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– ¡Vos para todo vas saliendo con ese Genaro Rodas, guacal de horchata, mi compañero!

– ¿Qué es eso de guacal de horchata? -indagó Cara de Ángel.

– Eso es que parece muerto, que es descoli…, ya no sé ni hablar…, des-colo-rido, vaya…!

– ¿Y qué tiene que ver?

– Que yo vea no hay inconveniente…

– … Pues, sí hay, y perdone, señor, que le corte la palabra; yo no se lo quería decir: la mujer de ese Genaro Rodas, una tal llamada Fedina, anda contando que la hija del general va a ser madrina de su hijo; quiere decir que ese Genaro Rodas, tu amigo, para lo que el señor lo quiere no es mestrual.

– ¡Qué trompeta!

– ¡Para vos todo es trompeta!

Cara de Ángel agradeció a Vásquez su buena voluntad, dándole entender que era mejor que no contaran con guacal de horchata, porque, como decía la fondera, efectivamente no era neutral.

– Es una lástima, amigo Vásquez, que usted no pueda ayudarme en la cosa ésta…

– Yo también siento no poderle hacer campaña, usté; de haberlo sabido, me arreglo para pedir permiso.

– Si se pudiera arreglar con dinero…

– ¡No, usté, de ninguna manera, yo no suelo ser así; es porque ya sabe que no se puede arreglar! -y se llevó la mano a la oreja.

– ¡Qué se ha de hacer, lo que no se puede, no se puede! Volveré le madrugada, dos menos cuarto o una y media, que el amor se llama a luego y fuego.

Acabó de despedirse en la puerta, se llevó el reloj de pulsera al oído para saber si estaba andando -¡qué cosquillita fatal la de aquella pulsación isócrona!-, y partió a toda prisa con la bufanda negra sobre la cara pálida. Llevaba en las manos la cabeza del general y algo más.

VII Absolución arzobispal

Genaro Rodas se detuvo junto a la pared a encender un cigarrillo. Lucio Vásquez asomó cuando rascaba el fósforo en la cajetilla. Un perro vomitaba en la reja del Sagrario.

– ¡Este viento fregado! -refunfuñó Rodas a la vista de su amigo.

– ¿Qué tal, vos? -saludó Vásquez, y siguieron andando.

– ¿Qué tal, viejo?

– ¿Para dónde vas?

– ¿Cómo para dónde vas? ¡Vos si que me hacés gracia! ¿No habíamos quedado de juntarnos por aquí, pues?

– ¡Ah! ¡Ah! Creí que te se había olvidado. Ya te voy a contar qué hubo de aquello. Vamos a meternos un trago. No sé, pero tengo ganas de meterme un trago. Venite, pasemos por el Portal a ver si hay algo.

– No creo, vos, pero si querés pasemos; allí, desde que prohibieron que llegaran a dormir los pordioseros, ni gatos se ven de noche.

– Por fortuna, decí. Atravesemos por el atrio de la Catedral, si te perece. Y qué aire el que se alborotó…

Después del asesinato del coronel Parrales Sonriente, la Policía Secreta no desamparaba ni un momento el Portal del Señor; vigilancia encargada a los hombres más amargos. Vásquez y su amigo recorrieron el Portal de punta a punta, subieron por las gradas que caían a la esquina del Palacio Arzobispal y salieron por el lado de las Cien Puertas. Las sombras de las pilastras echadas en el piso ocupaban el lugar de los mendigos. Una escalera, y otra, y otra, advertían que un pintor de brocha gorda iba a rejuvenecer el edificio. Y en efecto, entre las disposiciones del Honorable Ayuntamiento encaminadas a testimoniar al Presidente de la República su incondicional adhesión, sobresalía la de pintura y aseo del edificio que había sido teatro del odioso asesinato, a costa de los turcos que en él tenían sus bazares hediondos a cacho quemado. «Que paguen los turcos, que en cierto modo son culpables de la muerte del coronel Parrales Sonriente, por vivir en el sitio en que se perpetró el crimen», decían, hablando en plata, los severos acuerdos edilicios. Y los turcos, con aquellas contribuciones de carácter vindicativo, habrían acabado más pobres que los pordioseros que antes dormían a sus puertas sin la ayuda de amigos cuya influencia les permitió pagar los gastos de pintura, aseo y mejora del alumbrado del Portal del Señor, con recibos por cobrar al Tesoro Nacional, que ellos habían comprado por la mitad de su valor.

