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Al volver la portera, doña Chón pasó a entenderse con el secretario. Ya ella había hablado con la directora. El Auditor de Guerra mandaba a que le entregaran, a cambio de los diez mil pesos -lo que no decía-, a la detenida Fedina de Rodas, quien, a partir de aquel momento, haría alta en El Dulce Encanto, como se llamaba el prostíbulo de doña Chón Diente de Oro.

Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar. Sobreponiéndose a su conciencia, ella hizo como que no oía. Los cerrojos lloraron entonces. Un quejido de viejas bisagras oxidadas prolongóse como lamentación en el silencio. Abrieron y la sacaron a empellones. Ella apretaba los ojos para no ver la luz -las tumbas son oscuras por dentro-. Y así, a ciegas, con el tesoro de su muertecito apretado contra su corazón, la sacaron. Ya era una bestia comprada para el negocio más infame.

– ¡Se está haciendo la muda!

– ¡No abre los ojos por no vernos!

– ¡Es que debe tener vergüenza!

– ¡No querrá que le despierten a su, hijo!

Por el estilo eran las reflexiones que la Chón Diente de Oro y las tres jóvenes gracias se hicieron en el camino. El carruaje rodaba por las calles desempedradas produciendo un ruido de todos los diablos. El auriga, un español con aire de quijote, enflaquecía a insultos los caballos, que luego, como era picador, le servirían en la plaza de toros. Al lado de éste hizo Niña Fedina el corto camino que separaba la Casa Nueva de las casas malas, como en la canción, en el más absoluto olvido del mundo que la rodeaba, sin mover los párpados, sin mover los labios, apretando a su hijo con todas sus fuerzas.

Doña Chón se detuvo a pagar el carruaje. Las otras, mientras tanto, ayudaron a bajar a Fedina y con manos afables de compañeras, a empujoncitos, la fueron entrando a El Dulce Encanto.

Algunos clientes, casi todos militares, pernoctaban en los salones del prostíbulo.

– ¿Qui-horas, son, vos? -gritó doña Chón de entrada al cantinero.

Uno de los militares respondió:

– Las seis y veinte, doña Chompipa…

– ¿Aquí estás vos, cuque buruque? ¡No te había visto!

– Y veinticinco son en este reloj… -interpuso el cantinero.

La nueva fue la curiosidad de todos. Todos la querían para esa noche. Fedina seguía en su obstinado silencio de tumba, con el cadáver de su hijo cubierto entre sus brazos, sin alzar los párpados, sintiéndose fría y pesada como piedra.

– Vean -ordenó la Diente de Oro a las tres jóvenes gracias-; llévenla a la cocina para que la Manuela le dé un bocado, y hagan que se vista y se peine un poco.

Un capitán de artillería, de ojos zarcos, se acercó a la nueva para hurgarle las piernas. Pero una de las tres gracias la defendió. Mas luego otro militar se abrazó a ella, como al tronco de una palmera, poniendo los ojos en blanco y mostrando sus dientes de indio magníficos, como n perro junto a la hembra en brama. Y la besó después, restregándole los labios aguardentosos en la mejilla helada y salobre de llanto seco. ¡Cuánta alegría de cuartel y de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas.

– ¡Ve, cuque buruque, calientamicos, estate quieto!… -intervino doña Chón, poniendo fin a tanto desplante-. ¡Ah, sí, ¿verdá?, será cosa de echarle chachaguate…!

Fedina no se defendió de aquellos manipuleos deshonestos, contentándose con apretar los párpados y cerrar los labios para librar su ceguera y su mutismo de tumba amenazados, no sin oprimir contra su oscuridad y su silencio, exprimiéndolo, el despojo de su hijo, que arrullaba todavía como un niño dormido.

La pasaron a un patio pequeño donde la tarde se ahogaba en una pila poco a poco. Oíanse lamentos de mujeres, voces quebradizas, frágiles, cuchicheos de enfermas o colegialas, de prisioneras o monjas, risas falsas, grititos raspantes y pasos de personas que andan en medias. De una habitación arrojaron una baraja que se regó en abanico por el suelo. No se supo quién. Una mujer, con el cabello en desorden, sacó la cara por una puertecita de palomar y volviéndose a la baraja, como a la fatalidad misma, se enjugó una lágrima en la mejilla descolorida.

Un foco rojo alumbraba la calle en la puerta de El Dulce Encanto. Parecía la pupila inflamada de una bestia. Hombres y piedras tomaban un tinte trágico. El misterio de las cámaras fotográficas. Los hombres llegaban a bañarse en aquella lumbrarada roja, como variolosos para que no les quedara la cicatriz. Exponían sus caras a la luz con vergüenza de que los vieran, como bebiendo sangre, y se volvían después a la luz de las calles, a la luz blanca del alumbrado municipal, a la luz clara de la lámpara hogareña con la molestia de haber velado una fotografía.

Fedina seguía sin darse cuenta de nada de lo que pasaba, con la idea de su inexistencia para todo lo que no fuera su hijo. Los ojos más cerrados que nunca, así mismo los labios, y el cadáver siempre contra sus senos pletóricos de leche. Inútil decir todo lo que hicieron sus compañeras para sacarla de aquel estado antes de llegar a la cocina.

La cocinera, Manuela Calvario, reinaba desde hacía muchos años entre el carbón y la basura de El Dulce Encanto y era una especie de Padre Eterno sin barbas y con los fustanes almidonados. Los carrillos fláccidos de la respetable y gigantesca cocinera se llenaron de una sustancia aeriforme que pronto adquirió forma de lenguaje al ver aparecer a Fedina.

