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– ¡Levántese, señora! Así no la puedo atender; no, no, levántese, hágame favor… Sin tener el honor de conocerla…

– Soy la esposa del licenciado Carvajal…

– Levántese…

Ella le cortó la palabra.

– De día, de noche, a todas horas, por todas partes, en su casa, en la casa de su mamá, en su despacho le he buscado, señor, sin lograr encontrarlo. Sólo usted sabe qué es de mi marido, sólo usted lo sabe, sólo usted me lo puede decir. ¿Dónde está? ¿Qué es de él? ¡Dígame, señor, si está vivo! ¡Dígame, señor, que está vivo!

Se había puesto de pie; pero no levantaba la cabeza, rota la nuca de pena, ni dejaba de llorar.

– ¡Dígame, señor, que está vivo!

– Cabalmente, señora, el Consejo de Guerra que conocerá del proceso del colega ha sido citado con urgencia para esta noche.

– ¡Aaaaah!

Cosquilleo de cicatriz en los labios, que no pudo juntar del gusto. ¡Vivo! A la noticia unió la esperanza. ¡Vivo!… Y, como era inocente, libre…

Pero el Auditor, sin mudar el gesto frío, añadió:

– La situación política del país no permite al Gobierno piedad de ninguna especie con sus enemigos, señora. Es lo único que le digo. Vea al Señor Presidente y pídale la vida de su marido, que puede ser sentenciado a muerte y fusilado, conforme a la ley, antes de veinticuatro horas…

– ¡… le, le, le!

– La Ley es superior a los hombres, señora, y salvo que el Señor Presidente lo indulte…

– ¡… le, le, le!

No pudo hablar. Blanca, como el pañuelo que rasgaba con los dientes, se quedó quieta, inerte, ausente, gesticulando con las manos perdidas en los dedos.

El Auditor se marchó por la puerta erizada de bayonetas. La calle, momentáneamente animada por el trajín de los coches que volvían del paseo principal a la ciudad, ocupados por damas y caballeros elegantes, quedó fatigada y sola. Un minúsculo tren asomó por un callejón entre chispas y pitazos, y se fue cojeando por los rieles…

– ¡… le, le, le!

No pudo hablar. Dos tenazas de hielo imposible de romper le apretaban el cuello y el cuerpo se le fue resbalando de los hombros para abajo. Había quedado el vestido vacío con su cabeza, sus manos y sus pies. En sus oídos iba un carruaje que encontró en la calle. Lo detuvo. Los caballos engordaron como lágrimas al encarnar la cabeza y apelotonarse para hacer alto. Y ordenó al cochero que la llevara a la casa de campo del Presidente lo más pronto posible; mas su prisa era tal, su desesperada prisa, que a pesar de ir los caballos a todo escape, no cesaba de reclamar y reclamar al cochero que diera más rienda… Ya debía estar allí… Más rienda… Necesitaba salvar a su marido… Más rienda…, más rienda…, más rienda… Se apropió del látigo… Necesitaba salvar a su marido… Los caballos, fustigados con crueldad, apretaron la carrera… El látigo les quemaba las ancas… Salvar a su marido… Ya debía estar allí… Pero el vehículo no rodaba, ella sentía que no rodaba, ella sentía que no rodaba, que las ruedas giraban alrededor de los ejes dormidos, sin avanzar, que siempre estaban en el mismo punto… Y necesitaba salvar a su marido… Sí, sí, sí, sí, sí… -se le desató el pelo-, salvarlo… -la blusa se le zafó-, salvarlo… Pero el vehículo no rodaba, ella sentía que no rodaba, rodaban sólo las ruedas de adelante, ella sentía que lo de atrás se iba quedando atrás, que el carruaje se iba alargando como el acordeón de una máquina de retratar y veía los caballos cada vez más pequeñitos… El cochero le había arrebatado el látigo. No podía seguir así… Sí, sí, sí, sí… Que sí…, que no…, que sí…, que no…, que sí…, que no… Pero ¿por qué no?… ¿Cómo no?… Que sí…, que no…, que sí…, que no… Se arrancó los anillos, el prendedor, los aritos, la pulsera y se los echó al cochero en el bolsillo de la chaqueta, con tal que no detuviera el coche. Necesitaba salvar a su marido. Pero no llegaban… Llegar, llegar, llegar, pero no llegaban… Llegar, pedir y salvarlo, pero no llegaban… Estaban fijos como los alambres del telégrafo, como los cercos de chilca y chichicaste, como los campos sin sembrar, como los celajes dorados del crepúsculo, las encrucijadas solas y los bueyes inmóviles.

