Pronto estuvo de correr y parar y no por eso menos enferma, enferma no, absorta en la cuenta de todo lo que le sobraba desde que su marido le posó los labios en la mejilla. Todo le sobraba. Lo retuvo junto a ella como lo único suyo en un mundo que le era extraño. Se gozaba de la luna en la tierra y en la luna, frente a los volcanes en estado de nube, bajo las estrellas, piojillo de oro en palomar vacío.
Cara de Ángel sintió que su esposa tiritaba en el fondo de sus franelas blancas -tiritaba pero no de frío, no de lo que tirita la gente, de lo que tiritan los ángeles- y la volvió a su alcoba paso a paso. El mascarón de la fuente… La hamaca inmóvil… El agua inmóvil como la hamaca… Los tiestos húmedos… Las flores de cera… Los corredores remendados de luna…
Se acostaron hablando de un aposento a otro. Una puertecita comunicaba las habitaciones. De los ojales con sueño salían los botones produciendo leve ruido de flor cortada, caían los zapatos con estrépito de anclas y se desplegaban las medias de la piel, como se va despegando el humo de las chimeneas.
Cara de Ángel hablaba de los objetos de su aseo personal compuestos sobre una mesa, al lado de un toallero, para crear ambiente de familia, de tontería íntima en aquel caserón que parecía seguir deshabitado, y para apartar el pensamiento de la puertecita estrecha como la puerta del cielo que comunicaba las habitaciones.
Luego se dejó caer en la cama abandonado a su propio peso y estuvo largo rato sin moverse, en medio del oleaje continuo y misterioso de lo que entre los dos se iba haciendo y deshaciendo fatalmente. La rapta para hacerla suya por la fuerza, y viene amor, de ciego instinto. Renuncia a su propósito, intenta llevarla a casa de sus tíos y éstos le cierran la puerta. La tiene de nuevo en las manos y, pues la gente lo dice, sin menoscabo de lo que ya está perdido, puede hacerla suya. Ella, que lo sabe, quiere huir. La enfermedad se lo impide. Se agrava en pocas horas. Agoniza. La muerte va a cortar el nudo. Él lo sabe y se resigna por momentos, aunque más son aquellos en que se subleva contra las fuerzas ciegas. Pero la muerte es donde se la llama la ausencia de su consolación definitiva, y el destino esperaba el último trance para atarlos.
Infantil, primero, cuando todavía no andaba, adolescente después al levantarse y dar los primeros pasos; de la noche a la mañana toman sus labios color de sangre, se llena de fruta la redecilla de sus corpiños y se turba y resuda cada vez que se aproxima al que jamás imaginó su marido.
Cara de Ángel saltó de la cama. Se sentía separado de Camila por una falta que ninguno de los dos había cometido, por un matrimonio para el que ninguno de los dos había dado su consentimiento. Camila cerró los ojos. Los pasos se alejaron hacia una ventana.
La luna entraba y salía de los nichos flotantes de las nubes. La calle rodaba como un río de huesos blancos bajo puentes de sombra. Por momentos se borraba todo, pátina de reliquia antigua. Por momentos reaparecía realzado en algodón de oro. Un gran párpado negro interrumpió este fuego de párpados sueltos. Su pestaña inmensa se fue desprendiendo del más alto de los volcanes, se extendió con movimiento de araña de caballo sobre la armadura de la ciudad, y se enlutó la sombra. Los perros sacudieron las orejas como aldabas, hubo revuelo de pájaros nocturnos, queja y queja de ciprés en ciprés y teje maneje de cuerdas de relojes. La luna desapareció completamente tras el cráter erecto y una neblina de velos de novia se hizo casa entre las casas. Cara de Ángel cerró la ventana. En la alcoba de Camila se percibía su respiración lenta, trasegada, como si se hubiera dormido con la cabeza bajo la ropa o en el pecho le pesara un fantasma.
En esos días fueron a los baños. Las sombras de los árboles manchaban las camisas blancas de los marchantes cargados de tinajas, escobas, cenzontles en jaula de palito, pino, carbón, leña, maíz. Viajaban en grupos, recorriendo largas distancias sin asentar el calcañal, sobre la punta de los pies. El sol sudaba con ellos. Jadeaban. Braceaban. Desaparecían como pájaros.
Camila se detuvo a la sombra de un rancho a ver cortar café. Las manos de las cortadoras se dibujaban en el ramaje metálico con movimientos de animales voraces: subían, bajaban, anudábanse enloquecidas como haciendo cosquillas al árbol, se separaban como desabrochándole la camisa.
Cara de Ángel le ciñó el talle con el brazo y la condujo por una vereda que caía del sueño caliente de los árboles. Se sentían la cabeza y el tórax; todo lo demás, piernas y manos, flotaba con ellos, entre orquídeas y lagartijas relumbrantes, en la penumbra, que se iba haciendo oscura miel de talco a medida que penetraban en el bosque. A Camila se le sentía el cuerpo a través de la blusa fina, como a través de la hoja de maíz tierno, el grano blando, lechoso, húmedo. El aire les desordenaba el cabello. Bajaron a los baños por entre quiebracajetes tempranizos. En el agua se estaba durmiendo el sol. Seres invisibles flotaban en la umbría vecindad de los helechos. De una casa de techo de cinc salió el guardián de los baños con la boca llena de frijoles, les saludó moviendo la cabeza y mientras que se tragaba el bocado, que le cogía los dos carrillos, les estuvo observando para darse a respetar. Le pidieron dos baños. Les respondió que iba a ir a traer las llaves. Fue a traer las llaves y les abrió dos aposentillos divididos por una pared. Cada cual ocupó el suyo, pero antes de separarse corrieron a darse un beso. El bañero, que estaba con mal de ojos, se tapó la cara para que no le fuera a dar escupelo.
