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El idiota cayó medio muerto; llevaba noches y noches de no pegar los ojos, días y días de no asentar los pies. Los mendigos callaban y se rascaban las pulgas sin poder dormir, atentos a los pasos de los gendarmes que iban y venían por la plaza poco alumbrada y a los golpecitos de las armas de los centinelas, fantasmas envueltos en ponchos a rayas, que en las ventanas de los cuarteles vecinos velaban en pie de guerra, como todas las noches, al cuidado del Presidente de la República, cuyo domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora, porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca.

Por el Portal del Señor avanzó un bulto. Los pordioseros se encogieron como gusanos. Al rechino de las botas militares respondía el graznido de un pájaro siniestro en la noche oscura, navegable, sin fondo…

Patahueca peló los ojos; en el aire pesaba la amenaza del fin del mundo, y dijo a la lechuza:

– ¡Hualí, hualí, tomá tu sal y tu chile…; no te tengo mal ni dita y por si acaso, maldita!

El Mosco se buscaba la cara con los gestos. Dolía la atmósfera como cuando va a temblar. El Viuda hacía la cruz entre los ciegos. Sólo el Pelele dormía a pierna suelta, por una vez, roncando.

El bulto se detuvo -la risa le entorchaba la cara-, acercándose el idiota de puntepié y, en son de broma, le gritó:

– ¡Madre!

No dijo más. Arrancado del suelo por el grito, el Pelele se le fue encima y, sin darle tiempo a que hiciera uso de sus armas, le enterró los dedos en los ojos, le hizo pedazos la nariz a dentelladas y le golpeó las partes con las rodillas hasta dejarlo inerte.

Los mendigos cerraron los ojos horrorizados, la lechuza volvió a pasar y el Pelele escapó por las calles en tinieblas enloquecido bajo la acción de espantoso paroxismo.

Una fuerza ciega acababa de quitar la vida al coronel José Parrales Sonriente, alias el hombre de la mulita.

Estaba amaneciendo.

II La muerte del Mosco

El sol entredoraba las azoteas salidizas de la Segunda Sección de Policía -pasaba por la calle una que otra gente-, la Capilla Protestante -se veía una que otra puerta abierta-, y un edificio de ladrillo que estaban construyendo los masones. En la Sección esperaban a los presos, sentadas en el patio -donde parecía llover siempre- y en los poyos de los corredores oscuros, grupos de mujeres descalzas, con el canasto del desayuno en la hamaca de las naguas tendidas de rodilla a rodilla y racimos de hijos, los pequeños pegados a los senos colgantes y los grandecitos amenazando con bostezos los panes del canasto. Entre ellas se contaban sus penas en voz baja, sin dejar de llorar, enjugándose el llanto con la punta del rebozo. Una anciana palúdica y ojosa se bañaba en lágrimas, callada, como dando a entender que su pena de madre era más amarga. El mal no tenía remedio en esta vida, y en aquel funesto sitio de espera, frente a dos o tres arbolitos abandonados, una pila seca y policías descoloridos que de guardia limpiaban con saliva los cuellos de celuloide, a ellas sólo les quedaba el Poder de Dios.

Un gendarme ladino les pasó restregando al Mosco. Lo había capturado en la esquina del Colegio de Infantes y lo llevaba de la mano, hamaqueándolo como a un mico. Pero ellas no se dieron cuenta de la gracejada por estar atalayando a los pasadores que de un momento a otro empezarían a entrar los desayunos y a traerles noticias de los presos: «¡Que dice queeee… no tenga pena por él, que ya siguió mejor! ¡Que dice queeee… le traiga unos cuatro riales de ungüento del soldado en cuanto abran la botica! ¡Que dice queeee… lo que le mandó a decir con su primo no debe ser cierto! ¡Que dice queeee… tiene que buscar un defensor y que vea si le habla a un tinterillo, porque ésos no quitan tanto como los abogados! ¡Que dice queeee… le diga que no sea así, que no hay mujeres allí con ellos para que esté celosa, que el otro día se trajeron preso a uno de ésos…; pero que luego encontró novio! ¡Que dice queeee… le mande unos dos riales de rosicler porque está que no puede obrar! ¡Que dice queeee… le viene flojo que venda el armario!»

– ¡Hombre, usté! -protestaba el Mosco contra los malos tratos del polizonte-, usté sí que como matar culebra, ¿verdá? ¡Ya, porque soy pobre! Pobre, pero honrado… ¡Y no soy su hijo, ¿oye?, ni su muñeco, ni su baboso, ni su qué para que me lleve así! ¡De gracia agarraron ya acarriar con nosotros al Asilo de Mendigos para quedar bien con los gringos! ¡Qué cacha! ¡A la cran sin cola, los chumpipes de la fiesta! ¡Y siquiera lo trataran a uno bien!… No que ái cuando vino el shute metete de Míster Nos, nos tuvieron tres días sin comer, encaramados a las ventanas, vestidos de manta como locos…

Los pordioseros que iban capturando pasaban derecho a una de Las Tres Marías, bartolina estrechísima y oscura. El ruido de los cerrojos de diente de lobo y las palabrotas de los carceleros hediendo a ropa húmeda y a chenca cobró amplitud en el interior del sótano abovedado:

– ¡Ay, suponte, cuánto chonte! ¡Ay, su pura concección, cuánto jura! ¡Jesupisto me valga!…

Sus compañeros lagrimeaban como animales con moquillo, atormentados por la oscuridad, que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos; por el miedo -estaban allí, donde tantos y tantos habían padecido hambre y sed hasta la muerte- y porque les infundía pavor que los fueran a hacer jabón de coche, como a los chuchos, o a degollarlos para darle de comer a la policía. Las caras de los antropófagos, iluminadas como faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes como babas de chocolate…

Un estudiante y un sacristán se encontraban en la misma bartolina.

– Señor; si no me equivoco era usted el que estaba primero aquí. Usted y yo, ¿verdad?

El estudiante habló por decir algo, por despegarse un bocado de angustia que sentía en la garganta.

– Pues creo que sí… -respondió el sacristán, buscando en las tinieblas la cara del que le hablaba.

– Y… bueno, le iba yo a preguntar por qué está preso… -Pues que es por política, dicen…

El estudiante se estremeció de la cabeza a los pies y articuló a duras penas:

– Yo también…

Los pordioseros buscaban alrededor de ellos su inseparable costal de provisiones, pero en el despacho del Director de la Policía les habían despojado de todo, hasta de lo que llevaban en los bolsillos, para que no entraran ni un fósforo. Las órdenes eran estrictas.

– ¿Y su causa? -siguió el estudiante.

– Si no tengo causa, en lo que está usté; ¡estoy por orden superior!

Al decir así el sacristán restregó la espalda en el muro morroñoso para botarse los piojos.

– Era usted…