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– ¡Éste sí que es el mero despertar del lión que tiene melena de tirabuzones! -decía desperezándose-. ¡Y qué lío el que se debe tener un lión para ser un lión! Y haceme el favor de ponerte alegre, porque ésta es mi noche alegre, ésta es mi noche alegre; soy yo quien te lo digo, ¡ésta es mi noche alegre!

Y a fuerza de repetir así, con la voz aguda, cada vez más aguda, parecía cambiar la noche en pandereta negra con sonajas de oro, estrechar en el viento manos de amigos invisibles y traer al titiritero del Portal con los personajes de sus pantomimas a enzoguillarle la garganta de cosquillas para que se carcajeara. Y reía, reía ensayando a dar pasos de baile con las manos en las bolsas de la chaqueta cuta y cuando tomaba su risa ahogo de queja y ya no era gusto sino sufrimiento, se doblaba por la cintura para defender la boca del estómago. De pronto guardó silencio. La carcajada se le endureció en la boca, como el yeso que emplean los dentistas para tomar el molde de la dentadura. Había visto al Pelele. Sus pasos patearon el silencio del Portal. La vieja fábrica los fue multiplicando por dos, por ocho, por doce. El idiota se quejaba quedito y recio como un perro herido. Un alarido desgarró la noche. Vásquez, a quien el Pelele vio acercarse con la pistola en la mano, lo arrastraba de la pierna quebrada hacia las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal. Rodas asistía a la escena, sin movimiento, con el resuello espeso, empapado en sudor. Al primer disparo el Pelele se desplomó por la gradería de piedra. Otro disparo puso fin a la obra. Los turcos se encogieron entre dos detonaciones. Y nadie vio nada, pero en una de las ventanas del Palacio Arzobispal, los ojos de un santo ayudaban a bien morir al infortunado y en el momento en que su cuerpo rodaba por las gradas, su mano con esposa de amatista, le absolvía abriéndole el Reino de Dios.

VIII El titiritero del Portal

A las detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar. Las calles asomaban a las esquinas preguntándose por el lugar del crimen y, como desorientadas, unas corrían hacia los barrios céntricos y otras hacia los arrabales. ¡No, no fue en el Callejón del Judío, zigzagueante y con olas, como trazado por un borracho! ¡No en el Callejón de Escuintilla, antaño sellado por la fama de cadetes que estrenaban sus espadas en carne de gendarmes malandrines, remozando historias de mosqueteros y caballerías! ¡No en el Callejón del Rey, el preferido de los jugadores, por donde reza que ninguno pasa sin saludar al rey! ¡No en el Callejón de Santa Teresa, de vecindario amargo y acentuado declive! ¡No en el Callejón del Consejo, ni por la Pila de La Habana, ni por las Cinco Calles, ni por el Martinico…!

Había sido en la Plaza Central, allí donde el agua seguía lava que lava los mingitorios públicos con no sé qué de llanto, los centinelas golpea que golpea las armas y la noche gira que gira en la bóveda helada del cielo con la Catedral y el cielo.

Una confusa palpitación de sien herida por los disparos tenía el viento, que no lograba arrancar a soplidos las ideas fijas de las hojas de la cabeza de los árboles.

De repente abrióse una puerta en el Portal del Señor y como ratón asomó el titiritero. Su mujer lo empujaba a la calle, con curiosidad de niña de cincuenta años, para que viera y le dijera lo que sucedía. ¿Qué sucedía? ¿Qué habían sido aquellas dos detonaciones tan seguiditas? Al titiritero le resultaba poco gracioso asomarse a la puerta en paños menores por las novelerías de doña Venjamón, como apodaban a su esposa, sin duda porque él se llamaba Benjamín, y grosero cuando ésta en sus embelequerías y ansia de saber si habían matado a algún turco empezó a clavarle entre las costillas las diez espuelas de sus dedos para que alargara el cuello lo más posible.

– ¡Pero, mujer, si no veo nada! ¡Cómo querés que te diga! ¿Y qué son esas exigencias?

– ¿Qué decís?… ¿Fue por onde los turcos?

– Digo que no veo nada, que qué son esas exigencias…

– ¡Hablá claro, por amor de Dios!

Cuando el titiritero se apeaba los dientes postizos, para hablar movía la boca chupada como ventosa.

– ¡Ah!, ya veo, esperá; ¡ya veo de qué se trata!

– ¡Pero, Benjamín, no te entiendo nada! -y casi jirimiqueando-. ¿Querrés entender que no te entiendo nada?

– ¡Ya veo, ya veo!… ¡Allá, por la esquina del Palacio Arzobispal, se está juntando gente!

– ¡Hombre, quitá de la puerta, porque ni ves nada -sos un inútil- ni te entiendo una palabra!

Don Benjamín dejó pasar a su esposa, que asomó desgreñada, con un seno colgando sobre el camisón de indiana amarilla y el otro enredado en el escapulario de la Virgen del Carmen.

– ¡Allí… que llevan la camilla! -fue lo último que dijo don Benjamín.

