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Dejó caer los ojos como dos mosquitos atontados, ebriedad de sangre, sin dejar de hablar:

– No me refiero a Canales ni a sus secuaces: ¡la muerte ha sido y será mi mejor aliada, Miguel! Me refiero a los que tratan de influir en la opinión norteamericana con el objeto de que Wáshington me retire su confianza. ¿Que a la fiera enjaulada se le empieza a caer el pelo y que por eso no quiere que se lo soplen? ¡Muy bien! ¿Que soy un viejo que tiene el cerebro en salmuera y el corazón más duro que matilisguate? ¡Mala gente, mas está bien que lo digan! Pero que los mismos paisanos se aprovechen, por cuestiones políticas, de lo que yo he hecho por salvar al país de la piratería de esos hijos de tío y puta, eso es lo que ya no tiene nombre. Mi reelección está en peligro y, por eso te he mandado llamar. Necesito que pases a Wáshington y que informes detalladamente de lo que sucede en esas cegueras de odio, en esos entierros en los que para ser el bueno, como en todos los entierros, habría que ser el muerto.

– El Señor Presidente… -tartamudeó Cara de Ángel entre la voz de Míster Gengis que le aconsejaba poner las cosas en claro y el temor de echar a perder por indiscreto un viaje que desde el primer momento comprendió que era su salvación-, el Señor Presidente sabe que me tiene para todo lo que él ordene incondicionalmente a sus órdenes; sin embargo, si el Señor Presidente me quisiera permitir dos palabras, ya que mi aspiración ha sido siempre ser el último de sus servidores, pero el más leal y consecuente, querría pedirle, si el Señor Presidente no ve obstáculo alguno, que antes de confiarme tan delicada misión, se tomara la molestia de ordenar que se investiguen si son o no son cierto los gratuitos cargos que de enemigo del Señor Presidente me hace, para citar nombre, el Auditor de Guerra…

– ¿Pero quién está dando oídos a esas fantasías?

– El Señor Presidente no puede dudar de mi incondicional adhesión a su persona y a su gobierno; pero no quiero que me otorgue su confianza sin controlar antes si son o no ciertos los dichos del Auditor.

– ¡No te estoy preguntando, Miguel, qué es lo que debo hacer! ¡Acabáramos! Todo lo sé y voy a decirte más: en este escritorio tengo el proceso que la Auditoría de Guerra inició contra ti cuando la fuga de Canales, y más todavía: puedo afirmarte que el odio del Auditor de Guerra se lo debes a una circunstancia que tú tal vez ignoras: el auditor de Guerra, de acuerdo con la policía, pensaba raptar a la que ahora es tu mujer y venderla a la dueña de un prostíbulo, de quien, tú lo sabes, tenía diez mil pesos recibidos a cuenta; la que pagó el pato fue una pobre mujer que ái anda medio loca.

Cara de Ángel se quedó quieto, dueño de sus más pequeños gestos delante del amo. Refundido en la negrura de sus ojos aterciopelados, depuso en su corazón lo que sentía, pálido y helado como el sillón de mimbre.

– Si el Señor Presidente me lo permitiera, preferiría quedar a su lado y defenderlo con mi propia sangre.

– ¿Quieres decir que no aceptas?

– De ninguna manera, Señor Presidente…

– Entonces, palabras aparte, todas esas reflexiones están de más; los periódicos publicarán mañana la noticia de tu próxima partida y no es cosa de dejarme colgado; el Ministro de la Guerra tiene orden de entregarte hoy mismo el dinero necesario para los preparativos del viaje; a la estación te mandaré los gastos y las instrucciones.

Una palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales empezaba para Cara de Ángel. Por una ventana abierta de par en par entre sus cejas negras distinguía una fogata encendida junto a cipresales de carbón verdoso y tapias de humo blanco, en medio de un patio borrado por la noche, amasia de centinelas y almácigo de estrellas. Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes. De una penumbra color de estiércol vino un hombrecillo con cara de güisquil viejo, lengua entre los carrillos, espinas en la frente, sin orejas, que llevaba al ombligo un cordón velludo adornado de cabezas de guerreros y hojas de ayote; se acercó a soplar las macollas de llamas y entre la alegría ciega de los tucuazínes se robó el fuego con la boca masticándolo para no quemarse como copal. Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas -animales del hambre-, con sus gargantas -pájaros de la sed- y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche. Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la lluvia y patitas que acababan en aire aconsejado por arenas pajareras. Las aves corrían para que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!…, retumbó bajo la tierra. Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia lo mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. «Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?», preguntó Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-túntún!…, retumbó bajo la tierra. «¡Cómo tú lo pides -respondieron las tribus-, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!» «¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Retún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!»

Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil.

Cara de Ángel se despidió del Presidente después de aquella visión inexplicable. Al salir, el Ministro de la Guerra le llamó para entregarle un fajo de billetes y su abrigo.

– ¿No se va, general? -casi no encontraba las palabras.

– Si pudiera… Pero mejor por ái lo alcanzo, o nos vemos tal vez otro día; tengo que estar aquí, vea… -y torció la cabeza sobre el hombro derecho-, escuchando la voz del amo.

XXXVIII El viaje

Y ese río que corría sobre el techo, mientras arreglaba los baúles, no desembocaba allí en la casa, desembocaba muy lejos, en la inmensidad que daba al campo, tal vez al mar. Un puñetazo de viento abrió la ventana; entró la lluvia como si se hubieran hecho añicos los cristales, se agitaron las cortinas, los papales sueltos, las puertas, pero Camila siguió en sus arreglos; la aislaba el hueco de los baúles que iba llenando y aunque la tempestad le prendiera alfileres de relámpago en el pelo, no sentía nada lleno ni diferente, sino todo igual, vacío, cortado, sin peso, sin cuerpo, sin alma, como estaba ella.

– … ¡entre vivir aquí y vivir lejos de la fiera! -repitió Cara de Ángel al cerrar la ventana-. ¿Qué dices?… ¡Sólo eso me faltaba! ¡Acaso me lo voy huido!

– Pero con lo que me contabas anoche de los brujos jicaques que bailan en su casa…

– ¡Si no es para tanto!… -un trueno ahogó su voz-… Y además, dime: ¿qué podrían adivinar? Hazme el favor: el que me manda a Wáshington es él; él es el que me paga el viaje… Así, ¡caramba! Ahora, que cuando esté lejos cambie de parecer, todo cabe en lo posible: te vienes tú con el pretexto de que estás o estoy enfermo y que por vida suya nos busque después en el almanaque…

– Y si no me va dejando salir…

– Pues vuelvo yo callada la boca y nada se ha perdido, ¿no te parece? La peor cacha es lo que no se hace…

– ¡Tú todo lo ves tan fácil!…

– Y con lo que tenemos podemos vivir en cualquier parte; y vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora: «pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo; pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo…».

Camila se le quedó mirando con los ojos metidos en agua, la boca como llena de pelo, los oídos como llenos de lluvia. -Pero ¿por qué lloras?… No llores…

– ¿Y qué quieres que haga?

– ¡Con las mujeres siempre ha de ser la misma cosa!

– ¡Déjame!…

– ¡Te vas a enfermar si sigues llorando así; sea por Dios!…

– ¡No, déjame!…

– ¡Ya parece que me fuera a morir o me fueran a enterrar vivo!

– ¡Déjame!

Cara de Ángel la guardó entre sus brazos. Por sus mejillas de hombre duro para llorar corrían dos lágrimas torcidas y quemantes como clavos que no acaban de arrancarse.

– Pero me escribes… -murmuró Camila.

– Por supuesto…

– ¡Mucho te lo encargo! Mira que nunca hemos estado separados. No me vayas a tener sin carta: para mí va a ser agonía que pasen los días y los días sin saber de ti… ¡Y cuídate! No te fíes de nadie, ¿oyes? Que no se te entre por un oído, de nadie, y menos de lo paisanos, que son tan mala gente… ¡Pero lo que más te encargo es… -los besos de su marido le cortaban las palabras-… que… te encargo… es que… que… te encargo… es que me escribas!

Cara de Ángel cerró los baúles sin apartar los ojos de los de su esposa cariñosos y zonzos. Llovía a cántaros. El agua se escurría por las canales con peso de cadena. Los ahogaba la aflictiva noción del día próximo, ya tan próximo, y sin decir palabra -todo estaba listo- se fueron quitando los trapos para meterse en la cama, entre el tijereteo del reloj que les hacía pedacitos las últimas horas -¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!, ¡tijeretictac!…- y el zumbido de los zancudos que no dejaban dormir.