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Un hilo de sangre de alacrán destripado le tocó la mano…, de muchos alacranes porque no dejaba de correr…, de todos los alacranes destripados en el cielo para formar las lluvias… Sació la sed a lengüetazos sin saber a quién debía aquel regalo que después fue su mayor tormento. Horas y horas pasaba subido en la piedra que le servía de almohada, para salvar los pies de la charca que el agua del invierno formaba en el calabozo. Horas y horas, empapado hasta la coronilla, destilando agua, húmedos los suburbios de los huesos, entre bostezos y escalofríos, inquieto porque tenía hambre y ya tardaba la lata de caldo mantecoso. Comía, como los flacos, para engordarse el sueño y con el último bocado se dormía de pie. Más tarde bajaba el bote en que satisfacían sus necesidades corporales los presos incomunicados. La primera vez que el del diecisiete lo oyó bajar, creyendo que se trataba de una segunda comida, como en ese tiempo no probaba bocado, lo dejó subir sin imaginarse que fueran excrementos; hedían igual que el caldo. Pasaban esta lata de calabozo en calabozo y llegaba al diecisiete casi a la mitad. ¡Qué terrible oírla bajar y no tener ganas y tener ganas cuando tal vez acababa de perder el oído en las paredes su golpetear de badajo de campana muerta! A veces, para mayor tormento, se espantaban las ganas de sólo pensar en la lata, que venía, que no venía, que ya tardaba, que acaso se olvidaron -lo que no era raro-, o se les rompió la cuerda -lo que pasaba casi todos los días-, con baño para alguno de los condenados; de pensar en el vaho que despedía, calor de huelgo humano, en los bordes filudos del cuadrado recipiente, en el pulso necesario, y entonces, cuando las ganas se espantaban, a esperar el otro turno, a esperar veintidós horas entre cólicos y saliva con sabor a cobre, angurrias, llantos, retortijones y palabras soeces, o en caso extremo a satisfacerse en el piso, a reventar allí la tripa hedionda como perro o como niño, a solas con las pestañas y la muerte.

Dos horas de luz, veintidós horas de oscuridad completa, una lata de caldo y una de excrementos, sed en verano, en invierno el diluvio; ésta era la vida en aquellas cárceles subterráneas.

… ¡Cada vez pesas menos -el prisionero del diecisiete ya no se conocía la voz-, y cuando el viento pueda contigo te llevará a donde Camila espera que regreses! ¡Estará atontada de esperar, se habrá vuelto una cosa insignificante, pequeñita! ¡Qué importa que tengas las manos flacas! ¡Ella las engordará con el calor de su pecho!… ¿Sucias?… Ella las lavará con su llanto… ¿Sus ojos verdes?… Sí, aquella campiña del Tirol austríaco que estaba en La Ilustración… o la caña de bambú con vivos áureos y golpes de añil marino… Y el sabor de sus palabras, y el sabor de sus labios, y el sabor de sus dientes, y el sabor de su sabor… Y su cuerpo, ¿dónde me lo dejas?; ocho alargado de cinturita estrecha, como las guitarras de humo que forman las girándulas al apagarse e ir perdiendo el impulso… Se la robé a la muerte una noche de fuegos artificiales… Andaban los ángeles, andaban las nubes, andaban los tejados con pasitos de sereno, las casas, los árboles, todo andaba en el aire con ella y conmigo…

Y sentía a Camila junto a su cuerpo, en la pólvora sedosa del tacto, en su respiración, en sus oídos, entre sus dedos, contra las costillas que sacudían como pestañas los ojos de las vísceras ciegas…

Y la poseía…

El espasmo sobrevenía sin contorsión alguna, suavemente, con un ligero escalofrío a lo largo de la espina dorsal, torzal de espinas, una rápida contracción de la glotis y la caída de los brazos como cercenados del cuerpo…

La repugnancia que le causaba la satisfacción de sus necesidades en la lata, multiplicada por la conciencia que le remordía satisfacer sus necesidades fisiológicas con el recuerdo de su esposa en forma tan amarga, le dejaba sin valor para moverse.

Con un pedacito de latón que arrancó a una de las correas de sus zapatos, único utensilio de metal de que disponía, grabó en la pared el nombre de Camila y el suyo entrelazados y, aprovechando la luz, de veintidós en veintidós horas, añadió un corazón, un puñal, una corona de espinas, un áncora, una cruz, un barquito de vela, una estrella, tres golondrinas como tildes de eñe y un ferrocarril, el humo en espiral…

La debilidad le ahorró, por fortuna, el tormento de la carne. Físicamente destruido recordaba a Camila como se aspira una flor o se oye un poema. Antojábasele la rosa que por abril y mayo florecía año con año en la ventana del comedor donde de niño desayunaba con su madre. Orejita de rosal curioso. Una procesión de mañanas infantiles le dejaba aturdido. La luz se iba. Se iba… Aquella luz que se estaba yendo desde que venía. Las tinieblas se tragaban los murallones como obleas y ya no tardaba el bote de los excrementos. ¡Ah, si la rosa aquélla! El lazo con carraspera y el bote loco de contento entre las paredes intestinales de las bóvedas. Estremecíase de pensar en la peste que acompañaba a tan noble visita. Se llevaban el recipiente, pero no el mal olor. ¡Ah, si la rosa aquélla, blanca como la leche del desayuno!…