– ¡Ah, bueno, bueno, si fue allí no más!… ¡Pero no fue por onde los turcos, como yo creía! ¡Cómo no me habías dicho, Benjamín, que fue allí no más; pues con razón, pues, que se oyeron los tiros tan cerca!

– Como que vi, ve, que llevaban la camilla -repitió el titiritero. Su voz parecía salir del fondo de la tierra, cuando hablaba detrás de su mujer.

– ¿Que qué?

– ¡Que yo como que vi, ve, que llevaban la camilla!

– ¡Callá, no sé lo que estás diciendo, y mejor si te vas a poner los dientes que sin ellos, como si me hablaras en inglés!

– ¡Que yo como que ve…!

– ¡No, ahora la traen!

– ¡No, niña, ya estaba allí!

– ¡Que ahora la traen, digo yo, y no soy choca!, ¿verdá?

– ¡No sé, pero yo como que vi…!

– ¿Que qué…? ¿La camilla? Entendé que no…

Don Benjamín no medía un metro; era delgadito y velludo como murciélago y estaba aliviado si quería ver en lo que paraba aquel grupo de gentes y gendarmes a espaldas de doña Venjamón, dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido.

– Pero sólo vos querés ver… -se atrevió don Benjamín con la esperanza de salir de aquel eclipse total.

Al decir así, como si hubiera dicho ¡ábrete, perejil!, giró doña Venjamón como una montaña, y se le vino encima.

– ¡En prestá te cargo, chu-malía! -le gritó. Y alzándolo del suelo lo sacó a la puerta como un niño en brazos.

El titiritero escupió verde, morado, anaranjado, de todos colores. A lo lejos, mientras él pataleaba sobre el vientre o cofre de su esposa, cuatro hombres borrachos cruzaban la plaza llevando en una camilla el cuerpo del Pelele. Doña Venjamón se santiguó. Por él lloraban los mingitorios públicos y el viento metía ruido de zopilotes en los árboles del parque, descoloridos, color de guardapolvo.

– ¡Chichigua te doy yno esclava, me debió decir el cura, ¡maldita sea tu estampa!, el día que nos casamos! -refunfuñó el titiritero al poner los pies en tierra firme.

Su cara mitad lo dejaba hablar, cara mitad inverosímil, pues si él apenas llegaba a mitad de naranja mandarina, ella sobraba para toronja; le dejaba hablar, parte porque no le entendía una palabra sin los dientes y parte por no faltarse al respeto de obra.

Un cuarto de hora después, doña Venjamón roncaba como si su aparato respiratorio luchase por no morir aplastado bajo aquel tonel de carne, y él, con el hígado en los ojos, maldecía de su matrimonio.

Pero su teatro de títeres salió ganancioso de aquel lance singular. Los muñecos se aventuraron por los terrenos de la tragedia, con el llanto goteado de sus ojos de cartón piedra, mediante un sistema de tubitos que alimentaban con una jeringa de lavativa metida en una palangana de agua. Sus títeres sólo habían reído y si alguna vez lloraron fue con muecas risueñas, sin la elocuencia del llanto, corriéndoles por las mejillas y anegando el piso del tabladillo de las alegres farsas con verdaderos ríos de lágrimas.

Don Benjamín creyó que los niños llorarían con aquellas comedias picadas de un sentido de pena y su sorpresa no tuvo límites cuando los vio reír con más ganas, a mandíbula batiente, con más alegría que antes. Los niños reían de ver llorar… Los niños reían de ver pegar…

– ¡Ilógico! ¡Ilógico! -concluía don Benjamín.

– ¡Lógico! ¡Relógico! -le contradecía doña Venjamón.

– ¡Ilógico! ¡Ilógico! ¡Ilógico!

– ¡Relógico! ¡Relógico! ¡Relógico!

– ¡No entremos en razones! -proponía don Benjamín.

– ¡No entremos en razones! -aceptaba ella…

– Pero es ilógico…

– ¡Relógico, vaya! ¡Relógico, recontralógico!

Cuando doña Venjamón la tenía con su marido iba agregando sílabas a las palabras, como válvulas de escape para no estallar.

– ¡Ilololológico! -gritaba el titiritero a punto de arrancarse los pelos de la rabia…

– ¡Relógico! ¡Relógico! ¡Recontralógico! ¡Requetecontrarrelógico!

Lo uno o lo otro, lo cierto es que en el teatrillo del titiritero del Portal funcionó por mucho tiempo aquel chisme de lavativa que hacía llorar a los muñecos para divertir a los niños.

IX Ojo de vidrio

El pequeño comercio de la ciudad cerraba sus puertas en las primeras horas de la noche, después de hacer cuentas, recibir el periódico y despachar a los últimos clientes. Grupos de muchachos se divertían en las esquinas con los ronrones que atraídos por la luz revoloteaban alrededor de los focos eléctricos. Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una vez. Se veía en las ventanas parejas de novios entregados a la pena de sus amores, y patrullas armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe, hombre tras hombre, recorrían las calles tranquilas. Algunas noches, sin embargo, cambiaba todo. Los pacíficos sacrificadores de ronrones jugaban a la guerra organizándose para librar batallas cuya duración dependía de los proyectiles, porque no se retiraban los combatientes mientras quedaban piedras en la calle.