– Sí, y luego…
– Hora-ce tres añes vine el comisionade politique y pare el sante del Siñor Presidento me mandó que le juera a llevar pine en mis mulas. Le llevé, siñor, ¡qu’iba a hacer yo!…, y al llegar a ver mis mulas, me mandó poner prese incomunicade y con el alcaide, un ladine, se repartieren mis besties, y come quise reclamar lo que mie, de mi trabaje, me dije el comisionade que yo ere un brute y que si no me iba callande el hocique que me iba a meter al cepo. Está buene, siñor comisionade, le dije, hacé lo que querrás conmigue, pero el mulas son míes. No dije más, tatita, porque con el charpe me dio un golpe en el cabece que me mere por poque me muere…
Una sonrisa avinagrada aparecía y desaparecía bajo el bigote cano del viejo militar en desgracia. El indio continuó sin subir la voz, en el mismo tono:
– Cuande salí del hospital me vinieren a avisar del pueble que se habien llevade a los hijes al cupo y que por tres mil peses los dejaban libres. Como los hijes eran tiernecites, corrí al comandancie y dije que los dejaren preses, que no me los echaren al cuartel mientres yo iba a empeñer el terrenite para pagar tres mil peses. Juí al capital y allí el licenciade escribió la escriture de acuerde con un siñor extranjiere, diciende que decien que daban tres mil peses en hipoteque, perejué ese lo que me leyeren y no jué ese lo que me pusieren. A poque mandaren un hombre del juzgade a dicirme que saliere de mi terrenite porque ya no ere míe; porque se lo habíe vendide al siñor extranjiere en tres mil peses. Juré por Dios que no ere cierte, pere no me creyeren a mí sino al licenciadey tuve que salir de mi terrenite, mientres los hijes, no ostante que me quitaren los tres mil peses, se jueren al cuartel; une se me murió cuidandeel frontere, el otre se calzó, como que se hubiera muerte, y su nane, mi mujer, se murió del paludisme… Y por ese, tata, es que robo sin ser ladrón, onque me maten a pales y echen al cepo.
– … ¡Lo que defendemos los militares!
– ¿Qué decís, tata?
En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes. ¿Cuál era la realidad? No haber pensado nunca con su cabeza, haber pensado siempre con el quepis. Ser militar para mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados es mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo. A santo de qué nos exigen a los militares lealtad a regímenes desleales con el ideal, con la tierra y con la raza…
El indio contemplaba al general como un fetiche raro, sin comprender las pocas palabras que decía.
– ¡Vonos, tatúa…, que el montade va venir!
Canales propuso al indio que se fuera con él al otro Estado, y el indio, que sin su terreno era como árbol sin raíces, aceptó. La paga era buena.
Salieron de la cabaña sin apagar el fuego. Camino abierto a machetazos en la selva. Adelante se perdían las huellas de un tigre. Sombra. Luz. Sombra. Luz. Costura de hojas. Atrás vieron arder la cabaña como un meteoro. Mediodía. Nubes inmóviles. Árboles inmóviles. Desesperación. Ceguera blanca. Piedras y más piedras. Insectos. Osamentas limpias, calientes, como ropa interior recién planchada. Fermentos. Revuelo de pájaros aturdidos. Agua con sed. Trópico. Variación sin horas, igual el calor, igual siempre, siempre…
El general llevaba un pañuelo a guisa de tapasol sobre la nuca. Al paso de la mula, a su lado, caminaba el indio.
– Pienso que andando toda la noche podemos llegar mañana a la frontera y no sería malo que arriesgáramos un poco por el camino real, pues tengo que pasar por Las Aldeas, en casa de unas amigas…
– ¡Tata, por el camine rial! ¿Qué vas a hacer? ¡Te va a encontrarte el montade!
– ¡Un ánimo recto! ¡Seguime, que el que no arriesga no gana y esas amigas nos pueden servir de mucho!
– ¡Ay, no, tata!
Y sobresaltado agregó el indio:
– ¿Oís? ¿Oís, tata…?
