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El peso de los muertos hace girar la tierra de noche y de día el peso de los vivos… Cuando sean más los muertos que los vivos, la noche será eterna, no tendrá fin, faltará para que vuelva el día el peso de los vivos…

El carruaje se detuvo. La calle seguía, pero no para ella, que estaba delante de la prisión donde, sin duda… Paso a paso se pegó al muro. No estaba de luto y ya tenía tacto de murciélago… Miedo, frío, asco; se sobrepuso a todo por estrecharse a la muralla que repetiría el eco de la descarga… Después de todo, ya estando allí, se le hacía imposible que fusilaran a su marido, así como así; así, de una descarga, con balas, con armas, hombres como él, gente como él, con ojos, con boca, con manos, con pelo en la cabeza, con uñas en los dedos, con dientes en la boca, con lengua, con galillo… No era posible que lo fusilaran hombres así, gente con el mismo color de piel, con el mismo acento de voz, con la misma manera de ver, de oír, de acostarse, de levantarse, de amar, de lavarse la cara, de comer, de reír, de andar, con las mismas creencias y las mismas dudas…

XXXII El Señor Presidente

Cara de Ángel, llamado con gran prisa de la casa presidencial, indagó el estado de Camila, elasticidad de la mirada ansiosa, humanización del vidrio en los ojos, y como reptil cobarde enroscóse en la duda de si iba o no iba; el Señor Presidente o Camila, Camila o el Señor Presidente…

Aún sentía en la espalda los empujoncitos de la fondera y d tejido de su voz suplicante. Era la ocasión de pedir por Vásquez. «Vaya, yo me quedo aquí cuidando a la enferma»… En la calle respiró profundamente. Iba en un carruaje que rodaba hacia la casa presidencial. Estrépito de los cascos de los caballos en los adoquines, fluir líquido de las ruedas. El Candado Rojo… La Col-mena… El Vol-cán… Deletreaba con cuidado los nombres de los almacenes; se leían mejor de noche, mejor que de día. El Gua-da-le-te… El Ferro-carril… La Ga-llina con Po-llos… A veces tropezaban sus ojos con nombres de chinos: Lon Ley Lon y Cía… Quan See Chan… Fu Quan Yen… Chon Chan Lon… Sey Yon Sey… Seguía pensando en el general Canales. Lo llamaban para informarle… ¡No podía ser!… ¿Por qué no podía ser?… Lo capturaron y lo mataron, o… no lo mataron y lo traen amarrado… Una polvareda se alzó de repente. El viento jugaba al toro con el carruaje. ¡Todo podía ser! El vehículo rodó más ligero al salir al campo, como un cuerpo que pasa del estado sólido al estado líquido. Cara de Ángel se apretó las manos en las choquezuelas y suspiró. El ruido del coche se perdía, entre los mil ruidos de la noche que avanzaba lenta, pausada, numismática. Creyó oír el vuelo de un pájaro. Salvaron una mordida de casas. Ladraban perros semidifuntos…

El Subsecretario de la Guerra le esperaba en la puerta de su despacho y, sin anunciarlo, al tiempo de darle la mano y dejar en la orilla de un pilar el habano que fumaba, lo condujo a las habitaciones del Señor Presidente.

– General -Cara de Ángel tomó de un brazo al Subsecretario-, ¿no sabe para qué me querrá el patrón…?

– No, don Miguelito, lo ignórolo.

Ahora ya sabía de qué se trataba. Una carcajada rudimentaria, repetida dos y tres veces, confirmó lo que la respuesta evasiva del Subsecretario le había dejado suponer. Al asomar a la puerta vio un bosque de botellas en una mesa redonda y un plato de fiambre, guacamole y chile pimiento. Completaban el cuadro las sillas, desarregladas unas y otras por el suelo. Las ventajas de cristales blancos, opacos, coronadas de crestas rojas, jugaban a picotearse con la luz que les llegaba de los focos encendidos en los jardines. Oficiales y soldados velaban en pie de guerra, un oficial por puerta y un soldado por árbol. Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero.

– Señor Presidente -saludó el favorito, e iba a ponerse a sus órdenes, cuando éste le interrumpió.

– ¡«Ni mi mier… va»!

– ¡De la diosa habla el Señor Presidente!

Su Excelencia se acercó a la mesa a paso de saltacharquitos y, sin tomar en cuenta el cálido elogio que el favorito hacía de Minerva, le gritó:

– Miguel, el que encontró el alcohol, ¿tú sabes que lo que buscaba era el licor de larga vida…?

– No, Señor Presidente, no lo sabía -apresuróse a responder el favorito.

– Es extraño, porque está en Swit Marden…

– Extraño, ya lo creo, para un hombre de la vasta ilustración del Señor Presidente, que con sobrada razón se le tiene en el mundo por uno de los primeros estadistas de los tiempos modernos; pero no para mí.

Su Excelencia puso los ojos bajo los párpados, para ahogar la visión invertida de las cosas que el alcohol le producía en aquel momento.

– ¡Chis, yo sé mucho!

Y esto diciendo dejó caer la mano en la selva negra de sus botellas de «whisky» y sirvió un vaso a Cara de Ángel.

