Pero las serpientes estudiaron el caso. Si el azar no los hubiera juntado, ¿serían dichosos?… Se sacó a licitación pública en las tinieblas la demolición del inútil encanto del Paraíso y empezó el acecho de las sombras, vacuna de culpa húmeda, a enraizar en la voz vaga de las dudas y el calendario a tejer telarañas en las esquinas del tiempo.
Ni ella ni él podían faltar a la fiesta que esa noche daba el Presidente de la República en su residencia campestre.
Se encontraron como en casa ajena, sin saber qué hacer, tristes de verse juntos entre un sofá, un espejo y otros muebles, fuera del mundo maravilloso en que habían transcurrido sus primeros meses de casados, con lástima uno del otro, lástima y vergüenza de ser ellos.
Un reloj sonó horas en el comedor, mas le parecía encontrarse tan lejos que para ir allí tuvieron la impresión de que había que tomar un barco o un globo. Y estaban allí…
Comieron sin hablar siguiendo con los ojos el péndulo que les acercaba la fiesta a golpecitos. Cara de Ángel se levantó a ponerse el frac y sintió frío al enfundar las manos en las mangas, como el que se envuelve en una hoja de plátano. Camila quiso doblar la servilleta; la servilleta le dobló las manos a ella, presa entre la mesa y la silla, sin fuerzas para dar el primer paso. Retiró el pie. El primer paso estaba ahí. Cara de Ángel volvió a ver que hora era y regresó a su habitación por sus guantes. Sus pasos se oyeron a lo lejos como en un subterráneo. Dijo algo. Algo. Su voz se oyó confusa. Un momento después vino de nuevo al comedor con el abanico de su esposa. No sabía qué había ido a traer a su cuarto y buscaba por todos lados. Por fin se acordó, pero ya los tenía puestos.
– Vean que no se vayan a quedar las luces encendidas; las apagan y cierran bien las puertas; se acuestan luego… -recomendó Camila a las sirvientas, que les veían salir desde la boca del pasadizo.
El carruaje desapareció con ellos al trote de los caballos corpulentos en el río de monedas que formaban los arneses. Camila iba hundida en el asiento del coche bajo el peso de una somnolencia irremediable, con la luz muerta de las calles en los ojos. De vez en cuando, el bamboleo del carruaje la levantaba del asiento, pequeños saltos que interrumpían el movimiento de su cuerpo que iba siguiendo el compás del coche. Los enemigos de Cara de Ángel contaban que el favorito ya no estaba en el candelero, insinuando en el Círculo de los amigos del Señor Presidente que en vez de llamarle por su nombre, le llamaran Miguel Canales. Mecido por el brincoteo de las llantas, Cara de Ángel saboreaba de antemano el susto que se iban a llevar al verlo en la fiesta.
El coche, desencadenado de la pedriza de las calles, se deslizó por una pendiente de arena fina como el aire, con el ruido aguacalado entre las ruedas. Camila tuvo miedo; no se veía nada en la oscuridad del campo abierto, aparte de los astros, ni oía nada bajo el sereno que mojaba, sólo el canto de los grillos; tuvo miedo y se crispó como si la arrastraran a la muerte por un camino o engaño de camino, que de un lado limitaba el abismo hambriento, y de otro el ala de Lucifer extendida como una roca en las tinieblas.
– ¿Qué tienes? -le dijo Cara de Ángel, tomándola suavemente de los hombros para apartarla de la portezuela.
– ¡Miedo!
– ¡Isht, calla!…
– Este hombre nos va a embarrancar. Dile que no vaya tan ligero; ¡díselo! ¡Qué sin gracia! Parece que no sientes. ¡Díselo!, tan mudo…
– En estos carruajes… -empezó Cara de Ángel, mas le izo callar un apretón de su esposa y el golpe en seco de los resortes. Creyeron rodar al abismo.
– Ya pasó -se sobrepuso aquél-, ya pasó, es… Las ruedas se deben haber ido en una zanja…
El viento soplaba en lo alto de las rocas con quejidos de velamen roto. Cara de Ángel sacó la cabeza por la portezuela para gritar al cochero que tuviera más cuidado. Éste volvió la cara oscura, picada de viruelas, y puso los caballos a paso de entierro.
El carruaje se detuvo a la salida de un pueblecito. Un oficial encapotado avanzó hacia ellos haciendo sonar las espuelas, los reconoció y ordenó al cochero que siguiera. El viento suspiraba entre las hojas de los maizales resecos y tronchados. El bulto de una vaca se adivinaba en un corral. Los árboles dormían. Doscientos metros más adelante se acercaron a reconocerlos dos oficiales, pero el carruaje casi no se detuvo. Y ya para apearse en la residencia presidencial, tres coroneles se acercaron a registrar el carruaje.
Cara de Ángel saludó a los oficiales del Estado Mayor. (Era bello y malo como Satán.) Tibia nostalgia de nido flotaba en la noche inexplicablemente grande vista desde ahí. Un farolito señalaba en el horizonte el sitio en que velaba, al cuidado del señor Presidente de la República, un fuerte de artillería.
Camila bajó los ojos delante de un hombre de ceño mefistofélico, cargado de espaldas, con los ojos como tildes de eñes y las piernas largas y delgadas. En el momento en que ellos pasaban, este hombre alzaba el brazo con lento ademán y abría la mano, como si en lugar de hablar fuese a soltar una paloma.
