Que reposa entre mis pechos…
Bajo la sombra del deseado me senté
Y su fruto fue dulce a mi paladar.
Llevóme a la cámara del vino
Y la bandera sobre mí fue amor…
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
Que no despertéis ni hagáis velar al amor,
Hasta que quiera
Hasta que quiera…
He aquí que tú eres hermosa, amiga mía;
Tus ojos entre tus guedejas como de paloma;
Tus cabellos como manada de cabras;
Tus dientes como manada de ovejas
Que suben del lavadero,
Todas son crías mellizas
Y estéril no hay entre ellas…
Sesenta son las reinas y ochenta las concubinas…
El Presidente se levantó funesto. Sus pasos resonaron como pisadas del jaguar que huye por el pedregal de un río seco. Y desapareció por una puerta azotándose las espaldas con los cortinajes que separó al pasar.
Poeta y auditorio quedaron atónitos, pequeñitos, vacíos, malestar atmosférico de cuando se pone el sol. Un ayudante anunció la cena. Se abrieron las puertas y mientras los caballeros que habían pasado la fiesta en el corredor ganaban la sala tiritando, el Poeta vino hacia Camila y la invitó a cenar. Ella se puso en pie e iba a darle el brazo cuando una mano le detuvo por detrás. Casi da un grito. Cara de Ángel había permanecido oculto en una cortina a espaldas de su esposa; todos le vieron salir del escondite.
La marimba sacudía sus miembros entablillados atada a la resonancia de sus cajones de muerto.
XXXVI La Revolución
No se veía nada delante. Detrás avanzaban los reptiles silenciosos, largos, escaramuzas de veredas que desdoblaban ondulaciones fluidas, lisas, heladas. A la tierra se le contaban las costillas en los aguazales secos, flaca, sin invierno. Los árboles subían a respirar a lo alto de los ramajes densos, lechosos. Los fogarines alumbraban los ojos de los caballos cansados. Un soldado orinaba de espaldas. No se le veían las piernas. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, atareados como estaban sus compañeros en limpiar las armas con sebo y pedazos de fustanes que todavía olían a mujer. La muerte se los iba llevando, los secaba en sus camas uno por uno, sin mejoría para los hijos ni para nadie. Mejor era exponer el pellejo a ver qué se sacaba. Las balas no sienten cuando atraviesan el cuerpo de un hombre; creen que la carne es aire tibio, dulce, aire un poco gordito. Y pían como pajarracos. Era necesario explicárselo, pero no se lo explicaban, ocupados como estaban en dar filo a los machetes comprados por la revolución en una ferretería que se quemó. El filo iba apareciendo como la risa en la cara de un negro. ¡Cante, compadre, decía una voz, que dende-oíto le oí cantar!
Para qué me cortejeastes,
Ingrato, teniendo dueña,
Mejor me hubieras dejado
Para arbolito de leña…
¡Sígale, compadre, el tono!…
La fiesta de la laguna
Nos agarró de repente;
este año no hubo luna
Ni tampoco vino gente…
¡Cante, compadre!
El día que tú naciste,
Ese día nací yo,
y hubo tal fiesta en el cielo
Que hasta tata Dios fondeó…
¡Cante, compadrito, cante!… El paisaje iba tomando quinina de luna y tiritaban las hojas de los árboles. En vano habían esperado la orden de avanzar. Un ladrido remoto señalaba una aldea invisible. Amanecía. La tropa, inmovilizada, lista esa noche para asaltar la primera guarnición, sentía que una fuerza extraña, subterránea, le robaba movilidad, que sus hombres se iban volviendo de piedra. La lluvia hizo papa la mañana sin sol. La lluvia corría por la cara y la espalda desnuda de los soldados. Todo se oyó después en grande en el llanto de Dios. Primero sólo fueron noticias entrecortadas, contradictorias. Pequeñas voces que por temor a la verdad no decían todo lo que sabían. Algo muy hondo se endurecía en el corazón de los soldados; una bola de hierro, una huella de huesos. Como una sola herida sangró todo el campo: el general Canales había muerto. Las noticias se concretaban en sílabas y frases. Sílabas de silabario. Frases de oficio de Difuntos. Cigarrillos y aguardiente teñido con pólvora y malhayas. No era de creer lo que contaban, aunque fuera cierto. Los viejos callaban impacientes por saber la mera verdad, unos de pie, otros echados, otros acurrucados. Estos se arrancaban el sombrero de petate, lo somataban en el suelo y se cogían la cabeza a rascones. Por allí habían volado los muchachos, quebrada abajo, en busca de noticias. La reverberación solar atontaba. Una nube de pájaros se revolvía a lo lejos. De vez en cuando sonaba un disparo. Luego entró la tarde. Cielo de matadura bajo el mantillón roto de las nubes. Los fuegos de los vivacs se fueron apagando y todo fue una gran masa oscura, una solíngrima tiniebla; cielo, tierra, animales, hombres. El galope de un caballo turbó el silencio con su ¡cataplán, cataplán!, que el eco repasó en la tabla de multiplicar. De centinela en centinela se fue oyendo más y más próximo, y no tardó en llegar, en confundirse con ellos, que creían soñar despiertos al oír lo que contaba el jinete. El general Canales había fallecido de repente, al acabar de comer, cuando salía a ponerse al frente de las tropas. Y ahora la orden era de esperar. «¡Algo le dieron, raíz de chiltepe, aceitillo que no deja rastro cuando mata, que qué casual que muriera en ese momento!», observó una voz. «¡Y es que se debía haber cuidado!», suspiró otra. ¿Ahhhhh?… todos callaron conmovidos hasta los calcañales desnudos, enterrados en la tierra… ¿Su hija?…
Y al cabo de un rato largo como un mal rato, agregó otra voz: «¡Si quieren, la maldigo; yo sé una oración que me enseñó un brujo de la costa; fue una vez que escaseó el maíz en la montaña y yo bajé a comprar, que la aprendí!… ¿Quieren?…» «¡Pues ái ve vos -respondió otra habla en la sombra-, lo que es por mí lo aprebo porque mató a su pagre!»
