.

¡Ah, don Miguelín, Miguelito, por fin en mis manos y por el tiempo que yo quiera! ¡Jamás creí que nos fuéramos a ver la cara tan pronto, ayer que usted me despreció en Palacio! ¡Y la rosca del tornillo de mi venganza es interminable, ya se lo advierto!

Y calentando el pensamiento de su desquite, helado corazón de bala, subió las gradas del Palacio a las once de la mañana, el día siguiente. Llevaba el proceso y la orden de captura contra Cara de Ángel.

– ¡Vea, señor Auditor -le dijo el Presidente al concluir aquél de exponerle los hechos-; déjeme aquí esa causa y óigame lo que le voy a decir; ni la señora de Rodas ni Miguel son culpables; a esa señora mándela poner en libertad y rompa esa orden de captura; los culpables son ustedes, imbéciles, servidores de qué…, de qué sirven…, de nada!… Al menor intento de fuga la policía debió haber acabado a balazos con el general Canales. ¡Eso era lo que estaba mandado! ¡Ahora, como la policía no puede ver puerta abierta sin que le coman las uñas por robar! Póngase usted que Cara de Ángel hubiera cooperado a la fuga de Canales. No cooperaba a la fuga, sino a la muerte de Canales… Pero como la policía es una solemne porquería… Puede retirarse… Y en cuanto a los otros dos reos, Vásquez y Rodas, siéntemeles la mano, que son un par de pícaros; sobre todo Vásquez, que sabe más de lo que le han enseñado… Puede retirarse.

XX Coyotes de la misma loma

Genaro Rodas, que no había podido arrancarse de los ojos con el llanto la mirada del Pelele, compareció ante el Auditor baja la frente y sin ración de ánimo por las desgracias de su casa y por el desaliento que en el más templado deja la falta de libertad. Aquél mandó retirarle las esposas y, como se hace con un criado, le ordenó que se acercara.

– Hijito -le dijo al cabo de un largo silencio que por sí sólo era una reconvención-, lo sé todo, y si te interrogo es porque quiero oír de tu propia boca cómo estuvo la muerte de ese mendigo en el Portal del Señor…

– Lo que pasó… -rompió a hablar Genaro precipitadamente, pero luego se detuvo, como asustado de lo que iba a decir. -Sí, lo que pasó…

– ¡Ay, señor, por el amor de Dios, no me vaya a hacer nada! ¡Ay, señor! ¡Ay, no! ¡Yo le diré la verdad, pero por vida suya señor, no me vaya a hacer nada!

– ¡No tengás cuidado, hijito; la ley es severa con los criminales empedernidos, pero tratándose de un muchachote!… ¡Perdé cuidado, decime la verdad!

– ¡Ay, no me vaya a hacer nada, vea que tengo miedo!

Y al hablar así se retorcía suplicante, como defendiéndose de una amenaza que flotaba en el aire contra él.

– ¡No, hombre!

– Lo que pasó… Fue la otra noche, ya sabe usted cuándo. Esa noche yo quedé citado con Lucio Vásquez al costado de la Catedral, subiendo por onde los chinos. Yo, señor, andaba queriendo encontrar empleo y este Lucio me había dicho que me iba a buscar trabajo en la Secreta. Nos juntamos como se lo consigno y al encontrarnos, que qué tal, que aquí que allá, aquél me invitó a tomar un trago en una cantina que viene quedando arribita de La Plaza de Armas y que se llama El despertar del León. Pero ahí está que el trago se volvieron dos, tres, cuatro, cinco, y para no cansarlo…

– Sí, sí… -aprobó el Auditor, al tiempo de volver la cabeza al amanuense pecoso que escribía la declaración del reo.

– Entonces, usté verá, resultó con que no me había conseguido el empleo en la Secreta. Entonces le dije yo que no tuviera cuidado. Entonces resultó que… ¡ah, ya me acuerdo!, que él pagó los tragos. Y entonces ya salimos los dos juntos otra vez y nos fuimos para el Portal del Señor, donde Lucio me había dicho que estaba de turno en espera de un mudo con rabia que me contó después que tenía que tronarse. Tanto es así que yo le dije: ¡me zafo! Entonces nos fuimos para el Portal. Yo me quedé un poco atrás, ya para llegar. Él atravesó la calle paso a paso, pero al llegar a la boca del Portal salió volando. Yo corrí detrás de él creyendo que nos venían persiguiendo. Pero qué… Vásquez arrancó de la pared un bulto, era el mudo; el mudo; al sentirse cogido, gritó como si le hubiera caído una paré encima. Aquí ya fue sacando el revólver y, sin decirle nada, le disparó el primer tiro, luego otro… ¡Ay, señor, yo no tuve la culpa, no me vaya a hacer nada, yo no fui quien lo mató! Por buscar trabajo, señor…, vea lo que me pasa… Mejor me hubiera quedado de carpintero… ¡Quién me metió a querer ser policía!

La mirada gélida del Pelele volvió a pegársele entre los ojos a Rodas. El Auditor, sin cambiar el gesto, oprimió en silencio un timbre. Se oyeron pasos y asomaron por una puerta varios carceleros precedidos de un alcaide.

– Vea, alcaide, que le den doscientos palos a éste.

La voz del auditor no se alteró en lo más mínimo para dar aquella orden; lo dijo como el gerente de un banco que manda pagar a un cliente doscientos pesos.