– Parthenios de Bithania -decía- fue hecho prisionero en la guerra de Mitrídates y llevado a Roma, enseñó el alejandrino.
De él lo aprendimos Propercio, Ovidio, Virgilio, Horacio y yo… Dos señoras de avanzada edad conversaban a la puerta de la sala en que el Presidente recibía a sus invitados.
– Sí, sí -decía una de ellas pasándose la mano por el peinado de rodete-, ya yo le dije que se tiene que reelegir.
– Y él, ¿qué le contestó? Eso me interesa…
– Sólo me sonrió, pero yo sé, que sí se reelegirá. Para nosotros, Candidita, es el mejor Presidente que hemos tenido. Con decirle que desde que él está, Moncho, mi marido, no ha dejado de tener buen empleo.
A espaldas de estas señoras el Tícher pontificaba entre un grupo de amigos:
– A la que se da casa, es decir, a la casada, se le saca como una casaca.
– El señor Presidente preguntó por usted -iba diciendo el auditor de Guerra a derecha e izquierda-, el señor Presidente preguntó por usted, el señor Presidente preguntó por usted…
– ¡Muchas gracias! -le contestó el Tícher.
– ¡Muchas gracias! -se dio por aludido un «jockey» negro, de las piernas en horqueta y los dientes de oro.
Camila habría querido pasar sin que la vieran. Pero imposible. Su belleza exótica, sus ojos verdes, descampados, sin alma, su cuerpo fino, copiado en el traje de seda blanco, sus senos de media libra, sus movimientos graciosos, y, sobre todo, su origen: hija del general Canales.
Una señora comentó en un grupo:
– No vale la pena. Una mujer que no se pone corsé… Bien se ve que era mengala…
– Y que mandó a arreglar su vestido de casamiento para salir a las Fiestas -murmuró otra.
– ¡Los que no tienen como figurar, figúrense! -creyó oportuno agregar una dama de pelo ralo.
– ¡Ay, qué malas somos! Yo dije lo del vestido porque se ve que están pobres.
– ¡Claro que están pobres, en lo que está usted! -observó la del cabello ralo, y luego añadió en voz baja-: ¡Si dicen que el señor Presidente no le da nada desde que casó con ésta!…
– Pero Cara de Ángel es muy de él…
– ¡Era!, dirá usted. Porque según dicen -no me lo crean a mí- este Cara de Ángel se robó a la que es su mujer para echarle pimienta en los ojos a la policía, y que su suegro, el general, pudiera escaparse; ¡y así fue como se escapó!
Camila y Cara de Ángel seguían avanzando por entre los invitados hacia el extremo de la sala en que se encontraba el Presidente. Su Excelencia conversaba con un canónigo, doctor Irrefragable, en un grupo de señoras que al aproximarse al amo se quedaban con lo que iban diciendo metido en la boca, como el que se traga una candela encendida, y no se atreve a respirar ni a abrir los labios; de banqueros con proceso pendiente y libres bajo fianza; de amanuenses jacobinos que no apartaban los ojos del señor Presidente, sin atreverse a saludarlo cuando él los miraba, ni a retirarse cuando dejaba de fijarse en ellos; de las lumbreras de los pueblos, con el ocote de sus ideas políticas apagado y una brizna de humanismo en su dignidad de pequeñas cabezas de león ofendidas al sentirse colas de ratón.
Camila y Cara de Ángel se aproximaron a saludar al Presidente. Cara de Ángel presentó a su esposa. El amo dispensó a Camila su diestra pequeñita, helada al contacto, y apoyó sobre ella los ojos al pronunciar su nombre, como diciéndole: «¡fíjese quién soy!». El canónigo, mientras tanto, saludaba con los versos de Garcilaso la aparición de una beldad que tenía el nombre y singular de la que amaba Albanio:
¡Una obra sola quiso la Natura
Hacer como ésta, y rompió luego apriesa
La estampa do fue hecha tal figura!
Los criados repartían champaña, pastelitos, almendras saladas, bombones, cigarrillos. El champaña encendía el fuego sin llama del convite protocolar y todo, como por encanto, parecía real en los espejos sosegados y ficticio en los salones; así como el sonido hojoso de un instrumento primitivamente compuesto de tecomates y va civilizado de cajoncitos de muerto.
– General… -resonó la voz del Presidente-, haga salir a los señores, que quiero cenar solo con las señoras…
Por las puertas que daban frente a la noche clara fueron saliendo los hombres en grupo compacto sin chistar palabra, cuáles atropellándose por cumplir presto la orden del amo, cuáles por disimular su enojo en el apresuramiento. Las damas se miraron sin osar recoger los pies bajo las sillas.
– El Pueta puede quedarse… -insinuó el Presidente.
Los oficiales cerraron las puertas. El Poeta no hallaba dónde colocarse entre tanta dama.
– Recite, Pueta -ordenó el Presidente-, pero algo bueno; el Cantar de los Cantares…
Y el Poeta fue recitando lo que recordaba del texto de Salomón.
Canción de Canciones la cual es de Salomón.
¡Oh si él me besara con ósculos de su boca!
Morena soy, oh hijas de Jerusalén,
Mas codiciable
Como las tiendas de Salomón.
No miréis en que soy morena
Porque el sol me miró…
Mi amado es para mí un manojito de mirra