A tirar de años había envejecido el prisionero del diecisiete, aunque más usan las penas que los años. Profundas e incontables arrugas alforzaban su cara y botaba las canas como las alas las hormigas de invierno. Ni él ni su figura… Ni él ni su cadáver. Sin aire, sin sol, sin movimiento, diarreico, reumático, padeciendo neuralgias errantes, casi ciego, lo único y lo último que alentaba en él era la esperanza de volver a ver a su esposa, el amor que sostiene el corazón con polvo de esmeril.

El director de la Policía Secreta reculó la silla en que estaba sentado, metió los pies debajo, se apoyó en las puntas echándose de codos sobre la mesa canela negra, trajo la pluma a la luz de la lámpara y con la pinza de dos dedos, de un pellizquito, le quitó el hilo que le hacía escribir las letras como camaroncillos bigotudos, no sin acompañar el gesto de una enseñadita de dientes. Luego continuó escribiendo:

«…, y conforme a instrucciones -la pluma rascaba el papel de gavilán en gavilán-, el susodicho Vich trabó amistad con el prisionero del calabozo número diecisiete, después de dos meses de estar encerrado allí con él haciendo la comedia de llorar a todas horas, gritar todos los días y quererse suicidar a cada rato. De la amistad a las palabras, el prisionero del diecisiete le preguntó qué delito había cometido contra el Señor Presidente para estar allí donde acaba toda esperanza humana. El susodicho Vich no contestó, conformándose con somatar la cabeza en el suelo y proferir maldiciones. Mas insistió tanto que Vich acabó por soltar la lengua: “Polígloto nacido en un país de políglotos. Noticias de la existencia de un país donde no había políglotos. Viaje. Llegada. País ideal para los extranjeros. Cuñas por aquí, cuñas por allá, amistad, dinero, todo… De pronto, una señora en la calle, los primeros pasos tras ella, dudosos, casi a la fuerza… Casada… Soltera… Viuda… ¡Lo único que sabe es que debe ir tras ella! ¡Qué ojos verdes tan lindos! ¡Qué boca de rosoli! ¡Qué andar! ¡Qué Arabia felice!… Le hace la corte, le pasea la casa, se le insinúa, mas a partir del momento en que intenta hablar con ella, no la vuelve a ver y un hombre a quien él no conoce ni nunca ha visto empieza a seguirlo por todas partes como su sombra… Amigos, ¿de qué se trata?… Los amigos dan la vuelta. Piedras de la calle, ¿de qué se trata?… Las piedras de la calle tiemblan de oírlo pasar. Paredes de la casa, ¿de qué se trata?… Las paredes de la casa tiemblan de oírlo hablar. Todo lo que llega a poner en limpio en su imprudencia: había querido enamorar a la prefe… del Señor Presidente, una señora que, según supo, antes que lo metieran en la cárcel por anarquista, era hija de un general y hacía aquello por vengarse de su marido que la abandonó…»

»El susodicho informa que a estas palabras sobrevino un ruido quisquilloso de reptil en tinieblas, que el prisionero se le acercó y le suplicó con voz de ruidito de aleta de pescado que repitiera el nombre de esa señora, nombre que por segunda vez dijo el susodicho…

»A partir de ese momento el prisionero empezó a rascarse como si le comiera el cuerpo que ya no sentía, se arañó la cara por enjugarse el llanto en donde sólo le quedaba la piel lejana y se llevó la mano al pecho sin encontrarse: una telaraña de polvo húmedo había caído al suelo…

»Conforme a instrucciones entregué personalmente al susodicho Vich, de quien he procurado transcribir la declaración al pie de la letra, ochenta y siete dólares por el tiempo que estuvo preso, una mudada de casimir de segunda mano y un pasaje para Vladivostok. La partida de defunción del calabozo número diecisiete se asentó así: N.N.: disentería pútrida.

»Es cuanto tengo el honor de informar al Señor Presidente…»

Epílogo

El estudiante se quedó plantado a la orilla del andén, como si nunca hubiera visto un hombre con sotana. Pero no era la sotana lo que le había dejado estupefacto, sino lo que el sacristán le dijo al oído mientras se abrazaban por el gusto de encontrarse libres:

Ando vestido así por orden superior…

Y allí se queda aquél, de no ser un cordón de presos que entre fila y fila de soldados traía media calle.

– ¡Pobre gente… -murmuró el sacristán, cuando el estudiante se hizo a la acera-, lo que les ha costado botar el Portal! ¡Hay cosas que se ven y no se creen!…