Un tropel de caballos se acercaba, pero a poco cesó el viento y entonces, como si regresaran, se fue quedando atrás.
– ¡Calla!
– ¡El montade, tata, yo sé lo que te digue, y hora no hay más que cojemes por aquí, onque tengames que dar un gran güelte pa salir a Las Aldees!
Detrás del indio sesgó el general por un extravío. Tuvo que desmontarse y bajar tirando de la mula. A medida que se los tragaba el barranco se iban sintiendo como dentro de un caracol, más al abrigo de la amenaza que se cernía sobre ellos. Oscureció en seguida. Las sombras se amontonaban en el fondo del siguán dormido. Árboles y pájaros parecían misteriosos anuncios en el viento que iba y venía con vaivén continuo, sosegado. Una polvareda rojiza cerca de las estrellas fue todo lo que vieron de la montada que pasaba al galope por el sitio del que se acababan de apartar.
Habían andado toda la noche.
– En saliendeal subidite visteamos Las Aldees, patrón…
El indio se adelantó con la cabalgadura a prevenir a las amigas de Canales, tres hermanas solteras que se pasaban la vida del Trisagio a las anginas, del novenario al dolor de oído, del dolor de cara a la espina en el costado. Se desayunaron de la noticia. Casi se desmayan. En el dormitorio recibieron al general. La sala no les daba confianza. En los pueblos, no es por decir, pero las visitas entran gritando ¡Ave María! ¡Ave María! hasta la cocina. El militar les relató su desgracia con la voz pausada, apagadiza, enjugándose una lágrima al hablar de su hija. Ellas lloraban afligidas, tan afligidas que de momento olvidaron su pena, la muerte de su mamá, por lo que traían riguroso luto.
– Pues nosotras le arreglamos la fuga, el último paso al menos. Voy a salir a informarme entre los vecinos… Ahora que hay que acordarse de los que son contrabandistas… ¡Ah, ya sé! Los vados practicables casi todos están vigilados por la autoridad.
La mayor, que así hablaba, interrogó con los ojos a sus hermanas.
– Sí, por nosotras queda la fuga, como dice mi hermana, general; y como no creo que le caiga mal llevar un poco de bastimento, yo se lo voy a preparar.
Y a las palabras de la mediana, a quien hasta el dolor de muelas se le espantó del susto, agregó la menor:
– Y como aquí con nosotras va a pasar todo el día, yo me quedo con él para platicarle y que no esté tan triste.
El general miró a las tres hermanas agradecido -lo que hacían por él no tenía precio-, rogándoles en voz baja que le perdonaran tanta molestia.
– ¡General, no faltaba más!
– ¡No, general, no diga eso!
– Niñas, comprendo sus bondades, pero yo sé que las comprometo estando en su casa…
– Pero si no son los amigos… Figúrese nosotras ahora, con la muerte de mamá…
– Y cuéntenme: ¿de qué murió su mamaíta?…
– Ya le contará mi hermana; nosotras nos vamos a lo que tenemos que hacer…
Dijo la mayor. Luego suspiró. En el tapado llevaba el corsé enrollado y se lo fue a poner a la cocina, donde la mediana, entre coches y aves de corral, preparaba el bastimento.
– No fue posible llevarla a la capital y aquí no le conocieron la enfermedad; ya usté sabe lo que es eso, general. Estuvo enferma y enferma… ¡Pobrecita! Murió llorando porque nos dejaba sin quién en el mundo. De necesidad… Pero, figúrese lo que nos pasa, que no tenemos materialmente cómo pagarle al médico, pues nos cobra, por quince visitas que le hizo, algo así como el valor de esta casa, que fue todo lo que heredamos de mi papá. Permítame un momento, voy a ver qué quiere su muchacho.
Al salir la menor, Canales se quedó dormido. Ojos cerrados, cuerpo de pluma…
– ¿Qué se te ofrecía, muchacho?
– Que por vida tuya me va a decir dónde voy a hacer un cuerpo…
– Por allí, ve…, con los coches…