No faltaba trajín de soldados que entraban y salían golpeando los caites en las losas, y entre éstos, algunos que carcajeándose contestaban al emparedado:
– ¡Tirolés, tirolés!… ¿Per qué te manchaste la gallina verde qui parla como la chente?
– ¡Agua, per Dio, per favori, agua, signori, agua, per favori!
Vásquez masticaba su venganza y el grito del italiano que en el aire dejaba sed de bagazo de caña. Una descarga le cortó el aliento. Estaban fusilando. Debían ser las tres de la mañana.
XXX Matrimonio in extremis
– ¡Enferma grave en la vecindad!
De cada casa salió una solterona.
– ¡Enferma grave en la vecindad!
Con cara de recluta y ademanes de diplomático, la de la casa de las doscientas, llamada Petronila, ella, que a falta de otra gracia habría querido, por lo menos, llamarse Berta. Con vestimenta de merovingia y cara de garbanzo, una amiga de las doscientas, cuyo nombre de pila era Silvia. Con el corsé, tanto da decir armadura, encallado en la carne, los zapatos estrechos en los callos y la cadena del reloj alrededor del cuello como soga de patíbulo, cierta conocida de Silvia llamada Engracia. Con cabeza de corazón como las víboras, ronca, acañutada y varonil, una prima de Engracia, que también habría podido ser una pierna de Engracia, muy dada a menudear calamidades de almanaque, anunciadora de cometas, del Anticristo y de los tiempos en que, según las profecías, los hombres treparán a los árboles huyendo de las mujeres enardecidas y éstas subirán a bajarlos.
¡Enferma grave en la vecindad! ¡Qué alegre! No lo pensaban, pero casi lo decían celebrando del diente al labio, con voz de amasaluegos, un suceso que por mucho que echaran a retozar la tijera dejaría sobrada y bastante tela para que cada una de ellas hiciese el acontecimiento de su medida.
La Masacuata atendía.
– Mis hermanas están listas -anunciaba la de las doscientas sin decir para qué estaban listas.
– En cuanto a ropa, si hace falta, desde luego pueden contar conmigo -observaba Silvia.
Y Engracia, Engracita, que cuando no olía a tricófero trascendía a caldo de res, agregaba articulando las palabras a medias, sofocada por el corsé:
– ¡Yo les recé una Salve a las Ánimas, al acabar mi Hora de Guardia, por esta necesidad tan grande!
Hablaban a media voz, congregadas en la trastienda, procurando no turbar el silencio que envolvía como producto farmacéutico la cama de la enferma ni molestar al señor que la velaba noche y día. Un señor muy regular. Muy regular. De punta de pie se acercaban a la cama, más por verle la cara al señor que por saber de Camila, espectro pestañudo, con el cuello flaco, flaco, y los cabellos en desorden, y como sospecharan que había gato encerrado -¿en que devoción no hay gato encerrado?- no sosegaron hasta lograr arrancar a la fondera la llave del secreto. Era su novio. ¡Su novio! ¡Su novio! ¡Su novio! ¿Con que eso, no? ¡Con que su novio! Cada una repitió la palabrita dorada, menos Silvia; ésta se fue con disimulo, tan pronto como supo que Camila era hija del general Canales, y no volvió más. Nada de mezclarse con los enemigos del Gobierno. El será muy su novio, se decía, y muy del Presidente, pero yo soy hermana de mi hermano y mi hermano es diputado y lo puedo comprometer. «¡Dios libre l’hora!»
En la calle todavía se repitió: «¡Dios libre l’hora!»
Cara de Ángel no se fijó en las solteras que, cumpliendo obra de misericordia, además de visitar a la enferma se acercaron a consolar al novio. Les dio las gracias sin oír lo que le decían -palabras-, con el alma puesta en la queja maquinal, angustiosa y agónica de Camila, ni corresponder las muestras de efusión con que le estrecharon las manos. Abatido por la pena sentía que el cuerpo se le enfriaba. Impresión de lluvia y adormecimiento de los miembros, de enredo con fantasmas cercanos e invisibles en un espacio más amplio que la vida, en el que el aire está solo, sola la luz, sola la sombra, solas las cosas.
El médico rompía la ronda de sus pensamientos.
– Entonces, doctor…
– ¡Sólo un milagro!
– Siempre vendrá por aquí, ¿verdad?
La fondera no paraba un instante y ni así le rendía el tiempo. Con permiso de lavar en la vecindad mojaba de mañana muy temprano, luego se iba a la Penitenciaría llevando el desayuno de Vásquez, de quien nada averiguaba; de regreso enjabonaba, desaguaba y tendía, y, mientras los trapos se secaban, corría a su casa a hacer lo de adentro y otros oficios; mudar a la enferma, encender candelas a los santos, sacudir a Cara de Ángel para que tomara alimento, atender al doctor, ir a la farmacia, sufrir a las presbíteras, como llamaba a las solteras, y pelear con la dueña de la colchonería.
– ¡Colchones para cebones! -gritaba en la puerta haciendo como que espantaba las moscas con un trapo-. ¡Colchones para cebones!
– ¡Sólo un milagro!
Cara de Ángel repitió las palabras del médico. Un milagro la continuación arbitraria de lo perecedero, el triunfo sobre el absoluto estéril de la migaja humana. Sentía la necesidad de gritar a Dios que le hiciera el milagro, mientras el mundo se le escurría por los brazos inútil, adverso, inseguro, sin razón de ser.