Por fin desviaron hacia la residencia presidencial por una franja de carretera que se perdía entre árboles y cañadas. El corazón le ahogaba. La ruta se abría paso entre las casitas de una población limpia y desierta. Por aquí empezaron a cruzar los coches que volvían de los dominios presidenciales -landós, sulkys, calesas-, ocupados por personas de caras y trajes muy parecidos. El ruido se adelantaba, el ruido de las ruedas en los empedrados, el ruido de los cascos de los caballos… Pero no llegaban, pero no llegaban… Entre los que volvían en carruaje, burócratas cesantes y militares de baja, gordura bien vestida, regresaban a pie los finqueros llamados por el Presidente meses y meses hacía con urgencia, los poblanos con zapatos como bolsas de cuero, las maestras de escuela que a cada poco se paraban a tomar aliento -los ojos ciegos de polvo, rotos los zapatos de polvillo, arremangadas las enaguas- y las comitivas de indios que, aunque municipales, tenían la felicidad de no entender nada de todo aquello. ¡Salvarlo, sí, sí, sí, pero no llegaban! Llegar era lo primero, llegar antes que se acabara la audiencia, llegar, pedir, salvarlo… ¡Pero no llegaban! Y no faltaba mucho; salir del pueblo. Ya debían estar allí, pero el pueblo no se acababa. Por este camino fueron las imágenes de Jesús y la Virgen de Dolores un jueves santo. Las jaurías, entristecidas por la música de las trompetas, aullaron al pasar la procesión delante del Presidente, asomado a un balcón bajo toldo de tapices mashentos y flores de buganvilla. Jesús pasó vencido bajo el peso del madero frente al César y al César se volvieron admirados hombres y mujeres. No fue mucho el sufrir, no fue mucho el llorar hora tras hora, no fue mucho el que familias y ciudades envejecieran de pena; para aumentar el escarnio era preciso que a los ojos del Señor Presidente cruzara la imagen de Cristo en agonía, y pasó con los ojos nublados bajo un palio de oro que era infamia, entre filas de monigotes, al redoble de músicas paganas.

El carruaje se detuvo a la puerta de la augusta residencia. La esposa de Carvajal corrió hacia adentro por una avenida de árboles copudos. Un oficial le salió a cerrar el paso.

– Señora, señora…

– Vengo a ver al Presidente…

– El Señor Presidente no recibe, señora; regrese…

– Sí, sí, sí recibe, sí me recibe a mí, que soy la esposa del licenciado Carvajal… -Y siguió adelante, se le fue de las manos al militar que la perseguía llamándola al orden, y logró llegar a una casita débilmente iluminada en el desaliento del atardecer-. ¡Van a fusilar a mi marido, general!…

Con las manos a la espalda se paseaba por el corredor de aquella casa que parecía de juguete un hombre alto, trigueño, todo tatuado de entorchados, y hacia él se dirigió animosa:

– ¡Van a fusilar a mi marido, general!

El militar que la seguía desde la puerta no se cansaba de repetir que era imposible ver al Presidente.

No obstante sus buenas maneras, el general le respondió golpeado:

– El Señor Presidente no recibe, señora, y háganos el favor de retirarse, tenga la bondad…

– ¡Ay, general! ¡Ay, general! ¿Qué hago yo sin mi marido, qué hago yo sin mi marido? ¡No, no, general! ¡Sí recibe! ¡Paso, paso! ¡Anúncieme! ¡Vea que van a fusilar a mi marido!

El corazón se le oía bajo el vestido. No la dejaron arrodillarse. Sus tímpanos flotaban agujereados por el silencio con que respondían a sus ruegos.

Las hojas secas tronaban en el anochecer como con miedo del viento que las iba arrastrando. Se dejó caer en un banco. Hombres de hielo negro. Arterias estelares. Los sollozos sonaban en sus labios como flecos almidonados, casi como cuchillos. La saliva le chorreaba por las comisuras con hervor de gemido. Se dejó caer en un banco que empapó de llanto como si fuera piedra de afilar. A troche y moche la habían arrancado de donde tal vez estaba el Presidente. El paso de una patrulla le sacudió frío. Olía a butifarra, a trapiche, a pino despenicado. El banco desapareció en la oscuridad como una tabla en el mar. Anduvo de un punto a otro por no naufragar con el banco en la oscuridad, por quedar viva. Dos, tres, muchas veces detuviéronla los centinelas apostados entre los árboles. Le negaban el paso con voz áspera, amenazándola cuando insistía con la culata o el cañón del arma. Exasperada de implorar a la derecha, corría a la izquierda. Tropezaba con las piedras, se lastimaba en los zarzales. Otros centinelas de hielo le cortaban el paso. Suplicaba, luchaba, tendía la mano como menesterosa y cuando ya nadie le oía, echaba a correr en dirección opuesta…

Los árboles barrieron una sombra hacia un carruaje, una sombra que apenas puso el pie en el estribo regresó como loca a ver si le valía la última súplica. El cochero despertó y estuvo a punto de botar los guajes que calentaba en el bolsillo al sacar la mano para coger las riendas. El tiempo se le hacía eterno; ya no miraba las horas de quedar bien con la Minga. Aritos, anillos, pulsera… ¡Ya tenía para empeñar! Se rascó un pie con otro, se agachó el sombrero y escupió. ¿De dónde saldrá tanta oscuridad y tanto sapo?… La esposa de Carvajal volvió al carruaje como sonámbula. Sentada en el coche ordenó al cochero que esperaran un ratito, tal vez abrirían la puerta… Media hora…, una hora…

El carruaje rodaba sin hacer ruido; o era que ella no oía bien o era que seguían parados… El camino se precipitaba hacia lo hondo de un barranco por una pendiente inclinadísima, para ascender después como un cohete en busca de la ciudad. La primera muralla oscura. La primera casa blanca. En el hueco de una pared un aviso de Onofroff… Sentía que todo se soldaba sobre su pena… El aire… Todo… En cada lágrima un sistema planetario… Ciempiés de sereno caían de las tejas a los andenes estrechos… Se le iba apagando la sangre… ¿Cómo está?… ¡Yo estoy mal, pero muy mal!… Y mañana, ¿cómo estará?… ¡Lo mismo, y pasado mañana, igual!… Se preguntaba y se respondía… Y más pasado mañana…