– ¡Otra sinvergüenza!… Y ésta, ¿de dónde sale?… ¿Y qué es lo que trae ahí tan agarrado…?

Por señas -ya las tres gracias, sin saber por qué, tampoco osaban hablar- le dijeron a la cocinera que salía de la cárcel, poniendo una mano sobre la otra en forma de reja.

– ¡Gallina pu… erca! -continuó aquélla. Y cuando las otras se marcharon, añadió-: ¡Veneno te diera yo en lugar de comida! ¡Aquí está tu bocadito! ¡Aquí…, tomá…, tomá…!

Y le propinó una serie de golpes en la espalda con el asador.

Fedina se tendió por tierra con su muertecito sin abrir los ojos ni responder. Ya no lo sentía de tanto llevarlo en la misma postura. La Calvario iba y venía vociferando y persignándose.

En una de tantas vueltas y revueltas sintió mal olor en la cocina. Regresaba del lavadero con un plato. Sin detenerse en pequeñas dio de puntapiés a Fedina gritando:

– ¡La que jiede es esta podrida! ¡Vengan a sacarla de aquí! ¡Llévensela de aquí! ¡Yo no la quiero aquí!

A sus gritos alborotadores vino doña Chón y entre ambas, a la fuerza, como quebrándoles las ramas a un árbol, le abrieron los brazos a la infeliz que, al sentir que le arrancaban a su hijo, peló los ojos, soltó un alarido y cayó redonda.

– El niño es el que jiede. ¡Si está muerto! ¡Qué bárbara!… -exclamó doña Manuela. La Diente de Oro no puso soplar palabra y mientras las prostitutas invadían la cocina, corrió al teléfono para dar parte a la autoridad. Todas querían ver y besar al niño, besarlo muchas veces, y se lo arrebataban de las manos, de las bocas. Una máscara de saliva de vicio cubrió la carita arrugada del cadáver, que ya olía mal. Se armó la gran lloradera y el velorio. El mayor Farfán intervino para lograr la autorización de la policía. Se desocupó una de las alcobas galantes, la más amplia; quemóse incienso para quitar a los tapices la hedentina de esperma viejo; doña Manuela quemó brea en la cocina, y en un charol negro, entre flores y linos, se puso al niño todo encogido, seco, amarillento, como un germen de ensalada china…

A todas se les había muerto aquella noche un hijo. Cuatro cirios ardían. Olor de tamales y aguardiente, de carnes enfermas, de colillas y orines. Una mujer medio borracha, con un seno fuera y un puro en la boca, que tan pronto lo masticaba como lo fumaba, repetía, bañada en lágrimas:

¡Dormite, niñito,

cabeza de ayote,

que si no te dormís

te come el coyote!

¡Dormite, mi vida,

que tengo que hacer,

lavar los pañales,

sentarme a coser!

XXIII El parte al Señor Presidente

1.- Alejandra, viuda de Bran, domiciliada en esta ciudad, propietaria de la colchonería La Ballena Franca, manifiesta que por quedar su establecimiento comercial pared de por medio de la fonda El Tus-Tep, ha podido observar que en esta última se reúnen frecuentemente, y sobre todo por las noches, algunas personas con el cristiano propósito de visitar a una enferma. Que lo pone en conocimiento del Señor Presidente porque a ella se le figura que en esa fonda está escondido el general Eusebio Canales, por las conversaciones que ha escuchado a través del muro, y que la personas que allí llegan conspiran contra la seguridad del Estado y contra la preciosa vida del Señor Presidente.

2.- Soledad Belmares, residente en esta capital, dice: que ya no tiene qué comer porque se le acabaron los recursos y que como es desconocida no le facilita ninguna persona dinero, por ser de otra parte; que en tal circunstancia le ruega al Señor Presidente concederle la libertad de su hijo Manuel Belmares H. Y su cuñado Federico Horneros P.; que el Ministro de su país puede informar que ellos no se ocupan de política; que sólo vinieron a buscar la vida con su trabajo honrado, siendo todo su delito el haber aceptado una recomendación del general Eusebio Canales para que les facilitaran trabajo en la Estación.

3.- El coronel Prudencio Perfecto Paz manifiesta: que el viaje que hizo últimamente a la frontera fue con el objeto de ver las condiciones del terreno, estado de los caminos y veredas, para formarse juicio de los lugares que deben ocuparse: describe detalladamente un plan de campaña que puede desarrollarse en los puntos ventajosos y estratégicos en caso de un movimiento revolucionario: que confirma la noticia de que en la frontera hay gente enganchada para venir a ésta: que los que se ocupan de tal enganche son Juan León Parada y otros, teniendo como material de guerra bombas de mano, ametralladoras, rifles de calibre reducido y dinamita para minas y todo lo concerniente a sus aplicaciones; que la gente armada que hay entre los revolucionarios se compone de 25 a 30 individuos, quienes atacan a las fuerzas del Supremo Gobierno a cada momento; que no ha podido confirmar la noticia de que Canales esté al frente de ellos, y que en este supuesto de seguro invadirán, salvo arreglos diplomáticos parta la concentración de los revoltosos: que él está listo para el caso de llevarse a cabo la invasión que anuncian para principios del mes entrante, pero que carece de armas para la compañía de tiradores y sólo tiene parque Cal. 43: que con excepción de algunos pocos enfermos que son atendidos como corresponde, la tropa está bien y se le da instrucción diaria de seis a ocho de la mañana; beneficiándoles una res por semana para su racionamiento: que ya pidió al puerto costales llenos de arena para que les sirvan de fortín.