Y todos esperaban de un momento a otro el desenlace. Un perro que aullara, un toquido fuerte, un doble en la Merced, hacían santiguarse a los vecinos y exclamar, suspiro va y suspiro viene: «¡Ya descansó!… ¡Vaya, era su hora llegada! ¡Pobre su novio! ¡Qué se ha de hacer! ¡Que se haga la voluntad de Dios! ¡Es lo que somos, en resumidas cuentas!»
Petronila relataba estos sucesos a uno de esos hombres que envejecen con cara de muchachos, profesor de inglés y otras anomalías, a quien familiarmente llamaban Tícher. Quería saber si era posible salvar a Camila por medios sobrenaturales y el Tícher debía saberlo, porque, además de profesor de inglés, dedicaba sus ocios al estudio de la teosofía, el espiritismo, la magia, la astrología, el hipnotismo, las ciencias ocultas y hasta fue inventor de un método que llamaba: «Cisterna de embrujamiento para encontrar tesoros escondidos en las casas donde espantan». Jamás habría sabido explicar el Tícher sus aficiones por lo desconocido. De joven tuvo inclinaciones eclesiásticas, pero una casada de más saber y gobierno que él se interpuso cuando iba a cantar Epístola, y colgó la sotana quedándose con los hábitos sacerdotales, un pozo zonzo y solo. Dejó el Seminario por la Escuela de Comercio y habría terminado felizmente sus estudios de no tener que huir a un profesor de teneduría de libros que se enamoró de él perdidamente. La mecánica le abrió los brazos tiznados, la mecánica fregona de las herrerías, y entró a soplar el fuelle a un taller de por su casa, mas poco habituado al trabajo y no muy bien constituido, pronto abandonó el oficio. ¡Qué necesidad tenía él, único sobrino de una dama riquísima, cuya intención fue dedicarlo al sacerdocio, empresa en la que dale que le das siempre estaba la buena señora! «¡Vuelve a la iglesia -le decía- y no estés ahí bostezando, vuelve a la iglesia, no ves que el mundo te disgusta, que eres medio loquito y débil como chivito de mantequilla, que de todo has probado y nada te satisface; militar, músico, torero!… O, si no quieres ser Padre, dedícate al magisterio, a dar clases de inglés, pongo por caso. Si el Señor no te eligió, elige tú a los niños; el inglés es más fácil que el latín y más útil, y dar clases de inglés es hacer sospechar a los alumnos que el profesor habla inglés aunque no le entiendan: mejor, si no le entienden.»
Petronila bajó la voz, como lo hacía siempre que hablaba con el corazón en la mano.
– Un novio que la adora, que la idolatra, Tícher, que no obstante haberla raptado la respetó en espera de que la iglesia bendijera su unión entera. Eso ya no se ve todos los días.
– ¡Y menos en estos tiempos, criatura! -añadió al pasar por la sala con un ramo de rosas la más alta de las doscientas, una mujer que parecía subida en la escalera de su cuerpo.
– Un novio, .Tícher, que la ha colmado de cuidados y que sin que le quepa duda, se va a morir con ella…, ¡ay!
– ¿Y dice usted, Petronila -el Tícher hablaba pausadamente-, que ya los señores médicos facultativos se declararon incompetentes para rescatarla de los brazos de la Parca?
– Sí, señor, incompetentes; la han desahuciado tres veces.
– ¿Y dice usted, Nila, que ya sólo un milagro puede salvarla? -Figúrese… Y está el novio que parte el alma…
– Pues yo tengo la clave; provocaremos el milagro. A la muerte únicamente se le puede oponer el amor, porque ambos son igualmente fuertes, como dice El Cantar de los Cantares; y si como usted me informa, el novio de esa señorita la adora, digo la quiere entrañablemente, digo con las entrañas y la mente, digo con la mente de casarse, puede salvarla de la muerte si comete el sacramento del matrimonio, que en mi teoría de los injertos se debe emplear en este caso.
Petronila estuvo a punto de desmayarse en brazos del Tícher. Alborotó la casa, pasó a casa de las amigas, puso en autos a la Masacuata, a quien se encargó que hablara al cura, y ese mismo día Camila y Cara de Ángel se desposaron en los umbrales de lo desconocido. Una mano larga y fina y fría como cortapapel de marfil estrechó el favorito en la diestra afiebrada, en tanto el sacerdote leía los latines sacramentales. Asistían las doscientas, Engracia, y el Tícher vestido de negro. Al concluir la ceremonia, el Tícher exclamó:
– Make thee another self for love of me!…
XXXI Centinelas de hielo
En el zaguán de la Penitenciaría brillaban las bayonetas de la guardia sentada en dos filas, soldado contra soldado, como de viaje en un vagón oscuro. Entre los vehículos que pasaban, bruscamente se detuvo un carruaje. El cochero, con el cuerpo echado hacia atrás para tirar de las riendas con más fuerza, se bamboleó de lado y lado, muñeco de trapos sucios, escupimordiendo una blasfemia. ¡Por poco más se cae! Por las murallas lisas y altísimas del edificio patibulario resbalaron los chillidos de las ruedas castigadas por las rozaderas, y un hombre barrigón que apenas alcanzaba el suelo con las piernas apeóse poco a poco. El cochero, sintiendo aligerarse el carruaje del peso del Auditor de Guerra, apretó el cigarrillo apagado en los labios resecos -¡qué alegre quedarse solo con los caballos!- y dio rienda para ir a esperar enfrente, al costado de un jardín yerto como la culpa traidora, en el momento en que una dama se arrodillaba a los pies del Auditor implorando a gritos que la atendiera.