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Era la madre del Pelele, querida de un gallero que tocaba la guitarra como con uñas de pedernal y víctima de sus celos y sus vicios. Historia de nunca acabar la de sus penas: hembra de aquel cualquiera y mártir del crío que nació -en el decir de las comadres sabihondas- bajo la acción «directa» de la luna en trance, en su agonía se juntaron la cabeza desproporcionada de su hijo -una cabezota redonda y con dos coronillas como la luna-, las caras huesudas de todos los enfermos del hospital y los gestos de miedo, de asco, de hipo, de ansia de vómito del gallero borracho.

El Pelele percibió el ruido de su fustán almidonado -viento y hojas- y corrió tras ella con las lágrimas en los ojos.

En el pecho materno se alivió. Las entrañas de la que le había dado el ser absorbieron como papel secante el dolor de sus heridas. ¡Qué hondo refugio imperturbable! ¡Qué nutrido afecto! ¡Azucenita! ¡Azucenota! ¡Cariñoteando! ¡Cariñoteando!…

En lo más recóndito de sus oídos canturreaba el gallero:

¡Cómo no…

cómo no…

cómo no, confite liolio,

como yo soy gallo liolio

que al meter la pata liolio,

arrastro el ala liolio!

El Pelele levantó la cabeza y sin decir dijo:

– ¡Perdón, ñañola, perdón!

Y la sombra que le pasaba la mano por la cara, cariñoteando respondió a su queja:

– ¡Perdón, hijo, perdón!

La voz de su padre, sendero caído de una copa de aguardiente, se oía hasta muy lejos:

¡Me enredé…

Me enredé…

Me enredé con una blanca,

y cuando la yuca es buena,

sólo la mata se arranca!

El Pelele murmuró:

– ¡Ñañola, me duele el alma!

Y la sombra que le pasaba la mano por la cara, cariñoteando respondió a su queja:

– ¡Hijo, me duele el alma!

La dicha no sabe a carne. Junto a ellos bajaba a besar la tierra la sombra de un pino, fresca como un río. Y cantaba en el pino un pájaro que a la vez que pájaro era campanita de oro:

– ¡Soy la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso, soy la vida, la mitad de mi cuerpo es mentira y la mitad es verdad; soy rosa y soy manzana, doy a todos un ojo de vidrio y un ojo de verdad: los que ven con mi ojo de vidrio ven porque sueñan, los que ven con mi ojo la verdad ven porque miran! ¡Soy la vida, la Manzana-Rosa del Ave del Paraíso; soy la mentira de todas las cosas reales, la realidad de todas las ficciones!

Súbitamente abandonaba el regazo materno y corría a ver pasar los volatines. Caballos de crin larga como sauces llorones jineteados por mujeres vestidas de vidriera. Carruajes adornados con flores y banderolas de papel de China rodando por la pedriza de las calles en inestabilidad de ebrios. Murga de mugrientos, soplacobres, rascatripas y machacatambores. Los payasos enharinados repartían programas de colores, anunciando la función de gala dedicada al Presidente de la República, Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Liberal y Protector de la Juventud Estudiosa.

Su mirada vagaba por el espacio de una bóveda muy alta. Los volatines le dejaron perdido en un edificio levantado sobre un abismo sin fondo de color verdegay. Los escaños pendían de los cortinajes como puentes colgantes. Los confesionarios subían y bajaban de la tierra al cielo, elevadores de almas manejados por el Ángel de la Bola de Oro y el Diablo de los Oncemil Cuernos. De un camarín -como pasa la luz por los cristales, no obstante el vidrio- salió la Virgen del Carmen a preguntarle qué quería, a quién buscaba. Y con ella, propietaria de aquella casa, miel de los ángeles, razón de los santos y pastelería de los pobres, se detuvo a conversar muy complacido. Tan gran señora no medía un metro, pero cuando hablaba daba la impresión de entender de todo como la gente grande. Por señas le contó el Pelele lo mucho que le gustaba masticar cera y ella, entre seria y sonriente, le dijo que tomara una de las candelas encendidas en su altar. Luego, recogiéndose el manto de plata que le quedaba largo, le condujo de la mano a un estanque de peces de colores y le dio el arco iris para que lo chupara como pirulí. ¡La felicidad completa! Sentíase feliz desde la puntitita de la lengua hasta la puntitita de los pies. Lo que no tuvo en la vida: un pedazo de cera para masticar como copal, un pirulí de menta, un estanque de peces de colores y una madre que sobándole la pierna quebrada le cantara «¡sana, sana, culito de rana, siete peditos para vos y tu nana!», lo alcanzaba dormido en la basura.

Pero la dicha dura lo que tarda un aguacero con sol… por una vereda de tierra color de leche, que se perdía en el basurero, bajó un leñador seguido de su perro: el tercio de leña a la espalda, la chaqueta doblada sobre el tercio de leña y el machete en los brazos como se carga a un niño. El barranco no era profundo, mas el atardecer lo hundía en sombras que amortajaban la basura hacinada en el fondo, desperdicios humanos que por la noche aquietaban el miedo. El leñador volvió a mirar. Habría jurado que le seguían. Más adelante se detuvo. Le jalaba la presencia de alguien que estaba allí escondido. El perro aullaba, erizado, como si viera al diablo. Un remolino de aire levantó papeles sucios manchados como de sangre de mujer o de remolacha. El cielo se veía muy lejos, muy azul, adornado como una tumba altísima por coronas de zopilotes que volaban en círculos dormidos. A poco, el perro echó a correr hacia donde estaba el Pelele. Al leñador le sacudió frío de miedo. Y se acercó paso a paso tras el perro a ver quién era el muerto. Era peligroso herirse los pies en los chayes, en los culos de botellas o en las latas de sardina, y había que burlar a saltos las heces pestilentes y los trechos oscuros. Como bajeles en mar de desperdicios hacían agua las palanganas…

Sin dejar la carga -más le pesaba el miedo- tiró de un pie al supuesto cadáver y cuál asombro tuvo al encontrarse con un hombre vivo, cuyas palpitaciones formaban gráficas de angustia a través de sus gritos y los ladridos del can, como el viento cuando entretela la lluvia. Los pasos de alguien que andaba por allí, en un bosquecito cercano de pinos y guayabos viejos, acabaron de turbar al leñador. Si fuera un policía… De veras, pues… Sólo eso le faltaba…

– ¡Chú-chó! -gritó al perro. Y como siguiera ladrando, le largó un puntapié-. ¡Chucho, animal, dejá estar!…

Pensó huir… Pero huir era hacerse reo de delito… Peor aún si era un policía… Y volviéndose al herido:

– ¡Preste, pues, con eso lo ayudo a pararse!… ¡Ay, Dios, si por poco lo matan!… ¡Preste, no tenga miedo, no grite, que no le estoy haciendo nada malo! Pasé por aquí, lo vide botado y…

– Vi que lo desenterrabas -rompió a decir una voz a sus espaldas- y regresé porque creí que era algún conocido; saquémoslo de aquí…

El leñador volvió la cabeza para responder y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángeclass="underline" tez de dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su trape, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube. Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía una paloma.