– ¡Nadal… -atajó el sacristán de mal modo-. ¡Yo no era nada! En ese momento chirriaron las bisagras de la puerta, que se abría coro rajándose para dar paso a otro mendigo.
– ¡Viva Francia! -gritó Patahueca al entrar.
– Estoy preso… -franqueóse el sacristán.
– ¡Viva Francia!
– … por un delito que cometí por pura equivocación. ¡Figure listé que por quitar un aviso de la Virgen de la O, fui y quité del cancel de la iglesia en que estaba de sacristán el aviso del jubileo de la madre del Señor Presidente!
– Pero eso, ¿cómo se supo…? -murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos.
– Pues no sé… Mi torcidura… Lo cierto es que me capturaron y me trajeron al despacho del Director de la Policía, quien, después de darme un par de gaznatadas, mandó que me pusieran en esta bartolina, incomunicado, dijo, por revolucionario.
De miedo, de frío y de hambre lloraban los mendigos apañuscados en la sombra. No se veían ni las manos. A veces quedábanse aletargados y corría entre ellos, como buscando salida, la respiración de la sordomuda encinta.
Quién sabe a qué hora, a media noche quizá, los sacaron del encierro. Se trataba de averiguar un crimen político, según les dijo un hombre rechoncho, de cara arrugada color de brin, bigote cuidado con descuido sobre los labios gruesos, un poco chato y con los ojos encapuchados. El cual concluyó preguntando a todos y a cada uno de ellos si conocían al autor o autores del asesinato del Portal, perpetrado la noche anterior en la persona de un coronel del Ejército.
Un quinqué mechudo alumbraba la estancia adonde les habían trasladado. Su luz débil parecía alumbrar a través de lentes de agua. ¿En dónde estaban las cosas? ¿En dónde estaba el muro? ¿En dónde ese escudo de armas más armado que las mandíbulas de un tigre y ese cincho de policía con tiros de revólver?
La respuesta inesperada de los mendigos hizo saltar de su asiento al Auditor General de Guerra, el mismo que les interrogaba.
– ¡Me van a decir la verdad! -gritó, desnudando los ojos de basilisco tras los anteojos de miope, después de dar un puñetazo sobre la mesa que servía de escritorio.
Uno por uno repitieron aquéllos que el autor del asesinato del Portal era el Pelele, refiriendo con voz de ánimas en pena los detalles del crimen que ellos mismos habían visto con sus propios ojos.
A una seña del Auditor, los policías que esperaban a la puerta pelando la oreja se lanzaron a golpear a los pordioseros, empujándolos hacia una sala desmantelada. De la viga madre, apenas visible, pendía una larga cuerda.
– ¡Fue el idiota! -gritaba el primer atormentado en su afán de escapar a la tortura con la verdad-. ¡Señor, fue el idiota! ¡Fue el idiota! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡Ese Pelele! ¡El Pelele! ¡Ése! ¡Ése! ¡Ése!
– ¡Eso les aconsejaron que me dijeran, pero conmigo no valen mentiras! ¡La verdad o la muerte!… ¡Sépalo, ¿oye?, sépalo, sépalo si no lo sabe!
La voz del Auditor se perdía como sangre chorreada en el oído del infeliz, que sin poder asentar los pies, colgado de los pulgares, no cesaba de gritar:
– ¡Fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue!… ¡El idiota fue!
– ¡Mentira…! -afirmó el Auditor y, pausa de por medio-, ¡mentira, embustero!… Yo le voy a decir, a ver si se atreve a negarlo, quiénes asesinaron al coronel José Parrales Sonriente; yo se lo voy a decir… ¡El general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal!…
A su voz sobrevino un silencio helado; luego, luego una queja, otra queja más luego y por último un sí… Al soltar la cuerda, el Viuda cayó de bruces sin conciencia. Carbón mojado por la lluvia parecían sus mejillas de mulato empapadas en sudor y llanto. Interrogados a continuación sus compañeros, que temblaban como los perros que en la calle mueren envenenados por la policía, todos afirmaron las palabras del Auditor, menos el Mosco. Un rictus de miedo y de asco tenía en la cara. Le colgaron de los dedos porque aseguraba desde el suelo, medio enterrado -enterrado hasta la mitad, romo andan todos los que no tienen piernas-, que sus compañeros mentían al inculpar a personas extrañas un crimen cuyo único responsable era el idiota.