Pero la presencia de la Policía Secreta les aguó la fiesta. En voz baja se preguntaban el porqué de aquella vigilancia. ¿No se licuaron los recibos en los recipientes llenos de cal? ¿No se compraron a sus costillas brochas grandes como las barbas de los Profetas de Israel? Prudentemente, aumentaron en las puertas de sus almacenes, por dentro, el número de trancas, pasadores y candados.

Vásquez y Rodas dejaron el Portal por el lado de las Cien Puertas. El silencio ordeñaba el eco espeso de los pasos. Adelante, calle arriba, se colaron en una cantina llamada El Despertar del León. Vásquez saludó al cantinero, pidió dos copas y vino a sentarse al lado de Rodas, en una mesita, detrás de un cancel.

– Contá, pues, vos, qué hubo de mi lío -dijo Rodas.

– ¡Salú! -Vásquez levantó la copa de aguardiante blanco.

– ¡A la tuya, viejito!

El cantinero, que se había acercado a servirles, agregó maquinalmente:

– ¡A su salú, señores!

Ambos vaciaron las copas de un solo trago.

– De aquello no hubo nada… -Vásquez escupió estas palabras con el último sorbo de alcohol diluido en espumosa saliva-; el subdirector metió a su ahijado y cuando yo le hablé por vos, ya el chance se lo había dado a ése que tal vez es un mugre.

– ¡Vos dirés!

– Pero como donde manda capitán no manda marinero… Yo le hice ver que vos querías entrar a la policía secreta, que eras un tipo muy de a petate. ¡Ya vos sabés cómo son las caulas!

– Y él, ¿qué te dijo?

– Lo que estás oyendo, que ya tenía el puesto un ahijado suyo, y ya con eso me tapó el hocico. Ahora que te voy a decir, está más difícil que cuando yo entré conseguir hueso en la secreta. Todos han choteado que ésa es la carrera del porvenir.

Rodas frotó sobre las palabras de su amigo un gesto de hombros v una palabra ininteligible. Había venido con la esperanza de encontrar trabajo.

– ¡No, hombre, no es para que te aflijás, no es para que te aflijás! En cuanto sepamos de otro hueso te lo consigo. Por Dios, por mi madre, que sí; más ahora que la cosa se está poniendo color de hormiga y que de seguro van a aumentar plazas. No sé si te conté… -dicho esto, Vásquez se volvió a todos lados-. ¡No soy baboso! ¡Mejor no te cuento!

– ¡Bueno, pues, no me contés nada; a mí qué me importa!

– La cosa está tramada…

– ¡Mirá, viejo, no me contés nada; haceme el favor de callarte! ¡Ya dudaste, ya dudaste, vaya…!

– ¡No, hombre, no, qué rascado sos vos!

– ¡Mirá, callate, a mí no me gustan esas desconfianzas, parecés mujer! ¿Quién te está preguntando nada para que andés con esas plantas?

Vásquez se puso de pie, para ver si alguien le oía, y agregó a media voz, aproximándose a Rodas, que le escuchaba de mal modo, ofendido por sus reticencias:

– No sé si te conté que los pordioseros que dormían en el Portal la noche del crimen, ya volaron lengua, y que hasta con frijoles se sabe quiénes se pepenaron al coronel -y subiendo la voz-, ¿quiénes dirés vos?- y bajándola a tono de secreto de Estado-, nada menos que el general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal…

– ¿Por derecho es eso que me estás contando?

– Hoy salió la orden de captura contra ellos, con eso te lo digo todo.

– ¡Ahí está, viejo -adujo Rodas más calmado-; ese coronel que decían que mataba una mosca de un tiro a cien pasos y al que todos le cargaban pelos, se lo volaron sin revólver ni fierro, con sólo apretarle el pescuezo como gallina! En esta vida, viejo, el todo es decidirse. ¡Qué de a zompopo esos que se lo soplaron!