El galope del caballo volvió de nuevo al camino -¡cataplán, cataplán, cataplán!-; se escucharon de nuevo los gritos de los centinelas, y de nuevo reinó el silencio. Un eco de coyotes subió como escalera de dos bandas hasta la luna que asomó tardía y con una gran rueda alrededor. Más tarde se oyó un retumbo.
Y con cada uno de los que contaban lo sucedido, el general Canales salía de su tumba a repetir su muerte: sentábase a comer delante de una mesa sin mantel a la luz de un quinqué, se oía el ruido de los cubiertos, de los platos, de los pies del asistente, se oía servir un vaso de agua, desdoblar un periódico y… nada más, ni un quejido. Sobre la mesa lo encontraron muerto, el cachete aplastado sobre El Nacional, los ojos entreabiertos, vidriosos, absortos en una visión que no estaba allí.
Los hombres volvieron a las tareas cotidianas con disgustos; ya no querían seguir de animales domésticos y había salido a la revolución de Chamarrita, como llamaban cariñosamente al general Canales, para cambiar de vida, y porque Chamarrita les ofrecía devolverles la tierra que con el pretexto de abolir las comunidades les arrebataron a la pura garnacha; repartir equitativamente las tomas de agua; suprimir el poste; implantar la tortilla obligatoria por dos años; crear cooperativas agrícolas para la importación de maquinaria, buenas semillas, animales de raza, abonos, técnicos; facilitación y abaratamiento del transporte; exportación y venta de los productos; limitar la prensa a manos de personas electas por el pueblo y responsables directamente ante el mismo pueblo; abolir la escuela privada, crear impuestos proporcionales; abaratar las medicinas; fundir a los médicos y abogados y dar la libertad de cultos, entendida en el sentido de que los indios, sin ser perseguidos, pudiesen adorar a sus divinidades y rehacer sus templos.
Camila supo el fallecimiento de su padre muchos días después. Una voz desconocida le dio la noticia por teléfono.
– Su padre murió al leer en el periódico que el Presidente de la República había sido padrino de su boda…
– ¡No es verdad! -gritó ella…
– ¿Que no es verdad? -se le rieron en las narices.
– ¡No es verdad, no fue padri!… ¡Aló! ¡Aló! -Ya habían cortado la comunicación; bajaron el interruptor poco a poquito, como el que se va a escondidas-. ¡Aló! ¡Aló!… ¡Aló!…
Se dejó caer en un sillón de mimbre. No sentía nada. Un rato después levantó el plano de la estancia tal y como estaba ahora, que no era como estaba antes; antes tenía otro color, otra atmósfera. ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! Trenzó las manos para romper algo y rompió a reír con las mandíbulas trabadas y el llanto detenido en los ojos verdes.
Una carreta de agua pasó por la calle; lagrimeaba el grifo y los botes de metal reían.
XXXVII El baile de Tohil
– Los señores, ¿qué toman?…
– Cerveza…
– Para mí, no; para mí, whisky… -y para mí, coñac…
– Entonces son…
– Una cerveza…
– Un whisky y un coñac…
– ¡Y unas boquitas!
– Entonces son una cerveza, un whisky, un coñá y unas bocas…
– ¡Y a mí…go que me coma el chuco! -se oyó la voz de Cara de
Ángel, que volvía abrochándose la bragueta con cierta prisa.
– ¿Qué va a tomar?
– Cualquier cosa; tráeme una chibola…
– ¡Ah! Pues… entonces son una cerveza, un whisky, un coñá y una chibola.
Cara de Ángel trajo una silla y vino a sentarse al lado de un hombre de dos metros de alto, con ademanes y gestos de negro, a pesar de ser blanco, la espalda como línea férrea, una yunta de yunques que parecían manos, y una cicatriz entre las cejas rubias.
– Déjeme lugar, Míster Gengis -dijo aquél-, que voy a poner mi silla junto a la de usted.
– Con «pleto» gusto, señor…
– Y sólo bebo y me largo, porque el patrón me está esperando.
– ¡Ah! -siguió Míster Gengis-, ya que usted va a ver al Señor Presidente, precisa dejar de ser muy baboso y decirle que no están nada ciertas, pero nada ciertas, las cosas que ái andan diciendo de usted.
– Eso se cae de su peso -observó otro de los cuatro, el que había pedido coñac.
– ¡Y a mí me lo dice usted! -intervino Cara de Ángel, dirigiéndose a Míster Gengis.
– ¡Y a cualquiera! -exclamó el gringo somatando las manos abiertas sobre la mesa de mármol-. ¡Por supuesto! Mi estar aquí esta noche aquélla y oír de mis oídos al Auditor que decía de usted ser enemigo de la reelección y con el difunto general Canales, amigo de la revolución.