– Bebe, Miguel… -un ahogo le atajó las palabras, algo trabado en la garganta; golpeóse el pecho con el puño para que le pasara, contraídos los músculos del cuello flaco, gordas las venas de la frente, y con ayuda del favorito, que le hizo tomar unos tragos de sifón, recobró el habla a pequeños eructos.

– ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já! -rompió a reír señalando a Cara de Ángel-. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já! En artículo de muerte… -Y carcajada sobre carcajada-…En artículo de muerte. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!…

El favorito palideció. En la mano le temblaba el vaso de «whisky» que le acababa de brindar.

– El Se…

– ÑORRR Presidente todo lo sabe -interrumpió Su Excelencia-. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!… En artículo de muerte y por consejo de un débil mental como todos los espiritistas… ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!

Cara de Ángel se puso el vaso como freno para no gritar y beberse el «whisky»; acababa de ver rojo, acababa de estar a punto de lanzarse sobre el amo y apagarle en la boca la carcajada miserable, fuego de sangre aguardentosa. Un ferrocarril que le hubiera pasado encima le habría hecho menos daño. Se tuvo asco. Seguía siendo el perro educado, intelectual, contento de su ración de mugre, del instinto que le conservaba la vida. Sonrió para disimular su encono; con la muerte en los ojos de terciopelo, como el envenenado al que le va creciendo la cara.

Su Excelencia perseguía una mosca.

– Miguel, ¿tú conoces el juego de la mosca…?

– No, Señor Presidente…

– ¡Ah, es verdad que túuuUUU…, en artículo de muerte…! ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!… ¡Ji! ¡ji! ¡ji! ¡ji!… ¡Jó! ¡jó! ¡jó! ¡jó!… ¡Jú! ¡jú! ¡jú! ¡jú!…

Y carcajeándose continuó persiguiendo la mosca que iba y venía de un punto a otro, la falda de la camisa al aire, la bragueta abierta, los zapatos sin abrochar, la boca untada de babas y los ojos de excrecencias color de yema de huevo.

– Miguel -se detuvo a decir sofocado, sin lograr darle caza-, el juego de la mosca es de lo más divertido y fácil de aprender; lo que se necesita es paciencia. En mi pueblo yo me entretenía de chico jugando reales a la mosca.

Al hablar de su pueblo natal frunció el entrecejo, la frente calmada de sombras; volvióse al mapa de la República, que en ese momento tenía a la espalda, y descargó un puñetazo sobre el nombre de su pueblo.

Un columbrón a las calles que transitó de niño, pobre, injustamente pobre, que transitó de joven, obligado a ganarse el sustento en tanto los chicos de buena familia se pasaban la vida de francachela en francachela. Se vio empequeñecido en el hoyo de sus coterráneos, aislado de todos y bajo el velón que le permitía instruirse en las noches, mientras su madre dormía en un catre de tijera y el viento con olor de carnero y cuernos de chiflón topeteaba las calles desiertas. Y se vio más tarde en su oficina de abogado de tercera clase, entre marraneas, jugadores, cholojeras, cuatreros, visto de menos por sus colegas que seguían pleitos de campanillas.

Una tras otra vació muchas copas. En la cara de jade le brillaban los ojos entumecidos y en las manos pequeñas las uñas ribeteadas de medias lunas negras.

– ¡Ingratos!

El favorito lo sostuvo del brazo. Por la sala en desorden paseó la mirada llena de cadáveres y repitió:

– ¡Ingratos! -añadió, después, a media voz-. Quise y querré siempre a Parrales Sonriente, y lo iba a hacer general, porque potreó a mis paisanos, porque los puso en cintura, se repaseó en ellos, y de no ser mi madre acaba con todos para vengarme de lo mucho que tengo que sentirles y que sólo yo sé… ¡Ingratos!… Y no me pasa -porque no me pasa- que lo hayan asesinado, cuando por todos lados se atenta contra mi vida, me dejan los amigos, se multiplican los enemigos y… ¡No!, ¡no!, de ese Portal no quedará una piedra…

Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso resbaloso. Se recostó en el hombro del favorito con la mano apretada en el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos sucios, el aliento frío, y no tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario vino corriendo con una palangana que en el fondo tenía esmaltado el escudo de la República, y entre ambos, concluida la ducha que el favorito recibió casi por entero, le llevaron arrastrando a una cama. Lloraba y repetía:

– ¡Ingratos!… ¡Ingratos!…

– Lo felicito, don Miguelito, lo felicito -murmuró el Subsecretario cuando ya salían-; el Señor Presidente ordenó que se publicara en los periódicos la noticia de su casamiento y él encabeza la lista de padrinos.

Asomaron al corredor. El Subsecretario alzó la voz.

– Y eso que al principio no estaba muy contento con usted. Un amigo de Parrales Sonriente no debía haber hecho -me dijo- lo que este Miguel ha hecho; en todo caso debió consultarme antes de casarse con la hija de uno de mis enemigos. Le están haciendo la cama, don Miguelito, le están haciendo la cama. Por supuesto; yo traté de hacerle ver que el amor es fregado, lamido, belitre y embustero.

– Muchas gracias, general.

– ¡Vean, pues, al cimarrón! -continuó el Subsecretario en tono jovial y, entre risa y risa, empujándolo a su despacho con afectuosas palmaditas, remató-. ¡Venga, venga a estudiar el periódico! El retrato de la señora se lo pedimos a su tío Juan. ¡Muy bien, amigo, muy bien!