Perdidos en el rumor del bosque, lejos uno del otro, se encontraban extraños. Un espejo partido por la mitad veía desnudarse a Cara de Ángel con prisa juvenil. ¡Ser hombre, cuando mejor sería ser árbol, nube, libélula, burbuja o burrión!… Camila dio de gritos al tocar el agua fría con los pies, en la primera grada del baño, nuevos chillidos a la segunda, más agudos a la tercera, a la cuarta más agudos y… ¡chiplungún! El güipil abombóse como traje de crinolina, como globo, mas casi al mismo tiempo el agua se lo chupó y en la tela de colores subidos, azul, amarillo, verde, se fijó su cuerpo: senos y vientre firmes, ligera curva de las caderas, suavidad de la espalda, un poco flacuchenta de los hombros. Pasada la zambullida, al volver a la superficie, Camila se desconcertó. El silencio fluido de la cañada daba la mano a alguien que estaba por allí, a un espíritu raro que rondaba los baños, a una culebra color de mariposa: la Siguemonta. Pero oyó la voz de su marido que preguntaba a la puerta si se podía entrar, y se sintió segura.
El agua saltaba con ellos como animal contento. En las telarañas luminosas de los reflejos colgados de los muros se veían las siluetas de sus cuerpos grandes como arañas monstruosas. Penetraba la atmósfera el olor del suquinay, la presencia ausente de los volcanes, la humedad de las pancitas de las ranas, el aliento de los terneros que mamaban praderas transformadas en líquido blanco, la frescura de las cascadas que nacían riendo, el vuelo inquieto de las moscas verdes. Los envolvía un velo impalpable de haches mudas, el canto de un guardabarranca y el revoloteo de un shara.
El bañero asomó a la puerta preguntando si eran para los señores los caballos que mandaban de Las Quebraditas. El tiempo de salir del baño y de vestirse. Camila sintió un gusano en la toalla que se había puesto sobre los hombros, mientras se peinaba, para no mojarse el vestido con los cabellos húmedos. Sentirlo, gritar, venir Cara de Ángel y acabar con el gusano, todo fue uno. Pero ella ya no tuvo gusto: la selva entera le daba miedo, era como de gusanos su respiración sudorosa, su adormecimiento sin sueño.
Los caballos se espantaban las moscas con la cola al pie de un amate. El mozo que los trajo se acercó a saludar a Cara de Ángel con el sombrero en la mano.
– ¡Ah, eres tú; buenos días! ¿Y qué andas haciendo por aquí?…
– Trabajando, dende que usté me hizo el favor de sacarme del cuartel que ando por aquí, ya va para un año.
Creo que nos agarró el tiempo…
– Así parece, pero yo más creyo, patrón, que es al sol al que le está andando la mano más ligero, y no han pasado los azacuanes.
Cara de Ángel consultó Camila si se marchaban; se había detenido a pagar al bañero.
– A la hora que tú digas…
– Pero ¿no tienes hambre? ¿No quieres alguna cosa? ¡Tal vez aquí el bañero nos puede vender algo!
– ¡Unos huevitos! -intervino el mozo, y de la bolsa de la chaqueta, con más botones que ojales, sacó un pañuelo en el que traía envueltos tres huevos.
– Muchas gracias -dijo Camila-, tienen cara de estar muy frescos.
– ¡De usté son las gracias, niña, y en cuanto a los huevitos, son puro buenos; esta mañana los pusieron las gallinas y yo le dije a mi mujer: «Dejármelos por ái aparte, que se los pienso llevar a don Ángel»!
Se despidieron del bañero, que seguía moqueando con el mal de ojo y comiendo frijoles.
– Pero yo decía -agregó el mozo- que bien bueno sería que la señora se bebiera los huevitos, que de aquí pa allá está un poco retirado y puede que le dé hambre.
– No, no me gustan crudos y me puede hacer mal -contestó Camila.
– ¡Yo porque veyoque la señora está un poco desmandada!
– Es que aquí, como me ve, me estoy levantando de la cama…
– Sí -dijo Cara de Ángel-, estuvo muy enferma.
– ¡Pero ahora se va a alentar -observó aquél, mientras apretaba las cinchas de los galápagos-; a las mujeres, como a las flores, lo que les hace falta es riesgo; galana se va a poner con el casamiento!
Camila bajó los párpados ruborosa, sorprendida como la planta que en lugar de hojas parece que le salen ojos por todos lados, pero antes miró a su marido y se desearon con la mirada, sellando el tácito acuerdo que entre los dos faltaba.
XXXV Canción de canciones
– Si el azar no nos hubiera juntado… -solían decirse. Y les daba tanto miedo haber corrido este peligro, que si estaban separados se buscaban, si se veían cerca se abrazaban, si se tenían en los brazos se estrechaban y además de estrecharse se besaban y además de besarse se miraban y al mirarse unidos se encontraban tan claros, tan dichosos, que caían en una transparente falta de memoria, en feliz concierto con los árboles recién inflados de aire vegetal verde, y con los pedacitos de carne envueltos en plumas de colores que volaban más ligero que el eco.