Rodas no comprendía. Levantó la cabeza para mirar a los esbirros descalzos que le esperaban. Y comprendió menos cuando les vio las caras serenas, impasibles, sin dar muestras del menor asombro. El amanuense adelantaba hacia él la cara pecosa y los ojos sin expresión. El alcaide habló con el Auditor. El Auditor habló con el alcaide. Rodas estaba sordo. Rodas no comprendía. Empero, tuvo la impresión del que va a hacer de cuerpo cuando el alcaide le gritó que pasara al cuarto vecino -un largo zaguán abovedado- y cuando al tenerlo al alcance de la mano, le dio un empellón brutal.

El Auditor vociferaba contra Rodas al entrar Lucio Vásquez, el otro reo.

– ¡No se puede tratar bien a esta gente! ¡Esta gente lo que necesita es palo y más palo!

Vásquez, a pesar de sentirse entre los suyos, no las tenía todas consigo, y menos oyendo lo que oía. Era demasiado grave haber contribuido, aunque involuntariamente y ¡por embelequería!, a la fuga del general Canales.

– ¿Su nombre?

– Lucio Vásquez.

– ¿Originario?

– De aquí…

– ¿De la Penitenciaría?

– ¡No, cómo va a ser eso: de la capital!

– ¿Casado? ¿Soltero?

– ¡Soltero toda la vida!

– ¡Responda a lo que se le pregunta como se debe! ¿Profesión u oficio?

– Empleado toda la vidurria…

– ¿Qué es eso?

– ¡Empleado público, pues…!

– ¿Ha estado preso?

– Sí.

– ¿Por qué delito?

– Asesinato en cuadrilla.

– ¿Edad?

– No tengo edad.

– ¿Cómo que no tiene edad?

– ¡No sé cuántos tengo; pero clave ahí treinta y cinco, por si hace falta tener alguna edad!

– ¿Qué sabe usted del asesinato del Pelele?

El Auditor lanzó la pregunta a quemarropa, con los ojos puestos en los ojos del reo. Sus palabras, contra lo esperado por él, no produjeron ningún efecto en el ánimo de Vásquez, que en forma muy natural, poco faltó para que se frotara las manos, dijo:

– Del asesinato del Pelele lo que sé es que yo lo maté -y, llevándose la mano al pecho, recalcó para que no hubiera duda-: ¡Yo!…

– ¡Y a usted le parece esto algo así como una travesura! -exclamó el Auditor- ¿O es tan ignorante que no sabe que puede costarle la vida?…

– Tal vez…

– ¿Cómo que tal vez?

El Auditor estuvo un momento sin saber qué actitud debía tomar. Lo desarmaban la tranquilidad de Vásquez, su voz de guitarrilla, sus ojos de lince. Para ganar tiempo, volvióse al amanuense:

– Escriba…

Y con voz trémula agregó:

– Escriba que Lucio Vásquez declara que él asesinó al Pelele, con la complicidad de Genaro Rodas.

– Si ya está escrito -respondió el amanuense entre clientes.

– Lo que veo -objetó Lucio, sin perder la calma, y con un tonito zumbón que hizo morderse los labios al Auditor- es que el Licenciado no sabe muchas cosas. ¿A qué viene esta declaración? No hay duda que yo me iba a manchar las manos por un baboso así…

– ¡Respete al tribunal, o lo rompo!

– Lo que le estoy diciendo lo veo muy en su lugar. Le digo que yo no iba a ser tan orejón de matar a ése por el placer de matarlo, y que al obrar así obedecía órdenes expresas del Señor Presidente…

– ¡Silencio! ¡Embustero! ¡Ja…! ¡Aliviados estábamos!

Y no concluyó la frase porque en ese momento entraban los carceleros a Rodas colgando de los brazos, con los pies arrastrados por el suelo, como un trapo, como el lienzo de la Verónica.

– ¿Cuántos fueron? -preguntó el Auditor al alcaide, que sonreía al amanuense con el vergajo enrollado en el cuello como la cola de un mono.

– ¡Doscientos!

– Pues…

El amanuense sacó al Auditor del embarazo en que estaba: -Yo decía que le dieran otros doscientos… -murmuró juntando las palabras para que no le entendieran.

El Auditor oyó el consejo:

– Sí, alcaide; vea que le den otros doscientos, mientras yo sigo con éste.

«¡Este será tu cara, viejo, cara de asiento de bicicleta!», pensó Vásquez.

Los carceleros volvieron sobre sus pasos arrastrando la afligida carga, seguidos del capataz. En el rincón del suplicio le embrocaron sobre un petate. Cuatro le sujetaron las manos y los pies, y los otros le apalearon. El capataz llevaba la cuenta, Rodas se encogió a los primeros latigazos, pero ya sin fuerzas, no como cuando hace un momento le empezaron a pegar, que revolcábase y bramaba de dolor. En las varas de membrillo húmedas, flexibles de color amarillento verdoso, salían coágulos de sangre de las heridas de la primera tanda que empezaban a cicatrizar. Ahogados gritos de bestia que agoniza sin conciencia clara de su dolor fueron los últimos lamentos. Juntaba la cara al petate, áfono, con el gesto contraído y el cabello en desorden. Su queja acuchillante se confundía con el jadear de los carceleros que el capataz, cuando no pegaban duro, castigaba con la verga.