– ¡Responsable…! -cogió el Auditor la palabrita al vuelo-. ¿Cómo se atreve usted a decir que un idiota es responsable? ¡Vea sus mentiras! ¡Responsable un irresponsable!
– Eso que se lo diga él…
– ¡Hay que fajarle! -sugirió un policía con voz de mujer, y otro con un vergajo le cruzó la cara.
– ¡Diga la verdad! -gritó el Auditor cuando restallaba el latigazo en las mejillas del viejo-. ¡…La verdad o se está ahí colgado toda la noche!
– ¿No ve que soy ciego?…
– Niegue entonces que fue el Pelele…
– ¡No, porque ésa es la verdad y tengo calzones!
Un latigazo doble le desangró los labios…
– ¡Es ciego, pero oye; diga la verdad, declare como sus compañeros…!
– De acuerdo -adujo el Mosco con la voz apagada; el Auditor creyó suya la partida-, de acuerdo, macho lerdo, el Pelele fue…
– ¡Imbécil!
El insulto del Auditor perdióse en los oídos de una mitad de hombre que ya no oiría más. Al soltar la cuerda, el cadáver del Mosco, es decir, el tórax, porque le faltaban las dos piernas, cayó a plomo como péndulo roto.
– ¡Viejo embustero, de nada habría servido su declaración, porque era ciego! -exclamó el Auditor al pasar junto al cadáver.
Y corrió a dar parte al Señor Presidente de las primeras diligencias del proceso, en un carricoche tirado por dos caballos flacos, que llevaban de lumbre en los faroles los ojos de la muerte. La policía sacó a botar el cuerpo del Mosco en una carreta de basuras que se alejó con dirección al cementerio. Empezaban a cantar los gallos. Los mendigos en libertad volvían a las calles. La sordomuda lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas…
III La fuga del Pelele
El Pelele huyó por las calles intestinales, estrechas y retorcidas de los suburbios de la ciudad, sin turbar con sus gritos desaforados la respiración del cielo ni el sueño de los habitantes, iguales en el espejo de la muerte, como desiguales en la lucha que reanudarían al salir el sol; unos sin lo necesario, obligados a trabajar para ganarse el pan, y otros con lo superfluo en la privilegiada industria del ocio: amigos del Señor Presidente, propietarios de casas -cuarenta casas, cincuenta casas-, prestamistas de dinero al nueve, nueve y medio y diez por ciento mensual, funcionarios con siete y ocho empleos públicos, explotadores de concesiones, montepíos, títulos profesionales, casas de juego, patios de gallos, indios, fábricas de aguardiente, prostíbulos, tabernas y periódicos subvencionados.
La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la ciudad regadita como caspa en la campiña. Por las calles, subterráneos en la sombra, pasaban los primeros artesanos para su trabajo, seguidos horas más tarde por los oficinistas, dependientes, artesanos y colegiales, y a eso de las once, ya el sol alto, por los señorones que salían a pasear el desayuno para hacerse el hambre del almuerzo o a visitar a un amigo influyente para comprar en compañía, a los maestros hambrientos, los recibos de sus sueldos atrasados por la mitad de su valor. En sombra subterránea todavía las calles, turbaba el silencio con ruido de tuzas el fustán almidonado de la hija del pueblo, que no se daba tregua en sus amaños para sostener a su familia -marranera, mantequera, regatona, cholojera- y la que muy de mañana se levantaba a hacer la cacha; y cuando la claridad se diluía entre rosada y blanca como flor de begonia, los pasitos de la empleada cenceña, vista de menos por las damas encopetadas que salían de sus habitaciones ya caliente el sol a desperezarse a los corredores, a contar sus sueños a las criadas, a juzgar a la gente que pasaba, a sobar al gato, a leer el periódico o a mirarse en el espejo.